PáginaI12 En Canadá
Desde Toronto
Pasaron ya tres lustros desde la aparición internacional del nuevo cine rumano, que tuvo su primera consagración en Cannes con La noche del señor Lazarescu (2005), de Cristi Puiu. Desde entonces esa cantera no ha dejado de dar películas de excelencia y todo un rosario de flamantes directores, a cual más talentoso. Iniciado como asistente de Puiu, no se puede decir que Radu Jude (Bucarest, 1977) sea un recién llegado, pero a diferencia de Corneliu Porumboiu, Cristian Mungiu o Calin Peter Netzer, por citar apenas un puñado de sus colegas más premiados, no tiene todavía el reconocimiento que se merece. Su quinto largometraje, No me importa si pasamos a la historia como unos bárbaros, está entre lo mejor de la selección de este año del Toronto International Film Festival y viene a ratificar la personalidad de un director que no se parece a ningún otro de su generación.
Las comillas del título no son un capricho: se refieren a una cita textual del mariscal Ion Antonescu (1882-1946), que pasó de ser considerado un héroe nacional a terminar ejecutado como responsable de uno de los mayores –y menos conocidos– genocidios del siglo XX, la llamada Masacre de Odesa, cuando a fines de 1941 el ejército rumano de ocupación asesinó a unos 50 mil habitantes judíos de la región, provocando la admiración del mismísimo Goebbels.
El nuevo film de Jude, sin embargo, no es una película de época. Todo lo contrario: se diría que –en un gesto de modernidad absoluta– reniega de la posibilidad de reconstruir en términos realistas un acontecimiento semejante. Lo que hace Jude es abordarlo desde el más puro tiempo presente, con procedimientos inspirados en el distanciamiento brechtiano. Una joven directora teatral es contratada por el ayuntamiento de Bucarest para hacer una representación festiva en una de las mayores plazas de la ciudad. Y ella elige, nada menos, que recrear la masacre de Odesa, mal que les pese a las autoridades. Porque si hay algo que deja claro No me importa si pasamos a la historia como unos bárbaros es que ése sigue siendo un hecho oscuro, vergonzoso y negado de la historia rumana.
Tanto en La chica más feliz del mundo (2009) como en Todos en nuestra familia (2012) y Aferim! (2015), el director había dado muestras de un humor muy cáustico y corrosivo, que aquí se vuelve aún más ácido. La directora ensaya su espectáculo en el Museo Nacional de Historia y saca de allí toda su utilería, desde los uniformes hasta los fusiles pasando incluso por unos tanques. No pretende trabajar con actores profesionales sino con gente común, una suerte de improvisada Armada Brancaleone, que es la primera en ponerle objeciones. Un matrimonio mayor, por ejemplo, se niega a participar del acto porque tienen que hacerlo junto a otros que dicen que no son rumanos, sino “gitanos”... Otro pueblo perseguido en Rumania, como Jude ya lo recordaba en Aferim!
El mayor enfrentamiento será, sin embargo, con el encargado de Cultura de la ciudad, que en los términos más civilizados le pide a la directora que modere su espectáculo, “para que los niños no se asusten”. No se trata sin embargo de un burócrata cualquiera sino de uno que está a la altura de su oponente. Las discusiones dialécticas entre el funcionario y la directora, realizadas en unos virtuosos planos secuencia, mientras uno y otra –a la manera festiva del Godard de los años ‘60– se tiran por la cabeza citas que van desde Hannah Arendt a Steven Spielberg, están entre lo mejor de una película plena de hallazgos. “A los rumanos siempre nos parece mejor recordarnos como las víctimas del comunismo –dice la directora, en alusión quizás a algunos de los colegas de Jude, como Cristian Mungiu–, pero nos olvidamos que también fuimos verdugos”. A lo que el funcionario, con un cinismo muy acorde a los tiempos que corren, le responde: “Toda Europa era antisemita en esa época y entonces nosotros también nos hicimos europeos...”
Sobre otro hecho oscuro de la historia del siglo XX se ocupa Process (El proceso), el nuevo documental de ese maestro del género que es Sergei Loznitsa. Nacido en 1964 en Bielorrusia, por entonces parte de la Unión Soviética, Loznitsa se formó primero como matemático en el Instituto Politécnico de Kiev (Ucrania), pero se dedicó al cine después de estudiar en Moscú y en la Escuela Documental de San Petersburgo, de donde también salieron los primeros trabajos de Alexandr Sokurov. Prolífico como pocos cineastas hoy día, Loznitsa estrenó en febrero pasado en la Berlinale el documental Día de la Victoria, en mayo en Cannes la ficción Donbass y ahora en Venecia y Toronto este Proceso cuyo título y contenido le deben por cierto mucho a Kafka, aunque todos sus materiales provienen de documentos de la ex Unión Soviética.
Si hay una especialidad que se le da particularmente bien a Loznitsa es justamente la de dar nueva vida a materiales de archivo, al denominado found footage. Si en Bloqueo (2005) recreaba la heroica resistencia al sitio de Leningrado y en Revista (2008) desnudaba los absurdos, agobiantes rituales del estalinismo, ahora en El proceso Loznitsa exhuma imágenes y sonidos del primero de los llamados Juicios de Moscú, quizás el más olvidado, en tanto quienes comparecieron en el banquillo no fueron líderes políticos prominentes como Grigori Zinóviev y Lev Kámenev sino una docena de ingenieros a cargo de la industria soviética, acusados de traición a la patria.
Durante poco más de dos horas, es posible asistir –como si una máquina del tiempo pudiera depositarnos en el invierno de Moscú de 1930– a la lectura de los cargos por parte de los jueces, a las severísimas acusaciones de un fiscal cuya villanía lo hace parecer escapado de un melodrama y a los sumisos descargos de los acusados, que se declaran ellos mismos culpables y arrepentidos. Atizado por las noticias que se propalan desde el juzgado, el pueblo pide en las calles la pena capital para esos traidores.
Nada de lo que se ve y escucha en esos 127 minutos hace suponer que el juicio –que terminó con condenas a muerte y trabajos forzados– haya sido fraguado. Un breve texto final a cargo del Loznitsa aclara sin embargo que la Historia detrás de la historia es más compleja de lo que muchas veces sale a la luz. Esa farsa kafkiana fue orquestada por el politburó de Stalin para desviar la atención pública sobre el fracaso de la política industrial de ese momento y la necesidad de encontrar unos chivos expiatorios que, lejos de ser ejecutados, terminaron trabajando en la oscuridad bajo la supervisión de la OGPU, la policía secreta del régimen.
En el apogeo de las “noticias falsas” y las “guerras judiciales”, que también tienen su versión local en la Argentina, nada más oportuno que este documental de Loznitsa sobre el poder de la manipulación mediática. Como dice el propio director, parafraseando a Godard: “Process es el único ejemplo que conozco de un documental en el que vemos 24 fotogramas de mentiras por segundo”.