En los tiempos que corren, la expresión “detrás de todo gran hombre hay una gran mujer” figura bien alto en la lista de incorrecciones políticas del lenguaje. Es posible que con justa razón. Pero en La esposa, el debut en idioma inglés del realizador sueco Björn Runge –cuya historia transcurre en 1992, mucho antes del #TimesUp y de la prohibición de fumar en lugares cerrados–, la famosa frase adopta una literalidad insobornable. Basada en la novela del mismo título de la neoyorquina Meg Wolitzer, la historia comienza con un llamado telefónico que pone en movimiento la trama, y trastoca definitivamente los días y noches del celebérrimo escritor estadounidense Joe Castleman (Jonathan Pryce) y su esposa Joan (Glenn Close). La voz desde el otro lado, en un inglés con acento nórdico, viaja desde Estocolmo con buenas nuevas: la carrera de Castleman tiene su broche dorado con el anuncio del máximo galardón, el premio Nobel. La noche anterior, la búsqueda de sexo parecía un trámite a sobrellevar sobre el lecho matrimonial (al menos, para Joan); ahora, la noticia los hace saltar de alegría sobre el colchón, como si fueran dos chicos.
Viaje en el Concorde mediante, el arribo a Suecia obliga a la pareja y a su hijo –acompañante de ocasión, con un gigantesco complejo de inferioridad ante su padre– a transitar obligaciones protocolares que el homenajeado parece disfrutar sin reservas. El ego y la falsa modestia, ante todo. Durante esos primeros tramos, la película logra un equilibrio deseable entre la descripción dramática de situaciones y vínculos, y un tono de humor asordinado que aleja posibles gravedades. La aparición en pleno vuelo de un periodista y escritor especializado en biografías amarillistas (Christian Slater en plan mefistofélico) anticipa sin dar pistas el punto de quiebre de aquello que no tardará en sobrevenir: el resquebrajamiento repentino e insuperable de ese matrimonio que parecía a prueba de balas. Con cuentagotas, una serie de flashbacks irá revelando el comienzo de la atracción y el amor entre los protagonistas, en unos años ‘50 profesionalmente vedados para la mayoría de las mujeres con anhelos de convertirse en escritoras. Dato de color: la versión joven de Joan está interpretada, en un atípico caso de reencarnación actoral y familiar, por Annie Starke, la hija de Glenn Close en la vida real.
A partir de allí, La esposa se transforma en el retrato de una mujer eclipsada por el hombre que tiene a su lado, una dama de compañía, amante y madre preocupada por la calidad de las formas literarias de la producción de un gran escritor que, casualmente, es su marido. Habrá incluso una vuelta de tuerca, un cambio radical en la forma en la cual varias décadas de vida y obra deben ser analizadas. Serán los momentos más intensos pero, al mismo tiempo, los menos interesantes: la catarsis se interpone en las pequeñas sutilezas que habían sabido conseguirse. El de Runge es un film de actores y actrices, y tanto Pryce –en su rol de hombre mayor siempre dispuesto al coqueteo y el donjuanismo, ingeniosamente frágil cuando las circunstancias lo requieren– como Close, ama y señora de toda clase de finuras en miradas, gestos y reacciones físicas, elevan la historia varios puntos por encima de su medianía. Si La esposa debe ser vista como una fábula moral, un relato de venganza inconsciente o una farsa de tonos pastel queda a criterio de cada espectador.