La izquierda sin sujeto

No hablemos ya de la desconfianza en nosotros mismos. Si realmente creyéramos en el proletariado, si realmente contáramos con su fuerza y no fuese la suya sólo una imagen psicológicamente enardecida para complementar nuestra incongruencia vivida a nivel de lo real, esa energía que teóricamente le asignamos al proletariado realmente hubiera pasado a nosotros: se hubiera hecho acto político, se hubiera hecho teoría nacional, se hubiera hecho literatura revolucionaria. En cambio hemos hecho de la actividad política nuestra “obra de arte”, quiero decir nuestro complemento imaginario que compensara así una deficiencia real que no asumimos fuera de este plano simbólico a pesar de que lo vivimos como si fuese real. Nuestra izquierda, en su mayoría, es expresionista, lo cual es una manera de decir que actuamos, que representamos nuestro propio drama del imposible tránsito de la burguesía a la revolución, tal vez para no reconocerlo, para no enfrentar las condiciones de la realidad misma como doloroso y cruel punto de partida.


Primero hay que saber vivir 

Nuestra reflexión va dirigida a todas las consecuencias que quizás se hubieran evitado si la crítica y el análisis político no siguiera soslayando ahora lo que se había soslayado antes por negarse a dejarse penetrar por la experiencia traumática que vivieron: si hubieran permitido durante tantos y tan largos años que la reflexión filosófico-política abriera el espacio crítico de la violencia en la izquierda y, por qué no, en el más amplio espacio de la cultura ciudadana. Hubiera surgido quizás otra crítica. Hubiera dejado su paso a un único punto de convergencia en la izquierda: el lugar del otro, del sujeto humano, también en la política. Hubiéramos podido aceptar sin vergüenza la defensa del valor de la vida sin ser tildados de cobardes cuando el torrente político los llevaba, valientes es cierto, al borde del abismo. Hubiéramos podido, al comprender nuestras dificultades, nuestras sombras, comprender la de otros y ayudarles, pensando, a participar de ese campo político del que, ante actores, nos habíamos distanciado.

Pero si la violencia es una sola, y es esa de los dos adolescentes asesinados la que se da como ejemplo, son átomos de violencia los que se analizan, monadas de violencia donde culminaría toda violencia humana. Es como si de ese único hecho, donde pasó todo, y donde se resumiría y se conglomeraría toda la violencia humana, donde reverdecieron las categorías inhumanas de la derecha en los sujetos de la izquierda revolucionaria, eso no hubiera tenido consecuencias: como si después y sobre todo antes no hubiera pasado nada que nos tenía también a nosotros como actores. Como si tampoco ese hecho hubiera sido una consecuencia de la superficialidad con la que algunos intelectuales consideraban los acontecimientos de la política, ese descubrimiento que al final los anonada: cuando aparece el rostro del irreductiblemente otro ignorado en el pensamiento filosófico y político de la izquierda. Descubriendo la existencia colectiva de los otros se habían, en el fondo, olvidado de sí mismos.

No porque pensamos que se suscribieron a favor de la muerte porque la desearan. Pienso que sobre eso sentimos en el fondo lo mismo. El problema es por qué ese sentimiento de repudio, que en algún lugar sentían, tuvo que rendirse: ese es el problema que se abre en la reflexión política. Porque si pensamos que todos, al menos en la izquierda y en la población sometida, sienten el valor de la vida compartida, entonces la función de intelectual es ponerle palabras donde ese sentimiento mantenido y por fin reconocido pueda desplegar en la vida cotidiana la verdadera eficacia de la lucha política. Más aún cuando suponemos la existencia en todos, aunque en sordina, de ese llamado imperativo a la vida. El problema que Del Barco soslaya es la eficacia de la vida en la inclemencia en la vida política que la derecha quiere imponernos. Allí reside la eficacia de ellos, pero no la nuestra.

Es lamentable ver los efectos que ese tipo de ocultamiento ha tenido en la cualidad del pensamiento. Ese hecho está encuadrado en un antes y un después, y en ambos los intelectuales hubieran tenido algo que decir, quizás para que no sucediera. Este después quedó demasiado distanciado de ese antes. ¿Pero cómo hacerlo si el reconocimiento del otro como irreductiblemente otro, como rostro, no era aún una experiencia a la que el sujeto de izquierda hubiera accedido? ¿De qué clase de hombres estaba entonces construida la izquierda, aún la más culta y sensible? ¿Para descubrir el rostro del otro como otro era preciso acaso, como pensaba entristecido un poeta, haber leído todos los libros?