No se puede cantar así, porque las voces no alcanzarían, ni se puede escribir así porque no hay palabras. Lo que se puede hacer es cortar con una pincelada, exhibir la carne rota y lastimada, enfermada, consentir la tristeza y ponerla adelante de todo, hacer que unos gramos de pintura te miren a los ojos y te partan. Y hacer el milagro de que todo eso sea belleza.
Basta caminar por el desvaído salón blanco del Fortabat para entender algo que se nos escapa todo el tiempo, que Carlos Alonso es nuestro mayor pintor, es un Borges o un Piazzolla que parece que no terminamos de descubrir. Uno ve la obra de un gigante, como si el largo camino de los argentinos pintando, de Prilidiano a De la Cárcova, de Quiróz a Berni, de tantos más que llegaron y tantos que se fueron y nos hicieron pintura, tuviera sentido sólo para crear a Alonso.
Por algo el maestro pinta a Renoir, a Van Gogh, a Courbet, como si estuvieran en Unquillo, con palmeras y cruzando arroyos de piedras redondas, cordobesas. Por algo Goya aparece como un gordito de por acá, un gallego con almacén. Eso es devorar a los maestros, apropiarlos, agregarles una capa más de lo inmortal, meditarlos como lo hace un par. Renoir en su silla de ruedas, con las manos retorcidas por la artritis y la manta a cuadros sobre las piernas. Van Gogh desollado, vendado, sangrado, con la mirada más penetrante desde el retrato de la duquesa de Alba, un par de ojos asimétricos que gritan la angustia de la locura sobre un fondo amarillo en una pequeña tela que puede decirse que cambió el arte argentino. Courbet blindado, dividido en dos literalmente, con cara de qué mirás para que no se note que es un hombre que ya no espera nada.
Y los desnudos, los terribles y deslumbrantes desnudos de Alonso, los del realismo de las pancitas y ombligos, las tetas que se ladean, los pies con durezas, los deditos torcidos. Uno termina preguntándose qué le pasó, qué se está viendo en esa mujer enamorante, si es un presentimiento de muerte, un después de la violencia o la melancólica conclusión de que después del coito uno sigue siendo el mismo, sin éxtasis ni trascendencia. Terminás hablándole al cuadro, diciéndole que no es para tanto, que sos joven y que casi todo pasa.
Alonso es un pintor narrativo, teatral, absolutamente seguro de su trazo. Ariel Mlynarzewicz, su único discípulo, cuenta que es como un mosquetero de pincel en mano, un sabio del fondo pleno, la carga material, el oficio de pintor que le da el nombre a esta muestra indispensable. Es el oficio que desmiente la tontería de que la pintura está muerta, deja en verguenza a tanta instalación, revela que además de talento hace falta tener algo que decir.
Un detalle que puede pasar invisible explica el calado de esta muestra llamada Vida de pintor: que casi todo lo que se puede ver, grande y chico, colgado o en una vitrina, pertenece a la colección privada de Alonso. Se sabe, la obra se vende y está en la naturaleza de las cosas que La rendición de Breda vaya a palacio. Si un artista se guarda obra es por algo, porque no puede soltarla, porque algo le tocó.
En el Fortabat, entonces, hay una memoria del pintor, una colección de amigos como Berni y una parte del formidable, interminable homenaje a su maestro Lino Enea Spilimbergo, que ya pasa el medio siglo. Spilimbergo viejo, de sobretodo, en su pensión ferroviaria. Spilimbergo al pie del atril, en delicado lápiz, con un perro, siempre desesperantemente triste, como si apenas le llegara este planeta y lo que le llegara fuera terrible. El Spilimbergo en la oscuridad, entre una puerta de grises y celestes y una tela de rayas aplicada como collage es una de las cosas más profundas jamás pintadas.
La carga hace un pico en los extremos de la muestra, los extremos literales, geográficos. En uno está un autorretrato de enorme potencia psicológica y el nombre minorista de Manta salteña. La manta existe, enorme en un cuadro vertical de dos metros y medio de altura, y sirve para unir o separar a una modelo, desnuda y recostada arriba, de un Alonso sentado al pie de la cama y del cuadro, terrible en su mirada, oscuro en su alma. Es un estar solo extremo, un bulto azul en el que destella la cabeza y unas manos entrelazadas, contadas a brochazos cargados.
Parado frente al cuadro parece que Alonso te mira, pero uno descubre al final que no, que se está mirando a sí mismo en la otra punta del salón. Ahí están dos de los Inventarios y La escalera, los goyescos horrores de nuestra guerra sucia. Los pisos en desorden de una casa reventada o allanada –papeles, zapatos de mujer, cosas rotas y arrugadas, tubos, un pie– y por encima un Alonso desolado, desordenado, definidos en tonos fríos, con verdes en la cara, surgiendo de un negro profundo y silencioso. Esta pintura te enseña algo que no sabías, que la oscuridad es un material moral que se desparrama y cubre todo, como una niebla, como agua, para tragarse lo más querido y lo más sagrado. Pocas manos pudieron retratar la crueldad con tanta lucidez, ninguna con tanta reticencia.
Mlynarzewicz señala (¡cómo pone nerviosos a los guardias de seguridad, casi tocando telas que él vio pintar de joven, que estiró y ayudó a mover!) un cuadro de la serie sobre Van Gogh. Uno ve al pobre holandés en una cama, vendado, torciendo la cabeza para mirarnos. Hay un visitante de traje, sin rostro a la vista. Hay una monjita de blanco y rostro anónimo, cortando un bife que parece crudo. Hay una bandejita con un florero, una taza, unos papeles. Todo es gris, cerúleo, mortecino, menos el bife y las flores. De ahí emana un color que sube por las manos de la monjita, las engorda, las hace reales. Las cosas materiales, las cosas de la mano, las cosas vivas son nuestra única esperanza.
Pintar es el único consuelo.