Los medios de comunicación proporcionan recursos para formular juicios en el mundo cotidiano de los sujetos poniendo en circulación tópicos y narrativas, aportando diversos discursos, textos e imágenes que alimentan el diálogo que necesariamente se requiere para la democratización de la sociedad. Pero el contexto contemporáneo combina un creciente empobrecimiento de la información con una cada vez más alta concentración de empresas de medios de comunicación (masiva y digital) en pocas manos y una tendencia imparable hacia la convergencia digital de las telecomunicaciones sobre la que los empresarios están apostando amparados por la ambigüedad y debilidad de los marcos regulatorios estatales.
¿Cómo entender los modos en que los sujetos tramitan, experimentan y dan forma a las prácticas democráticas en este contexto? ¿Cuál es específicamente la actividad de los/as ciudadanos/as en relación con los discursos mediáticos? ¿En qué medida, en qué exacta medida más allá de lo opinable, lo deseable o lo posible, los medios contribuyen al procesamiento de las prácticas democráticas?
En la dimensión de la vida cotidiana se observa una significativa desigualdad distributiva de la información socialmente relevante, no solo en términos económicos y de acceso, sino también, más aún, de la calidad de la información socialmente necesaria para intervenir en deliberaciones públicas: la relación del extractivismo con el medio ambiente; los derechos humanos; la intervención de organismos financieros en la economía; el rol de los aparatos represivos en la sociedad… son solo algunos de los temas sobre los que la ciudadanía cada vez cuenta con menos información. O ésta es más opaca, o está distorsionada.
El deterioro de los términos del intercambio no es solo económico sino también cultural e informacional. Ya en 1994 Aníbal Ford se preguntaba: ¿cómo se informa la ciudadanía sobre lo que pasa en el país y en el mundo? ¿Cómo se construyen las agendas de discusión? ¿Cómo se distribuye y se jerarquiza la información socialmente necesaria para los procesos de decisión económica y política? ¿Con qué herramientas cuentan los ciudadanos para la toma de decisiones? ¿Cómo tramitan esa información quienes son deslegitimados en su propia experiencia vital y, por lo tanto, difícilmente sean considerados interlocutores válidos? Si bien es verdad que el uso y consumo de la comunicación digital implica la aparición de intersticios por donde cierta información “alternativa” puede circular; y que una multiplicidad de voces desfila por estos nuevos medios, en muchas ocasiones los usuarios comparten las visiones del dominante. Lo que está en el centro de todo esto es la relación entre los dispositivos de la democracia y la formación del ciudadano. Más aún: es la propia sinergia entre las innovaciones tecnológicas, las modificaciones en el periodismo –que parece haber abandonado su compromiso con la “verdad”– y la capacidad humana de desciframiento.
Claro que, a tono con una concepción humana de la comunicación, la ciudadanía, afortunadamente, no se constituye solo a partir de lo que dicen los medios, sean estos masivos o reticulares. Las cuestiones públicas se disputan también en la calle, en las manifestaciones, en las instituciones, en la vida cotidiana. Sin embargo, la información socialmente disponible es indispensable para tramitar estas cuestiones y procesar democráticamente los sentidos sociales.
Comunicar implica poner en común. Por eso el verdadero diálogo implica el mutuo reconocimiento de cada uno de los seres humanos como agentes reflexivos con derecho a formar parte de la historia común. Porque la experiencia básica, compartida, de la humanidad resulta de la relación con un otro que vive su experiencia en el marco de situaciones y valores distintos sesgados por la clase, el género, la etnia, la residencia geográfica, las credenciales educativas, etcétera. Y si comunicar implica poner en común, el mismo proceso conlleva dialogar sobre lo diverso de esa experiencia en común y reconocer la diferencia de esa experiencia común. Como una moneda de dos caras, no hay posibilidad de comunicación si no hay algo en común; pero tampoco habría nada que comunicar si no hubiera diferencias. La experiencia de los otros interroga la relatividad de la propia. Por ende, si lo común permite la comunicación, necesitamos “escuchar todas las voces” para poder tomar esas decisiones que atañen a toda la sociedad, que comprometen futuros y que exigen articular los proyectos en una puesta en común de la diversidad de voces. Silenciar algunas solo puede conducir a un fatal desencuentro cuyas consecuencias son imprevisibles.
* Doctora en Ciencias Sociales. Idaes-Unsam / FSOC-UBA