El Gobierno venía varios puntos abajo en la pulseada con los mercados y estaba desesperado por cantar algún gol. Pudo hacerlo en el cierre de semana con la estabilización de la cotización del dólar, que detuvo provisoriamente su corrida alcista regresando en torno a los 38 pesos luego de haber rozado los 42. La causa del respiro no fue esotérica ni climática, sino las señales desde el FMI, el nuevo ministerio de Economía. De acuerdo a los trascendidos, el precio actual de la divisa, en torno a los 40 pesos, era el buscado por el Fondo y por eso se habría levantado la restricción, nunca respetada, de que BCRA utilice las reservas internacionales para intervenir en el mercado. Con el diario del lunes, es decir con los resultados en la mano, podría creerse que la corrida hasta los 40 pesos, aceitada por la transferencia de reservas a menor valor y liderada por grandes operadores, esos que compran de a más de un millón de dólares por vez, fue una decisión política y no una disparada. No habría sido mala praxis de intervención de la autoridad monetaria o el evidente deterioro de los fundamentals, sino la idea de alguna mente brillante según la cual el “dólar de equilibrio” debería rondar la cotización actual. Un regreso de la “cirugía mayor sin anestesia”.
Se trataría del famoso nuevo “tipo de cambio competitivo”, ese que nunca puede ser estable, para ordenar una nueva distribución del ingreso. Debe entenderse que el dólar es una variable distributiva. Hay que repetirlo una y otra vez. Para quienes viven de un salario, cada peso de aumento en la divisa estadounidense es una resta a sus ingresos. Luego, hablar de dólar “competitivo” es una falacia, pues no existe correlación histórica entre la mejora del tipo de cambio y el aumento de las ventas al exterior. Un ejemplo cercano son los datos de 2016, los que nuevamente mostraron que una fuerte devaluación convive con exportaciones estancadas y caída de la actividad. Las devaluaciones no mejoran las exportaciones porque Argentina exporta commodities, es decir, productos que no compiten por precio en los mercados globales. Lo único que se consigue es efecto riqueza para los exportadores y el freno parcial y transitorio de las importaciones, no sólo por el efecto precio, sino fundamentalmente por caída de la actividad económica. Esta contracción del PIB es entonces el verdadero efecto de la devaluación. La secuencia es: caen los salarios, cae el consumo (el componente que representa dos tercios de la demanda agregada) y cae la actividad económica. El freno se potencia en paralelo con la caída del Gasto, es decir con el ajuste del sector público.
Acá aparece la segunda cuestión, el árbol que no deja ver el bosque. El discurso económico quedó en las últimas semanas saturado por sus dimensiones financieras. Hay razones para que ello ocurra. La corrida cambiaria iniciada en abril ya es la más larga de la historia económica reciente y la gran incógnita es si alcanzarán o no alcanzarán los dólares. La respuesta depende de tantos factores que se puede decir cualquier cosa. Depende por ejemplo, de cuánto caerá la economía, de cuánto gastarán los argentinos en el exterior, de cuánto ahorrarán en divisas, de cuánto se exportará y, lo menos dicho, de hasta cuándo los fondos internacionales que todavía tienen papeles argentinos los mantendrán en su poder. Quien acierte el resultado de la combinación de todas las variables, que incluye también los niveles de refinanciación de deudas a su vencimiento, puede sacar patente de gurúes. Lo dicho no quiere decir que las predicciones estén vedadas. Las tendencias son claras. La economía agravó la situación de su restricción externa y de su deuda, que ya se encuentra en torno al 70 por ciento del PIB y nominada en moneda extranjera también en un 70 por ciento. Para financiar estos pasivos necesitará seguir endeudándose y por eso recayó en el FMI cediendo el control de su política económica.
Contra el discurso oficial, recaer en el Fondo no mejoró la percepción de los inversores. El capital financiero global tiene ahora la confirmación de dos certezas. La primera que Argentina debe lo que debía antes más lo que desembolse el FMI, es decir que el país empeoró su situación de solvencia. La segunda es que los programas con el organismo son fiscalistas y que el fiscalismo no sanea, sino que achica, es decir que el PIB caerá y con él la capacidad de generar excedentes.
La recaída en el Fondo asegura que la reducción del déficit primario, y el eventual superávit, dejará más margen para el déficit financiero, es decir para pagar deuda. En los primeros 7 meses del año, con otro valor de la divisa, ya se pagaron 275.000 millones de pesos de intereses de deuda, una cifra que explotará tras la devaluación registrada en agosto. Puede preverse que no habrá ahorro en pesos que pueda compensar el déficit financiero. Hacia adelante el círculo del ajuste es infinito. Los inversores internacionales lo saben y por eso se esperanzan, al igual que algunos miembros del gobierno, en que aparezcan más recursos para financiar la retirada del país, sea del FMI o del mismísimo Tesoro estadounidense, punto que quizá sobrevalore la importancia geopolítica de Argentina.
Otro dato que advierten los especuladores globales es que la caída de la actividad significará caída de recursos fiscales. En declaraciones a la agencia Bloomberg, Mohamed El-Erian, titular del fondo de inversión Allianz que posee más de 4000 millones de dólares en papeles argentinos sostuvo que “la excesiva austeridad” podría afectar a las empresas locales a través de “un colapso de la demanda”. El-Erian no es precisamente el heterodoxo menos pensado, su preocupación es que la pulverización de actividad afecte “la capacidad del fisco de recaudar capital fresco y cumplir con las obligaciones del servicio de deuda”.
Por último queda la cuestión política. Existe un temor cierto entre los acreedores de que el ajuste destruya no sólo la actividad, sino también la popularidad del gobierno, un dato que ya se evidencia en las encuestas. Luego, si el gobierno logra los recursos para hacer frente a sus necesidades de divisas en lo que resta de 2018 y 2019, en 2020 las necesidades serán todavía mayores. No sería un buen momento para tener como interlocutor a un gobierno populista, es decir, que no se subordine a los dictados del capital financiero y el FMI. La demanda del presente, entonces, es que Macri pueda seguir mostrando el apoyo del llamado peronismo racional, el mismo que lo acompañó desde el minuto cero de su administración. El mundo ideal para los acreedores es que el recambio de 2019 surja desde la derecha peronista y la liga de gobernadores dóciles y no del “temible” populismo.