En El joven Marx, una película alemana de 2017, los protagonistas son, no podía ser de otro modo, Carlos Marx en sus comienzos, y Federico Engels, con sus respectivas esposas, fieles e inteligentes acompañantes. A ambos los presentan desenvueltos, ágiles, físicamente atractivos, con facilidad de palabra, Marx dinámico, bastante antes de ser ese hombre de expresión severa, como corresponde a un filósofo que se propone cambiar el rumbo de la sociedad, barbado y con el pelo revuelto, una imagen que lo hizo reconocible en todo el mundo; Engels, más reconcentrado, elegante en el vestir, sensible, menos filosófico pero generoso, sagaz y decidido en sus propósitos.
Detrás de ellos, a veces junto, a veces antagonistas, pululan otros personajes, se diría que secundarios: no encarnan el motivo que lleva a esa sociedad tan particular que han ido constituyendo –afecto, comprensión, comunidad de ideas y de lenguaje– sino que constituyen lo necesario para que la película no sea un pesado ladrillo; armonizan o discrepan, eso no importa tanto (las relaciones con ellos son estrictamente narrativas) pues lo esencial es el intenso diálogo que ambos sostienen con una realidad quemante y cuyos fuegos tratan de atizar.
Entre ellos, además de los que aparecen en asambleas y en discusiones, no puede dejar de mencionarse a célebres anarquistas como Bakunin y sobre todo Proudhon, con quien ambos, Marx y Engels, discuten apasionadamente. Pero otros, más ocasionales, integran ya sea un coro, remotamente griego, ya como obvios antagonistas; me refiere al señor Engels, padre de Federico y dueño y señor de la fábrica que habrá de heredar Federico y que provee, no porque el señor Engels lo autorice, gran parte de los salvadores recursos que ayudan a Marx a proseguir su obra y a los dos a esbozar y dirigir el embrionario movimiento revolucionario que debería sacar al castigado proletariado a salir de su situación y, poco a poco, a tomar el poder.
Me fijo en el señor Engels; es un indudable patrón, típico de las fábricas que brotaron con la revolución industrial: autoritario, bien plantado en sus piernas, autoriza o desautoriza lo que ocurre en la fábrica, donde obreras que se mueven sin cesar se quejan sordamente de lo poco que se les paga por el trabajo que hacen, no muy diferente al de los galeotes que impulsan embarcaciones que no van a ninguna parte o presos que pican inútiles piedras o esclavos que bajan la cabeza. Me quedo en la idea de “autorizar” que me está pareciendo fundante. Y, en el caso, es evidente que el señor Engels no vacila en ejecutar ese verbo: se siente, por añadidura, autorizado a hacerlo porque su calidad de patrón no la discute nadie, no ya los obreros sino la sociedad en cuyos fundamentos reside, como un diamante escondido, la idea de autorización; todos lo admiten y se someten, una muchacha que no quiere hacerlo es despedida, el patrón no autoriza voces discordantes en el ritmo agotador de la jornada.
No sería ese ejemplo el único caso; lo interesante es que, considerando que nada se puede hacer sin una autorización –no ya tener un documento de identidad, que es una forma indiscutible de autorización, sino cualquier acto que se quiera ejecutar en la vida social– permite preguntarse ante todo por lo que esa palabra implica; obviamente, descansa sobre el concepto de poder: autoriza quien puede, no cualquiera.
El señor Engels autoriza, del mismo modo que otros burgueses capitalistas de mediados del siglo XIX, pero no para siempre: precisamente, lo que desencadenaron esos dos de la película acotó su poder, fueron poco a poco obligados a considerar que su poder de autorización no era el mismo y que debían “tener en cuenta” otros poderes, en particular los obreros concientizados, ya organizados y cada vez más dueños de sus derechos y de sus vidas, que iban tomando forma, proceso que no fue fácil y costó enorme cantidad de vidas.
Con el sindicalismo argentino, por ejemplo, una vez constituido y consciente de su poder, había que pactar aunque, desde luego, como el capitalista no se rindió y masticó la venganza en las sombras, logró que el contrapoder sindical cediera gran parte de lo que había obtenido a lo largo de una convulsa historia; en la actualidad sus agachadas y vacilaciones autorizan a que quienes venían debilitados recuperaran –me refiero a financistas, banqueros, exportadores, inversores, todos esos que han ocupado un gobierno– una insolente capacidad de autorización.
Es claro que no se reduce a eso el alcance de lo que llamo “autorización”. Está presente en la vida humana desde el vamos: los padres autorizan, los maestros autorizan, los médicos autorizan, es casi impensable circular por la vida sin ese pasaporte. También los escritores cuyo uso del lenguaje autoriza a otros a emplearlo con más propiedad –en las viejas enciclopedias y diccionarios esos usos se respaldan en nombres consagrados– y ni que hablar los llamados “pensadores”, filósofos o intelectuales que solían iluminar acciones posibles incluso a grandes masas, desde Platón hasta nuestros desdichados días, nada propicios en estos tiempos a buscar autorización mental en ellos sino, más bien, en esa especie de proliferantes “comunicadores” que, cumpliendo con esa labor autorizatoria, interpretan y saturan de lugares comunes las vacías cabezas de multitudes.
En conclusión, podría decirse que el presente es entre gris y negro en este aspecto, el llamado a pensar navega en aguas cenagosas, por no aludir a mensajes presidenciales o ministeriales que autorizan a la obturación del pensamiento y convocan a una aceptación contranatura de lo que gestan en la medianoche intereses igualmente contranatura.
Me atrevo a conjeturar que este concepto, “autorización”, puede ser de utilidad para comprender los cambios que sufre la sociedad: quiénes autorizan, quiénes dejan de hacerlo, qué elementos hay que tener en cuenta para darle significación al ritmo de los cambios y, por supuesto, qué condiciones hay que considerar para encarar otro tipo de autorizaciones, con qué sentido y basadas en qué principios y, también, cómo de la promesa, tan frecuente en política, se pasa a la autorización natural, ésa que no se nota porque se vive y que debería ser el producto de una cultura en la que el ser humano sea el centro y no, como lo estamos viendo, los espurios manejos de la hez de la sociedad, no sólo los traficantes y los narcos sino esos tramposos que viven de la acumulación y en ella ponen toda su erótica.