Para un chocolate de madrugada, cambiar de talle una remera o recibir “lo que sea” en pantuflas. El sueño de no salir más de la propia casa y de hacer de los caprichos propios órdenes que cumplen otros es la gran promesa de las aplicaciones como Glovo y Rappi. Llegaron a principios de 2018 a estas tierras y ofrecen un servicio de envíos en el que se presentan como intermediarios entre una “red de consumidores” y una “red de productores”.
Según los informes de las propias plataformas, sólo en la Ciudad de Buenos Aires, más de 10 mil personas fueron capacitadas en los últimos meses y se registraron como riders o glovers. Muchos de ellos son jóvenes y gran parte son migrantes.
Se los ve en la puerta del shopping del Abasto, en el parque Las Heras o la Plaza Serrano a la espera de un viaje. El clásico delivery o mensajero pasa a ser bajo esta jerga “transportador independiente”, y los trajes amarillos y naranjas empiezan a formar parte del paisaje, de Palermo al más allá.
El mecanismo es sencillo. La aplicación, en vez de enviarle el pedido a una pizzería asociada, se lo manda al rider. El delivery va al comercio, compra la pizza y la lleva a la casa del consumidor, quien paga el precio del producto más la propina. La otra opción es la modalidad de los “favores” o “antojos”, para comercios no adheridos y traslados de cualquier naturaleza. En estos casos, el glover recibe un valor por el envío y la aplicación se lleva un porcentaje variable.
Candela Díaz tiene 26 años. Fue glover durante cinco meses y después de su breve experiencia relata cómo el empleo que los primeros días la sedujo con la promesa de “libertad de movimientos” se fue tornando “una especie de túnel sin salida”: la empresa “te alquila la plataforma y, aparte, si querés, te pagás tu monotributo”.
A la caja amarilla que deben llevar obligatoriamente colgada de la espalda para transportar el pedido también hay que alquilarla, al igual que al cargador portátil para el teléfono. “Vos ponés tu bici o moto. Según el puntaje que tenés elegís una franja horaria para estar disponible para viajes. Si no la cumplís, te bajan el puntaje o tenés diferentes castigos. Y te puede tocar cualquier distancia.” En teoría, para quienes se mueven con tracción a sangre se reservan las distancias más cortas, pero eso no se cumple. “He llegado a hacer hasta diez kilómetros en mi bici destartalada, con una licuadora en la espalda. Si te quejás ante el moderador fantasma, te bajan el puntaje.” Después del primer mes de trabajo de Candela en Glovo, “empezó a entrar más gente y cada vez era más difícil elegir viajes de día. Al principio pagaban por hora. Después fue por pedido”.
La empresa se desliga hasta de proveer el casco: “No tenés ART, ni seguro médico. Si te lastimás, no se hacen responsables. Es común que te roben el celular, que es equivalente a lo que ganás por mes. Había un grupo de chat donde a veces te contestaban de la empresa pero si te quejabas mucho, te bloqueaban”.
Detrás de la muletilla de “ser tu propio jefe”, no hay en verdad ni autonomía, ni una puerta de escape a los mecanismo del disciplinamiento del trabajo asalariado, sino más bien ausencia de derechos básicos. El viejo-nuevo mundo del empleo precario que se presenta en el formato de las ya conocidas franquicias (Fridays, Subway, Grido) y de la economía de la plataforma, también llamada uberización, en los últimos años se volvió viral en Argentina.
“Como una de las tantas reacciones ante los despidos masivos, en los 90 se propagó un servicio con una lógica similar: la remisería” es el déjà-vu que trae Eduardo Chávez Molina, investigador del Instituto Gino Germani y especialista en temas de desigualdad. “Ahora, ante la crisis, proliferan estos modos de contratación que apuntan a la desregulación del trabajo a favor del capital. No es casual que en Argentina ya funcione la app para contratar ‘servicios docentes por hora’. La economía de la plataforma es macrismo en estado puro.” Eduardo está empezando un trabajo etnográfico no sólo para comprender qué modos de precarización laboral traen aparejadas estas plataformas, sino también la transnacionalización: “Son empresas muchas veces radicadas en paraísos fiscales. Casi no le tributan a Argentina. Pensemos por ejemplo en Airbnb: te llega la factura a nombre de una empresa radicada en San Francisco o Irlanda del Norte, uno de los países europeos con menor control tributario”.
A fines de agosto, por primera vez en la Argentina hubo un paro de trabajadores de plataforma. Los repartidores de Rappi se manifestaron frente a la sede de la empresa en Villa Crespo. Reclamaron por los permanentes cambios en las condiciones de trabajo. “Si nos consideran independientes, entonces, no nos controlen. Si nos controlan, que nos paguen como trabajadores dependientes”, argumenta Roger Rojas (35), uno de los empleados que se pusieron al frente de la huelga.
Los CEOs de Rappi y Glovo hablan de “economía colaborativa”, pero, para Roger, “si te controlan, si hay sanciones y despidos, no eres libre, ni un socio, es una relación de dependencia disfrazada y el Estado no está interviniendo”. El trasfondo de la huelga fue la decisión de Rappi de modificar las condiciones de prestación del servicio imponiendo a los más experimentados peores viajes y atraer a nuevos repartidores con viajes más rentables. Cuenta Roger que “se nos están acercando otros empleados de otras plataformas que funcionan bajo la misma lógica”. A los de Glovo hace poco “les prometieron una ART, pero fíjate qué tramposos: se lo tiene que pagar cada empleado y además Glovo cobra comisión por cada ‘cliente’ que le consigue a la aseguradora”.
Sigue Roger: “Desde que empezamos los reclamos, Rappi contraatacó con el ingreso descontrolado de personal: 150 por día. Cada vez tienes menos viajes. Tus días se reducen a estar unas once horas en la plaza esperando que te caiga una migaja. Te queda a fin de mes, si tienes suerte, dinero para pagarte una pieza. Es la esclavitud moderna”.
Si las plataformas no fijaran los precios, la jornada, los controles y la ejecución del trabajo, se podría hablar de los glovers como trabajadores autónomos. Pero, según explica el abogado laboralista Juan Ottaviano, eso no es lo que sucede: “Usar la tecnología para disfrazar relaciones de trabajo por relaciones autónomas no es nuevo. La novedad es que la economía de plataforma permite eficientizar mercados de transporte de productos y personas, o de servicios en general. ¿Es la tecnología en sí misma la que precariza? No. Se trata de relaciones de trabajo tradicionales en donde el avance tecnológico se usa para la intensificación del trabajo y la producción, como pasó siempre”. Para Otaviano este modo de proceder de las empresas “no es legal en ningún punto. Todos los tribunales del mundo desarrollado están fallando en el mismo sentido: es trabajo en relación de dependencia”. Y concluye Eduardo Chávez Molina: “Como consumidor te venden la ilusión de estar arribando al siglo XXI, cuando en verdad es la destrucción del Estado de Bienestar del siglo pasado. Primero caen en la volteada el joven y el migrante pero cuidado, consumidor, tarde o temprano te va a llegar a vos”.