No hay nada que pueda resolverse con justicia sin igualdad, un valor que va más allá de la equidad en la sociedad de los seres humanos. Su contrario, el poder de unos sobre otros, desde otros puntos de vista llamados servidumbre, dependencia, vasallaje, colonialismo, riqueza –que incluye del otro lado necesariamente a la marginación, a la vulnerabilidad, a la pobreza– y varios cuasisinónimos más, la dupla superior-inferior, por ejemplo, contiene lo peor del espíritu humano, su degradación más excesiva. Como todo valor básico, la igualdad representa un ideal, al que los seres humanos nos aproximamos o nos alejamos conforme elaboramos nuestras relaciones; de la distancia que existe entre el ideal absoluto –todos con las mismas posibilidades– y su ejecución en la realidad, depende la cuota de justicia que se debe o puede adjudicar a esas relaciones, de justicia como valor vital. No se trata nunca de un solo individuo, como algunos sostienen desde el individualismo más concentrado, sino, por lo contrario, de un valor social que compara unos con otros y de esa comparación surgen las conclusiones, la medida de la proximidad al ideal, su cuota de justicia o de “justicia social”, según su definición más política. San Martín dijo, “verdad, justicia, equidad”, al conceder la Orden del Sol en Lima, Perú, palabras que quieren representar una realidad posible de lograr para aproximarnos al ideal de los revolucionarios franceses, “libertad, igualdad y fraternidad”.
La igualdad y su aproximación a la realidad no es tan sólo una comprobación jurídica –el trato similar que deben practicar los tribunales de justicia a los súbditos del Estado en los conflictos que se suscitan entre ellos o entre ellos y los estados mismos, ya que los dirimen conforme a una ley general que obliga, prohíbe o permite a todos por igual– o una comprobación empírica acerca de los bienes de los que gozamos o consumimos quienes vivimos al amparo de una organización política –hoy el Estado-nación–, si no queremos extendernos a la justicia universal–, sino, antes bien, un sentimiento que nos hace ver al otro como si fuéramos nosotros, sin diferencias de riquezas, de posibilidades, de género, de clase, de color de piel, cabello y ojos para cumplir con aquella obligación de “amar al prójimo como a uno mismo”. La palabra patria, así interpretada, se refiere al otro, idéntico a nosotros mismos en derechos y obligaciones, pero también en posibilidades y desa- rrollo, dentro de un determinado territorio más pequeño o más grande –cuanto más grande mejor–. Sin “el otro” no hay patria, no hay igualdad, no existe la posibilidad de comparar poder o posibilidades, base de su significado, ni, por tanto, conocer la medida de su existencia. Pero patria e igualdad no sólo son valores colectivos que necesitan del otro, sino que, además, lo necesitan en cierta relación con nosotros, con el yo, que los reconoce como iguales y dignos de su amor. De otra manera se transforman en servidumbre, dependencia, colonialismo, mero ejercicio del poder. Por ello, el individualismo, como síntesis final del capitalismo, el sistema de la propiedad privada gobernando la relación humana y su correlato en el consumo, jamás podrán alcanzar aquellos valores, tan sencillos de lograr por la convivencia común y la propiedad colectiva, por la cooperación.
Quizás no se trate hoy todavía, en el período de las relaciones humanas que atravesamos, de una aproximación tal al ideal de igualdad que derogue todo individualismo; quizás la cultura humana o, cuando menos, la occidental, precisen aún conservar cierta dosis de individualismo, pero esa dosis no puede ser tal que nos divida entre patrones y siervos, entre incluidos y excluidos, entre poderosos y vulnerables o marginados, entre pobres y ricos, como sin duda asoma con fuerza inusitada en la sociedad occidental moderna, incluso en las relaciones entre los estados, entre las diferentes patrias separadas por el odio al semejante en lugar de unidas por la estima, por el amor. Entre las aproximaciones al ideal, el mismo capitalismo había logrado antes del llamado neoliberalismo formas más humanas y dignas de convivencia, aun cuando distara todavía del ideal de igualdad entre los semejantes.
He dicho antes de ahora que la igualdad no es un valor superior a otros que supone la dignidad humana. Pero representa un presupuesto de otros valores que ella afirma. Por de pronto, representa un presupuesto de la inclusión de todos en el sistema de convivencia y los seres humanos hemos de alcanzar ese nivel de alguna manera para vivir dignamente unos y otros. Mientras no lo alcancemos nos dividiremos entre usurpadores y usurpados, entre poderosos y vulnerables, entre patrones y siervos, entre imperialistas y colonizados. Sólo podemos ser fraternos si reina cierta igualdad entre nosotros, pues no se reconocen como hermanos quienes someten al otro o son sometidos por el otro. Sólo reina la libertad entre quienes son iguales, pues el poder de unos sobre otros representa a la sinonimia de la sujeción. Bastaría recitar algunos versos del Martín Fierro para reconocer ambas realidades. La igualdad entre los seres humanos es la meta del camino a recorrer y, al mismo tiempo, su comienzo, la esperanza.
Lamentablemente, nosotros como país, y como región del universo, estamos muy lejos del ideal igualitario. Y, para mayor lamento, interrumpimos los caminos hacia él impidiendo arribar a la meta, volviéndolos primero intransitables y destruyendo después lo que de ellos resta. Por ello, nunca podemos afirmar con rigor la democracia como modo de vida político e institucional.
* Profesor emérito UBA.