Alexander Calder (EE.UU., 1898-1976) es un artista clave del siglo XX, que en los años veinte comenzó a hacer “dibujos” con alambre para generar volúmenes ilusorios, suspendidos, generando obras de volumen sin masa y con poco peso, pero con cualidades vibratorias, que comenzaron por revolucionar la escultura para luego influir sobre otras artes y sobre el modo en que el arte había sido pensado hasta entonces.
La exposición “Teatro de encuentros”, organizada por la Fundación Proa y la Calder Foundation (de Nueva York), con curaduría de Sandra Antelo, traza un amplio panorama de su obra a través de unas sesenta piezas que el artista realizó entre 1925 y 1974.
Como explica Alexander S. C. Rower, pesidente de la Calder Foundation (de Nueva York), “Calder es reconocido como el primer artista verdaderamente internacional del siglo XX. Entre 1926 y 1933, cruzó el océano Atlántico doce veces. En Europa y los Estados Unidos, los espectadores de vanguardia recibieron con entusiasmo el Cirque Calder (Circo Calder), su pionera obra de arte performativo, y sus móviles abstractos, puntapié inicial de una revolución cinética en el arte moderno”.
El Museo Nacional de Bellas Artes de nuestro país presentó en 1971 la exposición Escultura, acuarelas y dibujos, grabados, libros ilustrados y joyas de la colección del Museo de Arte Moderno de Nueva York, una muestra itinerante de obras de Calder, organizada por el MOMA, que también se exhibió en Colombia, Uruguay, México y Chile.
Lo primero que aparece cuando se nombra a Calder son sus móviles, una suerte de escultura suspendida, realizada, entre otros materiales, de chapa y alambre, que se mueve por acción de las corrientes de aire, produciendo múltiples combinaciones y formas. El artista también creó esculturas estáticas con movimiento implícito, los “stabiles”.
En el caso de los “móviles”, fue el nombre que les puso Marcel Duchamp y en el de “stabiles”, fue una denominación de Jean Arp.
La colaboración entre Calder y Duchamp comenzó en 1931. Un tiempo después, Duchamp escribió sobre las obras de Calder, “La sinfonía se completa cuando se suman el color y el sonido, haciendo un llamado a que nuestros sentidos sigan una partitura invisible”.
En las piezas de Calder, muchas veces es el espectador o el viento el que las modifican activando el movimiento, la indeterminación, las formas y los sonidos inesperados.
Las piezas con que se abre la exposición deslumbran por su carácter mínimo, perfección, linealidad, y por lo radical de la propuesta. Son formas de alambre que sugieren volumen y evocan personajes o escenas: Acróbatas (1929), Hércules y el león (1928), Helen Wills II (1928), Jimmy Durante (c. 1928), Pecera (1929).
Como en su “circo” de los años veinte y treinta, sus obras complejas, sus extraños sistemas, producen un borramiento entre categorías y funciones que hasta entonces estaban fijas: artista y público, obra estática y performance, escenario y auditorio, arte y contexto.
Al realizar piezas suspendidas, Calder avanza sobre la idea que había de lo escultórico. En el catálogo de la exposición se cita al crítico de arte George Baker, quien argumenta que luego de Rodin y Brancusi, “la escultura moderna había considerado esta negación, la necesidad desesperada de desconectarse del suelo para anular la obstinada conexión entre la escultura y su analogía: el cuerpo humano enraizado. Sin este paso, la escultura siempre sería un eco de la figura humana, una estética residualmente figurativa hasta el fin. Y si la escultura ya no era un cuerpo, conectado a la tierra y pesado; si la escultura ahora podía volar o flotar sin amarres, esto conlleva dos negaciones adicionales. A diferencia de la pesada masa de la escultura tradicional, el objeto de Calder mostraba una estética de la ingravidez, una escultura marcada por la liviandad y la fragilidad. En contraste con la terca inmovilidad de la escultura, eternamente estática e inmutable, la obra de Calder acogió el movimiento, una serie de objetos abiertos a la contingencia y el azar. Calder absorbe la base dentro de sus construcciones independientes, sin distinción”.
El propio Calder evoca su deslumbramiento cuando en 1930 visitó el taller de Mondrian y vio sus formas, el modo en que concebía el espacio. A partir de esa visita Calder le pone fecha de inicio a su propia búsqueda en la abstracción (véase aparte).
Según escribe la curadora sobre la obra de Calder, “no es un producto sino un evento, un momento de la vida misma haciéndose, un becoming –un continuo devenir sin comienzo ni fin– . Es la existencia perpetua de las relaciones entre los elementos de la obra de arte y la imaginación del espectador, moderada solo por el azar y el tiempo”.
* En la Fundación Proa, Pedro de Mendoza 1929, hasta el 13 de enero de 2019; de martes a domingo, de 11 a 19. Entrada: $80; estudiantes, docentes y jubilados: $50; menores de 12 años: gratis.