¿Quién no recuerda a Glenn Close como la amante enloquecida capaz de hervir a un pobre conejo para vengarse del engaño y el desdén de Michael Douglas? Mucho tiempo ha pasado desde Atracción Fatal, ícono del erotismo culposo de la era Reagan, de un tiempo en el que las pasiones eran locura y castigo, y el deseo era la más peligrosa amenaza para el orden y la familia. Entonces el rostro de Glenn Close animó las emociones encontradas de Alex Forrest, esa arrebatada furia que asediaba a la vuelta del encuadre, que asustaba con cada aparición. Pese a la afirmación de la moral de la época y a la dudosa competencia de Adrian Lyne en la dirección, el aura del personaje sobrevivió para darle una nominación al Oscar, para asentarse en la galería de papeles que la harían una figura potente y contradictoria, dueña de una versatilidad desconcertante, capaz de cambiar de piel sin dejar rastros, de ser una y mil mujeres contenidas en una sola. El estreno de La esposa viene a confirmar esa intuición y, luego de seis nominaciones de la Academia y ningún premio, parece ser el boleto definitivo al merecido reconocimiento. 

Basada en el best seller de Meg Wolitzer y dirigida por el sueco Bjön Runge, La esposa deconstruye lentamente la compleja relación del novelista Joe Castleman (Jonathan Pryce), elegido para recibir el Premio Nobel de Literatura, y su fiel esposa Joan, sostén personal y profesional de toda una vida dedicada a las letras, de un genio capaz de sacudir las convenciones de la narrativa, de un ambición seducida por el ego y los caprichos. Estamos en 1992 en Connecticut y, luego de un intempestivo llamado desde Estocolmo, los Castleman saltan de alegría sobre las sábanas todavía arrugadas por el reciente despertar. Si en el rostro de Joe se trasluce su satisfacción extática, tan golosa como aquella que define a su apetito, en el de Joan Castleman ya se insinúan las tensas emociones que recorrerán el relato, que combinan el triunfo y la decepción, el gozo y el arrepentimiento. A partir de allí, el viaje hacia Suecia para recibir el premio estará atravesado por el presente y el pasado, por el origen de ese vínculo simbiótico, por el enigma de una relación que tiene deudas y reproches, que desteje su límpida apariencia para hacer emerger con fuerza las raíces de su oscuridad. 

Quizás el mérito central de la película, más allá de algunas discusiones demasiado expuestas y el uso de algunas metáforas por demás explícitas –varios reproches se tornan en extremo literales; la comida como síntoma de la pulsión devoradora de Joe se torna redundante–, sea el trabajar las contradicciones interiores de Joan a partir de una latencia radical. Todo lo que explota en el interior de Joan ante la evidencia del premio, ante los rigores del viaje, ante la certeza de su propia resignación, se gesta a lo largo del relato en el mismo rostro de Close, exento de cualquier histrionismo, concentrado en expresiones ambiguas, cargadas de enigmas y misterios. Por ello es interesante la elección de su hija para interpretarla en su versión juvenil. Annie Starke, cuya apariencia evoca tenuemente los rasgos jóvenes de Close, interpreta a la Joan universitaria de fines de los 50, a la que tenía sueños de convertirse en escritora, a quien seducida por las citas de Joyce y ese halo de escritor maldito que perseguía a Joe, dedicó su vida a la entrega de su propio talento. En el presente de Estocolmo, entre los ensayos de la premiación y la persistente inquisición de un biógrafo (gran personaje de Christian Slater), sus dudas sacuden la tersa superficie de ese matrimonio en el que todo parecía estar perfectamente orquestado. 

“Soy hacedora de reyes”, contesta Joan cuando le consultan por su profesión. Casi sin remarcar una sílaba, Close pronuncia con flemática contención cada una de sus respuestas, como si intentara sostener ese andamiaje de convicciones que minuto a minuto a minuto se desmorona ante sus ojos. “Desde el comienzo me intrigó el personaje de Joan”, cuenta Glen Close en una entrevista con The New York Times. “No entendía por qué hacía lo que hacía. Mi reacción era, como la de cualquier mujer, ‘¡Dejalo de una vez!’ Pero lentamente me fui internando en ella y aprendí a amarla y entenderla. Entendí la complicidad de esa relación y que, desde el comienzo, ella no quería perderlo”. 

Hay dos ideas que se ponen en juego en esa decisión: por un lado, la renuncia y el sacrificio en nombre del amor; por el otro, la percepción del difícil camino que debe enfrentar una mujer que decide ser escritora. En el primer caso, Close consigue que su devoción nunca sea uniforme, que su entrega a ese marido infiel y engreído se intervenga con momentos de furia y mezquindad, que la corren del derrotero tradicional de la víctima. En el segundo caso, sin embargo, la misma película se tiñe de cierto esquematismo y autoindulgencia, cerrando la definitiva renuncia de Joan a su carrera en una conversación ocasional con una escritora frustrada por sus libros sin éxito. Lo que sí logra exponer la película son las excesivas demandas que siguen persiguiendo a toda mujer que decide perseguir una profesión como la literatura: las difíciles intersecciones entre la vida pública y la privada, las debidas concesiones y los abandonos, las necesarias rebeliones y la lucha por la autonomía. 

“Creo que las mujeres deberían tener más posibilidades de hacer lo que son capaces de hacer. Y si estos movimientos como el #MeToo y el Time’s Up, que cobraron protagonismo en los últimos años, van a dejar algo, debería ser una verdadera revolución en nuestra cultura. Va a tomar mucho tiempo, pero muchas de nosotras no vamos a permitir que se desvanezca”. Si a primera vista Joan Castleman parece ser todo lo que Alex Forrest no era –esposa devota, madre cariñosa, mujer contenida y paciente, profesional del cuidado y la protección–, los hilos que sostienen su postura, las certezas que afirman sus decisiones, los valores que confirman su camino, se deshacen abriendo a las mismas erupciones que llevaban a Alex a emerger con vigor inhumano desde las sombras. Es el mismo rostro el que las habita, pese a los años transcurridos. Son esos pequeños desafíos asumidos en un oficio difícil y complejo, en un mundo en el que ser mujer y profesional nunca es un sendero de rosas, los que dan a Glenn Close el lugar que se merece, más allá de los premios que lo confirmen.