El menú
Canapé de sátiros diminutos.
Bruschetta de calamares lascivos.
Copas seminales de asteriones.
Terrina de marcianos en celo.
Vírgenes marías en escabeche.
Ceviche de poetas amargos.
Rolls de casquivanas viejas.
Macedonia de viejos verdes.
Vinagreta de obispas mesiánicas.
Los invitados
La potranca de peluche, el ingeniero cacofónico, la atleta de oro con el dínamo estrellado en el parabrisas del tiempo.
La regenta parada en sus dos patas.
Siguiéndolos, la verduga que se arrancó la cabeza inservible y la donó a Cáritas.
Al instante, por inercia, o por contagio, el cantante de operetas italianas que se arrancó la lengua de cartón y armó suvenires para los niños pobres.
El torrente bienhechor drena, drena, drena como un ácido sulfúrico que separa bien el bien.
La Poncia Pitalo que bebe grandes sorbos de alcohol en gel y eructa bendiciones imperecederas.
Los cardenales que hacen pío pío.
Los santos que no hacen pi pí porque son estatuas.
Los salmones que nadan contra corriente.
El acontecimiento
Alguien trae en andas el brazo derecho del Papa que viene de paseo a mostrarnos su codo izquierdo con el que juega al Pasapalabra.
Ni sabe a melón ni lo convierte en pintor de brocha gorda.
Los aleluyas de urutaú cruzan la Cordillera de los Andes montados en nubes y mulas, con semejanzas más o menos impactantes, por no decir más.
¡Dios mío, qué hermoso es Cervantes!
¡qué puto el marqués!
¡qué dulce la pelambre de los ángeles!
¡que redondo el culo de Kerouac!
¡qué andrógina la luna llena!
¡qué histéricas las vírgenes marías!
¡qué hipsters las sor juanas!
¡qué palo de lluvia el monseñor!
EL discurso
Él ha malvivido por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa; y ha debido beber esteroides eclesiásticos, por mi culpa, por mi culpa, por mi culpa; y ha chupado sacramentales peyotes de fe, por mi culpa por mi culpa por mi culpa. Y le ha hecho ojitos al diabolo, por mi culpa por mi culpa, por mi culpa. Y toma mate con yerba Taragüí, por mi culpa, por mi culpa, por mi culpa.
La consecuencia
Pasar del estereotipo al poema,
del poema al texto,
del texto al no‑texto,
del no‑texto a la intencionalidad,
de la intencionalidad a la última página del diario,
de la última página del diario al encuentro de la meta definitiva.
Pero, ¿cuál es la meta definitiva?, me preguntás.
La meta se escribe lentamente sobre una pantalla
que luego se encolumna en un tabloide,
que luego se imprime,
que luego se arma,
que luego se apila,
que luego se ata,
que luego se lanza dentro de un camión,
que luego viaja por autopista,
que luego es arrojado sobre la vereda,
que luego es recogido,
que luego es expuesto,
que luego es comprado,
que luego es leído,
que luego es desechado.
Pero en algún momento, el estereotipo que se chupa el dedo, que tiene forma y género pero se chupa el dedo, y nunca se ha vuelto loco, ni ha lamido el sexo de otro estereotipo llamado poema, se cuelga de las raspaduras de sus propios cuernos y se columpia, carente ya de reflejos. Y sus ojos, en el rostro inmóvil, suplican por una sintaxis corriente, por una prédica fácil de versos tragamonedas, cortados a cuchillo, salpimentados con cordura. Una papilla a veces suave, a veces un poquito rústica, para que los obispos y las academias los mastiquen sin dificultad aunque los llene de gases.
Tal como ha sido hasta ahora. Amén.