Han pasado cuarenta y cinco años desde que, pocos días después del sangriento golpe militar de Pinochet contra Salvador Allende, falleció el poeta Pablo Neruda, a quien aquí se evoca con respetuosa y crítica alabanza. Poeta comprometido, poeta militante, poeta forzado a la lucha social por la realidad que lo entornaba y por sus propios ideales de justicia, Pablo Neruda asume (para sí y para su oficio) la responsabilidad de una función social muy específica. Pero ¿en qué plano se jugaba la célebre conjunción nerudiana entre arte y política? ¿Cuáles fueron (y son hasta hoy) los límites de uno y otro territorio, cuáles sus préstamos, cuáles sus deslizamientos?
Es evidente que la obra poética de Neruda no puede visualizarse como una línea recta en constante desarrollo y progresión. Ella contiene los altos y bajos de toda producción cuantitativa y cualitativamente gigantesca, y abarca tanto la poesía hermética e intelectual como la abierta, llana y sensitiva, la poesía amorosa o la social. Desde una primera gran poesía juvenil, atravesada por la tentativa whitmaniana de dibujar un vasto poema que contuviera el universo (especialmente en su más corpórea materialidad), los versos del chileno parten de una mirada solitaria y subjetiva, y pugnan a lo largo de los años por insertarse en la sociedad civil y política de su patria y del mundo. Este esfuerzo, que puede observarse en el Canto General, en las “Odas” y, es notorio, en Canción de gesta o en Incitación al nixonicidio y alabanza de la revolución chilena, tampoco se plantea de un modo pacífico y sin caídas. (Al respecto, parece un buen ejemplo Fin de mundo, uno de los libros que, en esta línea, surge como más problemático, crítico y autocrítico.) En todo caso, se trata de distintos aspectos de una misma intención: la que ha pedido de la poesía el cumplimiento de ciertos papeles que, tradicionalmente, han estado a cargo de otros discursos sociales.
No quiero afirmar ligeramente que se trate de una única tendencia nerudiana, puesto que coexisten, creo, recogimientos más sutiles, huidas emotivas, distancias de susceptibilidad y, en el plano del estricto trabajo lingüístico, preocupaciones agudas por la formalización de los textos. Quiero, en cambio, señalar que esa tendencia, tal vez por dominante, impresiona, y de algún modo prevalece en la consideración de la figura toda. Preferiría, por eso, detenerme un instante en la serie de “Odas”, y en especial en su primer libro, ya que ellas a mi parecer contienen las ideas fundamentales de lo que habría sido esa poética desde los tiempos de Caballo verde para la poesía, la revista que sacó en España poco antes de la Guerra Civil.
En este primer libro de odas, Odas elementales, de 1952 (la crítica considera que hay por lo menos otros tres: Nuevas odas elementales, de 1956, Tercer libro de odas, de 1957, y Navegaciones y regresos, de 1959), numerosos textos encaran directamente la cuestión: “El hombre invisible”, “Crítica”, “Hilo”, “Libro (I)”, “Libro (II)”, “Poesía”, “Poetas populares”, amén de alusiones dispersas en varios otros poemas. Una observación sobre el “Orden del libro” (así llama al habitual “Indice”) podrá ayudar a completar las reflexiones que vendrán después. El hecho de que el mismo esté, como se dice, ordenado, según una expresa continuidad alfabética, no parece desprovisto de significación. Al consagrar la paridad de niveles, al no establecer ninguna otra categorización, al decretar esa sincronía no pautada, sucesiva y, no obstante, estática, se nos sugiere que hay una sola elección, depositada en el alfabeto. Mejor dicho, una doble elección, ya que se confía en la palabra heredada como “ordenadora” del caos de los elementos, idea confirmada a lo largo del libro al no postularse la tarea del poeta como la de alguien que elabora la palabra sino como la de quien solo la transmite.
En el poema que encabeza el libro (y en algunos de los que he mencionado), Neruda monta un verdadero dispositivo teórico que consiste en menoscabar un tipo de trabajo poético, y en consagrar, tácita y expresamente, el opuesto. En esa contraposición, toda la poesía que haya tenido como centro de su problemática la individualidad creadora es objeto de burla y de condena. La soledad, el amor de la pareja cerrada al exterior, el sufrimiento espiritual, el miedo a la muerte personal, el dolor de uno, son minimizados frente al reclamo de la necesaria pluralización de la palabra poética, de su popularización. Esa tarea (que en Neruda fue ciertamente fruto de una reflexión personal y de un pasaje voluntario en la elección de temas y de técnicas) se postula ahora como un deber ineludible: la realidad económica, la realidad social y la política deben estar presentes en la obra, y esta debe hacerse cargo del sufrimiento humano, especialmente del de los oprimidos. El acontecimiento, la lucha cotidiana, el dolor y la esperanza de los otros, pasan a ocupar toda la escena. Para ello, el poeta debe estar atento al mundo exterior, descentrarse y, sobre todo, desplazarse, borrarse, ser “el único invisible”. En su canto, así, cantarán “todos los hombres”. Consecuentemente, los medios de expresión deberán también modificarse para que el lenguaje poético sea pertinente, apto a esta nueva figura del hablante lírico. La palabra y su textura, como el poeta mismo, se vuelven invisibles.
El poeta y su oficio, la escritura y su trabajo, prácticamente se desvanecen. El escritor ya no es alguien que elabora, produce, sino quien hace circular, transmite. Y, para lograrlo, debe hacer comprensible la palabra. Ella será entonces aprehendida: medio, herramienta en manos del vate, su servicio se difundirá, sin trastorno, entre sus destinatarios naturales, “los hombres sencillos”. “Más allá de la forma” se toca la sustancia, la de “los más sencillos”. Ellos son la verdadera vida, el modelo a imitar: “Eres tan transparente/ como el agua,/ y así soy yo,/ mi obligación es ésa/ ser transparente...”. Desde un punto de vista ideológico, o más precisamente político, dicha concepción presume que el destinatario de este tipo de mensaje es una materia simple por el hecho de ocupar los rangos inferiores de la escala en una sociedad dividida en clases. Parece ignorar la complejidad de los seres humanos, de todos los seres humanos, la existencia de problemas comunes a la especie por encima de la ubicación social de los sujetos y, claro está, la historia misma de esa triste “simplificación de los lenguajes”.
Sería, cierto, ridículo “acusar” a Neruda de responsabilidades únicas frente a este tipo de deformaciones ya casi seculares. Pero, antes que la alabanza y el endiosamiento ditirámbico, estéril, creo que la misma grandeza nerudiana merece ser pensada desde otras facetas críticas. La poética de la simpleza y de la sencillez se ha vuelto poco menos que intocable, sin que se sepa muy bien qué beneficios artísticos (de los políticos más valdría no hablar) reciben de ella nuestros pueblos. Como no sean los de la permanente ilusión en un cortés trasvasamiento de la estética a la ética, o aquellos de la autosuficiencia de un lenguaje que compense los despojos de la realidad.
Mario Goloboff: Escritor, docente universitario.