Se interrogan con la intención última de buscar quebrar a la otra. Su hija de doce años estaba en un auto con un hombre de sesenta y una mujer de veintiocho. La hija de ese hombre está junto a ella en el hospital. Tiene poco más de veinte y una ingenuidad hermosa que la deja cortada entre tanto nervio. Las dos quieren saber y, sobre todo, quieren culpar a la otra, quieren hacer de las ilaciones confusas una fuerza detectivesca que arrase la verdad. 

Pero falta otro integrante. El novio de la joven que también estaba en ese auto que chocó, como la pieza más explícita de un cuadro que supone un abuso. A esa imagen inevitable los personajes de Las niñas no deberían jugar al fútbol van a acercase para tratar de eludirla o para representar, en su modo de enfrentarla, un drama que no los involucra.

Marta Buchaca hace hablar a sus personajes desde un conflicto que no soportan y que prefieren desparramar en su partener de turno como una suerte de hostigamiento que los lleve a asumir sus contradicciones. Hay un deseo de retractación que parece actuar por sustitución frente a las acciones que realizaron Lidia y José, lxs dos adultxs enredadxs en ese auto con Ana, la niña que no habla frente a su madre, en un modo sensato de castigarla. 

El fuera de escena es un espacio del que los tres personajes van a tratar de apropiarse para justificar, en ese tribunal donde los roles se calman y resurgen como una marea interna que los contagia, el nudo que envolvió a ese padre, esa novia y esa nena y que los llevó a una cama de hospital, inconscientes .Que no puedan contar, que estén ausentes de la escena, obliga a la hija, al novio y a la madre a asumir una suerte de defensa para resguardar esa desolación de reconocerse como seres desplazados en la vida de quienes creían amar. 

Ese daño se muestra como una primera capa conflictiva que podría resultar engañosa. La dramaturgia de Buchaca se fundamenta en una serie de mentiras, artilugios de la conciencia que necesitan cierta paz frente a aquello que no se puede reconocer ante un desconocido. 

La hija de José, el hombre dedicado al trabajo editorial que parece jubilarse antes de tiempo y asistir al mismo polideportivo que Ana para mantenerse en forma, es el personaje que opera como la autora de la trama. Ella descifra el silencio de Ana y la hace hablar, tal vez porque en el personaje que construye Mora Lestingi hay algo encantadoramente infantil que la vuelve más enigmática y confiable o porque de algún modo, la hija podría identificarse con Ana, podría haber ocupado su lugar en tantas otras escenas que la chica conoce aunque asegure que su padre es un ser integro y noble. 

En esa palabra que la joven interpretada por Lestingi trae a escena podría hablar una fantasía, podría ser una estrategia consoladora o podría escucharse el resoplo de la voz del abusador. Nunca se sabrá si José era ese buen hombre que se había convertido en el guardián respetuoso de una niña de doce años que jugaba al fútbol o si en realidad, lo que busca su hija veinteañera es proteger al pederasta desde su propio pánico. Lo cierto es que en la frase que repite la madre de Ana, las niñas no deberían jugar al fútbol y que usa como una explicación frágil ante su ausencia en los partidos de su hija, se observa un cuestionamiento siempre persistente hacia la conducta de la víctima. Ana es una niña perturbada por el mundo adulto y su palabra solo consigue existir a través de la voz de otra mujer que podrá usarla para defenderla o para destruirla. 

El azar lxs encierra en un conflicto que eligen disfrazar como una ficción que lxs dejará a salvo. La fuga será tan intensa que lxs devolverá a una realidad sin soluciones, sin la expectativa de saber lo que realmente pasó. 

Las niñas no deberían jugar al fútbol se presenta los sábados a las 20 en Nün Teatro Bar.  Juan Ramírez de Velazco 419. CABA.