Se impone un desagravio a la locura. Las decisiones del Presidente son producto de su cordura.
“Tengo que estar tranquilo, porque si me vuelvo loco les puedo hacer mucho daño a todos ustedes”, le dijo Mauricio Macri a una vecina mendocina que le preguntó por su salud.
El problema de la Argentina no es la potencial locura del primer mandatario sino la realidad que forjó a partir de sus directivas, sus elecciones, sus alineamientos.
La locura suele usarse para enmascarar las atrocidades del poder.
Las prioridades de un gobierno que considera a la educación pública una desgracia en la que “se cae” son las que se reflejan en la postergación de los salarios docentes, en la reducción de los fondos para ciencia y tecnología, en la eliminación de todo proyecto que suponga desarrollo soberano.
Puede sonar remanido recordar que se eliminaron retenciones al campo mientras se impulsó la devaluación para seguir beneficiando a los más beneficiados. Que ahora, casi tres años después, se puso un impuesto vergonzante de 4 pesos por dólar para recaudar algo en medio de la debacle. Todo un estímulo a que la divisa le siga ganando al peso.
Es la cordura del Presidente, cimentada en la ideología de Cambiemos, la que habilitó el descontrol absoluto de la fuga de divisas, la que sigue alentando la pulverización de la moneda que arrastra salarios y jubilaciones.
Es desde la cordura que Macri juega con las inclemencias del tiempo para envolver las palabras con las que tiene que admitir la “emergencia” y trata de obnubilar a la sociedad y deslindar su responsabilidad.
Al Presidente se lo ve tranquilo. Su tranquilidad intraquiliza. El daño que emana de esa calma es la causa de la angustia de millones.
El dominio de la razón tiene consecuencias, supone conciencia de los efectos de las decisiones. La cordura no es inimputable.