Horacio Guarany, uno de los artistas más populares de la Argentina, falleció ayer a los 91 años, de un paro cardíaco. Murió en Plumas Verdes, su casa de Luján, donde había establecido su lugar en el mundo, entre dos hectáreas de parque con sauces, un olivo, un nogal, ceibos en flor, una quinta con frutales, decenas de rosales, varios caballos y perros, cancha de bochas y quincho con bodega generosa. Tras conocerse la noticia de su muerte a través de las redes sociales, sus familiares indicaron que sus restos no serían velados.
La figura de Guarany marca de algún modo toda una etapa de la música folklórica argentina. Es aquella que se remonta a épocas de gloria para este género, la del “boom” que quedó registrado como un momento específico para la industria y los consumos culturales de este país. La época, por ejemplo, de “Angélica”, una zamba “descubierta” por Guarany, creación de Roberto Cambaré, por entonces su guitarrista. El cantor también dejaría impresas en el cancionero de todos creaciones propias, populares al punto de volverse anónimas en el boca en boca. Desde “Si se calla el cantor” hasta “Puerto de Santa Cruz”, o “Caballo que no galopa”, “La villerita”, “Pescador y guitarrero”, y “Cuando ya nadie te nombre”, que en su momento hicieron vender discos de a decenas de miles y aún hoy se encuentran entre las más escuchadas por Spotify.
Guarany decía que escribía las canciones “de un tirón”, o “como dictadas”. Y tenía una visión particular sobre la idea de “éxito”: “¡Qué sé yo! Yo las hago, las grabo, después las venden. Yo no me propongo que la gente las cante, ni me dedico a eso. Tengo más de mil canciones”, explicaba. “Y tampoco me interesa pensar en el éxito: el éxito es como las palomas, si las querés agarrar, se vuelan. Reconozco que puedo resultar extravagante, o mentiroso, pero soy así. A veces pienso que soy marciano, porque vivo distinto a todos los demás. Un día tenía cien mil pesos en el banco, y me puse a pensar: pero si yo no los tengo, tengo un papelito, lo están usando ellos. Fui, los saqué, me compré un barco y me fui a vivir al barco. Un yate hermoso, grande. Enseguida me empecé a aburrir ahí arriba, entonces escribí en cinco meses tres libros. Sapucay, El loco de la guerra y Las cartas del silencio. ¿Cómo hago para escribir? ¡Qué se yo! Me sale. Será que el flaco INRI está al pedo allá, y dice bué, le voy a mandar una canción a este”, graficaba su inspiración.
Tan discutido como adorado, Guarany concentró en la misma persona al camarada inflexible, al que cantaba con la izquierda y cobraba con la derecha, al autor de aquellas canciones de amor y también de canciones “de protesta” que atravesaron varias generaciones, el que tuvo que marchar al exilio para volver más popular aún, al amigo personal de Carlos Menem (tanto, que alguna vez aseguró que el ex presidente ideó su eslogan de campaña en base a una frase suya: “Carlitos, yo sé que vos no nos vas a defraudar…”). Al que se despidió mal de Jesús María, festival que más tarde le perdonaría el desaire. Al que hizo del cantar fiero y fuerte un arte para multitudes. A uno de los pocos que con fundamento podía decir: “me aplauden hasta cuando me equivoco”.
Se podría decir, también, que la historia de Guarany resume la del folklore argentino –y por qué no, la del país– en las últimas décadas. No deja herederos artísticos, al menos directamente. Quedan numerosos y poco probables imitadores, varios aduladores y algunos homenajes discográficos que llegaron más bien desde el ala derecha del espectro artístico del folklore (como el que el Chaqueño Palavecino le hiciera en 2008, Abrazando al caudillo).
Antes de ser Horacio Guarany, este cantor y compositor fue Heraclio Catalino Rodríguez. Así lo anotaron un 15 de mayo de 1925 en Las Garzas, Santa Fe, en pleno monte del Chaco santafecino. Fue uno de los catorce hijos de un padre indio y una madre española, que a sus seis años tuvieron que “prestarlo” a unos primos que manejaban un almacén de ramos generales. Así, al menos, el pequeño podría comer a cambio del trabajo que pudiera hacer. La suya podría haber sido una de las tantas historias de infancias pobres si no fuera porque allí, de algún modo, ese niño que solo llegó a estudiar hasta sexto grado comenzó a destacarse. “Me prestaron en un boliche y ahí me crié, lejos de mis padres. Pero a los 6 años yo ya escribía canciones. Venían los payadores, los cantores, y los escuchaba. ¿Influyó eso en mí o yo ya venía con el canto adentro? No lo sé, no pienso en eso, no calculo las cosas. Sé que soy un cantor, y uno bueno, aunque no siempre lo digo, para hacerme el humilde”, se describía él mismo.
Fue en ese boliche de Alto Verde, entre gallos de riñas y caballos de cuadreras, donde el chico que todavía no era Guarany conoció el sonido de las guitarras de los payadores, y cantó en público por primera vez. De allí hasta convertirse en un artista profesional, y en uno de los más populares, el cantor marca en su biografía otro hito inesperado: fue cuando la soprano china Liu Shu Fang, cantante estrella de la Opera de Pekín, se llevó el primer tema que compuso este por entonces joven e ignoto cantautor que probaba suerte en Buenos Aires, convirtiéndolo en éxito. A través de ella su tema, “Regalito”, llegó a la Unión Soviética, y en 1957 Guarany fue invitado a participar del Festival Mundial por la Paz y la Amistad de Moscú. Esa actuación, dice, marcó su carrera, porque allá grabó y hasta filmó una película, y, como suele suceder, volvió como un artista argentino que triunfa en el exterior. Recordaba Guarany: “Acá yo ya andaba cantando, había formado un conjunto, pero andaba a la marchanta. Había grabado un disco sin pena ni gloria. Cuando volví de Moscú me enteré que el disco era un éxito acá. Miguel Franco, que era como el Tinelli de hoy, lo pasaba en su programa de Radio Argentina. A partir de ahí ya me llamaron para hacer Radio Belgrano, después Splendid, después El Mundo. Nueve meses en radio, cuando no había televisión, era algo grande. Y ahí ya pegué el salto. ¡Mirá vos qué destino, todo por Liu Shu Fang!”, se reía.
“Pueblo”, “Potro”, “Diablo”, “Cabezón”, “Loco”, son los apodos que Guarany fue cosechando con el tiempo, todos justificados. Tras su afiliación en 1950 al Partido Comunista, su gira por Moscú en 1957 y su posterior exilio entre 1974 y 1978, amenazado por la triple A, Guarany transitó una parte de su carrera convertido en el arquetipo del cantor de protesta. “Para mí es un orgullo que me hayan echado del país. Me ofrecieron varias veces indemnizarme, yo jamás lo aceptaría”, aseguraba. “Ahí también pasó algo metafísico. A mí me habían amenazado muchas veces, no les hacía caso. Pero esa vez habían matado a Atilio López, el vicegobernador de Córdoba, después a Silvio Frondizi, hermano del presidente... Ahí ya no me gustaba nada que me llamaran para decirme que estaba condenado, junto con otros artistas, entre ellos Nacha Guevara, Norman Briski, Héctor Alterio. Lo llamé a mi representante y le dije loco, me tengo que ir. Me contestó: parece una joda, o una trampa, pero justo hoy llamaron para contratarte de México. Pasé unos días escondido en un gallinero de Valentín Alsina, después en casa de un amigo, y de ahí a México. ¡Increíble, me habían llamado el mismo día que decidí irme! Vaya a saber qué cosa hay ahí, ¿no?”, recordaba.
Presente en el Festival de Cosquín desde su primera edición, en 1961, Guarany fue el que después, en la tercera, aconsejó a la comisión organizadora que contratasen a un joven locutor de Buenos Aires: Julio Marbiz. Entre los numerosos mitos que rodeaban su magnética figura, el del vino aparece como el más recurrente. Se decía, por ejemplo, que de las canillas de su casa en lugar de fría y caliente salían blanco y tinto. El tenía una explicación para este mito: “En los 70 compré una vieja casa que se vendía al lado de la mía, en Coghlan. Un amigo me dio la idea: no la tirés abajo, vamos a arreglarla y a hacer un lugar para juntarnos, como un club. Macanudo. Hicimos una hermosa sala, con parrilla, piano, todo. Le pusimos ‘El templo del vino’. Entre otros ahí estuvieron Edmundo Rivero, Chupita Stamponi, los Quilla, los Ábalos, Tejada Gómez. También solían venir Graciela Borges y Olga Zubarry. En la inauguración la bodega estaba bajo llave. ‘Che, loco, ¿y el vino?’, me decían todos. ‘Bueno, abran la canilla’, les decía yo. No me creían, hasta que alguien abrió una. ¡Se armó un quilombo! ¡Salía vino hasta por el inodoro! Yo había cerrado la entrada de agua de la calle y llené el tanque de vino. Parece increíble: yo he hecho cosas importantes, por ejemplo, le puse música al Martín Fierro. Pero hasta el día de hoy, la gente cree que yo en mi casa me sirvo vino de la canilla”.