Es habitual escuchar a escritores correrse de las etiquetas literarias; verlos en entrevistas o en charlas de bar desmarcándose de la fuerza nominal que, a su entender, fosiliza la obra que toca. Por eso, llama la atención cuando frente a un grabador o en conferencias masivas, el escritor y catedrático mexicano Élmer Mendoza, agarrando fuerte el micrófono, dice “Me gusta la palabra narcoliteratura porque, los que estamos comprometidos con este registro estético de novela social, tenemos las pelotas para escribir sobre ello. Crecimos allí y sabemos de qué hablamos”.
El “allí” que nombra Élmer Mendoza, el territorio que habita y transforma en escenario de su literatura, es Culiacán, capital del Estado de Sinaloa, ubicada en el siempre caliente noroeste mexicano. Desde su primera novela, Un detective solitario (1999), Mendoza levanta las banderas de la Narcoliteratura, el género que creció a los codazos entre el realismo social y el policial negro. Lo vuelve a hacer en su última novela, Asesinato en el Parque Sinaloa. Y el encargado de resolver o enredarse con ese crimen atravesado por el imaginario del narcotráfico, será Edgar “Zurdo” Mendieta, un detective old school que interpreta con fidelidad las virtudes del género. El caso que tiene que resolver el Zurdo Mendieta, en el quinto libro de la serie que lo tiene como protagonista, sucede cerca de su jurisdicción, en Los Mochis; una tierra bacana que, al igual que todo México, no le escapa al runrún de las camionetas negras, a las balas que ajustician por mano propia, al sexo como moneda de cambio, y al maridaje entre narcos y polis como nuevo contrato social.
El Zurdo Mendieta recibe el llamado estando de licencia o, mejor dicho, estrenando el traje de policía retirado, sin placa ni arma colgando de su cintura. En su última investigación, narrada en Besar al detective, la había pifiado al vincularse con su amiga Samantha Valdés, la jefa del cártel del Pacífico, para que lo ayude a resolver un caso que involucraba a la CIA y el FBI. Al inicio de Asesinato en el Parque Sinaloa, Mendieta aún está pagando el vuelto de esa relación, encerrado en un sucucho oscuro, y teniendo como único interlocutor a un vaso de whisky. Sin embargo, un llamado de Abel Sánchez, su maestro en la profesión, lo hace volver a la cancha; es decir a las calles, mentiras, traiciones, forenses, pesquisas y a una resolución sorpresiva que lo esperará servida en la mesa, como la carta robada de Poe que no deja de reproducirse.
El hijo de Sánchez, un cobrador de baja monta, aparece muerto en un agujero del hermoso Parque Sinaloa. Esa misma noche, su novia, Larissa Carlón, se abre la cabeza con un revólver que no sabía manejar. Eso es lo que aparece en el informe oficial con el cual la policía cerró el caso. Pero al rascarlo, tal como hizo el padre de la víctima, los hilos empiezan a caer abriendo nuevas líneas de investigación. De esos hilos empieza a tirar Mendieta junto a su compañera Gris Toledo, primero con escepticismo luego con terquedad. Hasta dar con un elenco narco que incluye a “Si Ya Saben Cómo Soy Para Que Me Atrapan”, –un capo símil Chapo Guzmán– que escapa de prisiones de máxima seguridad; a Daniela K, una locutora de gran audiencia que quiere hacer una radionovela (en pleno auge de las series narcos) de la vida del capomafia; al Grano Biz, su lugarteniente, que mezcla sábanas con negocios; y a la Marina yanqui que patrulla la ciudad con la autoridad de un polizonte universal.
El Zurdo Mendieta será el encargado de hacer pie en ese lodo, mientras lidia con una depresión crónica y un cuerpo que le habla con esquizofrénica autonomía. El detective creado por Élmer Mendoza pertenece a esa serie de personajes que son funcionarios del Estado, y resuelven o estropean casos desde adentro. No juegan en los márgenes de las fuerzas policiales. Se manchan con sobres, cada tanto se tragan algún sapo para proteger a un compañero, transgreden la ley para cumplirla. Hermano del Mario Conde de Leonardo Padura o del Carvalho de Vázquez Montalbán, por nombrar a unos pocos detectives de La internacional Noir, el Zurdo Mendieta es un hombre desencantado, que arrastra una pena de desamor, que disfruta de la comida y padece el alcohol que necesita. En palabras del autor, su detective se parece a los buenos policías que hay en México y que terminan asesinados, “un poco corrupto, pero comprometido con la placa”.
La particularidad en la zaga del Zurdo Mendieta, además del territorio que abarca –y que comparte con la obra del fallecido César López Cuadra–, es la prosa con la cual Élmer Mendoza logra recrear Sinaloa a partir del lenguaje. En un mismo párrafo se mezclan voces de distintos personajes, líneas de diálogo, murmullos de la ciudad, giros argumentales, y la voz neutral del narrador que agiliza la trama. En Asesinato en el Parque Sinaloa Élmer Mendoza lo vuelve a hacer; demostrando que no sólo tiene pelotas para narrar lo que pasa en su tierra caliente, sino un oído balzaciano para reproducir su habla, corriendo el riesgo –por momentos– de retratar la violencia del norte mexicano con un esquema etnográfico que no ahonda en matices.