Ahora ni siquiera nos miramos. De pasar horas infinitas, días que daban la vuelta entera, noches que se hacían luz y oscuridad sin abrir la persiana, ni nos miramos. Ni me miró. Subí al colectivo y lo vi, sentado al fondo. Hacía años que no lo cruzaba. No sé si él me vio. Si notó que esperaba en la parada y por eso giró la cabeza e hizo como sí, como no, que no me vio, que jamás supo que yo también me tomé ese colectivo.
Es cierto que yo no soy culpable. En alguna medida, hasta puedo considerarme una víctima más. Si la quería, como él, en el momento en que Manuel se lo dijo, es una cuestión secundaria. No sabía nada. Para mí era nada más verla, como si no me viera. Sin esperar que me viera.
Era una locura querer que Lara levantase la vista, dejase de hacer lo que estaba haciendo, rastrillando la tierra de la huerta, tomando apuntes en una reunión, recostada sobre la mesa con la pera apoyada sobre los brazos, cavando una zanja, adornando un salón o disfrazada de payaso el día del niño, desear mezquinamente que abandonara esa atención seria y peleadora que ponía al hacer las cosas, peleadora de tesón y ternura, no destructiva, porque se veía y sabía que no era destructiva esa dedicación exaltada que volcaba en cada cosa. Me sorprendía que pareciera una furia armada, con armas furiosas de su cuerpo, flaca y chiquita, disimulada en el espacio, a veces, confundida entre los árboles o una multitud, casi irreconocible entre las cabezas de los pibitos que la rodeaban y ni siquiera tenían que saltarle para sacarle los caramelos y chupetines de las manos, o tocarle la nariz, o espantarle un monstruo horripilante que parecía la cría malformada de un topo y un mono, un títere que había fabricado con un palo y ropa vieja. Con un brazo hacia atrás lo asomaba mientras ponía cara de inadvertida frente al peligro que la asechaba, se le trepaba por la espalda y emergía por arriba de la cabeza, con unas paletas largas y exageradas y unas manotas cosidas una con otra que le quedaba de coronita, y los pibes empezaban a gritarle y saltaban haciendo gestos y estirando los brazos, y yo la veía como si fuera a dejar de hacer lo que hacía, que abandonara el acto, tirara el monstruo o lo bajara o lo dejara quieto, y notara que yo la miraba como si no quisiera que ella me mire.
Eso el Checho lo supo más tarde, cuando fue inevitable confesárselo. Quizás lo sospechaba, podía deducirlo.
Para ella nunca había sido nada más que simpatía de compañeros. Si no lo supe, lo sé ahora. Yo quise creer que se daba cuenta, lo percibía y maniobraba con eso, conmigo. Pero me daba culpa y me resignaba a convencerme de que no podía y no iba a ser. Así todo parecía más calmo y más fácil, un compromiso más dulce que me perdonaba quererla.
Duró nada, en realidad, fue fugaz: se nos hizo de pronto y se vino abajo. Como tenía que ser, pensándolo ahora, como era irreparable que fuera. Tres años estuvimos yendo cuatro veces a la semana juntos al local, casi siempre en los mismos horarios. Parecía una casualidad, pero yo inventaba un lugar y una tarea en cuanta actividad la involucrara. Iba para ella, en definitiva. Y era como si ella misma fuera toda la justicia y la solidaridad que nos decíamos unos a otros, en voz alta y voz baja; la mayoría de las veces, incluso, sin tener que decirlo.
Con ella y el Checho nos conocimos ahí. Veníamos de lugares distintos y teníamos una inquietud similar. Al Checho se la motivaba la bronca a la familia y el pueblo, la formación gorila como lugar común y respetable, el imperativo de ser médico para entrar a un clínica o participar de alguna organización comunitaria internacional, verlo dando explicaciones en programas extranjeros, como columnista de la CNN o conferencista en una universidad de Estados Unidos. De bronca nomás lo hacía, sin tanto rebusque político. En Rosario se pudo hacer peronista y con su carrera de medicina hizo todo lo que su familia odiaba. Ella, en cambio, era rosarina y se había criado en Tablada. Era peronista de familia, porque iba a la universidad y porque su madre era empleada doméstica. Se acordaba cuando a su padre lo despidieron y cenaban mate cocido y pan o cuanto mucho una olla grande de arroz, al que no podía agregársele ninguna verdura o aceite o queso. Por eso era peronista, decía.
A mí me gustaba esa manera decidía y prepotente con la que se plantaba. Estaba convencida de por qué hacía las cosas. Era como si lo masticara, paciente y firme. Iba al frente y saltaba a discutir ante cualquiera, en cualquier momento, sin medir consecuencias ni tiempos ni provechos, nada más que para discutir. Que dejara saber que no iba a acatar una orden porque sí, por pura obediencia, miraba yo. Que ella lo haría de convencida que estaba. Y después lo hacía, siempre estaba y eso me hacía verla indoblegable. Por eso no le hablé nunca, o le hablé de cualquier otra cosa que nos evitara, que nosotros siempre fuera alguien más que nosotros dos. El Checho fue el primero que le insinuó otras intenciones. O más bien, no insinuó y fue. A los pocos meses se pusieron de novios y lo estuvieron durante los años que militamos juntos.
Nunca pensé lo que pasó. Nadie sabía que pasaba, sino hubiera saltado antes. Ella era para nosotros la confianza misma. Éramos desmedidos y absurdos, necesitábamos tubos de oxígeno o máscaras de gas, según el momento. Nuestra vida era una entrega a algo que estaba siendo demasiado fácil para ser real. Sabíamos el qué y para qué, nos habíamos entrenado en los cómo y discutíamos lo suficiente los cuándo. Del dónde no había dudas, eso estaba claro desde el principio, por principios.
Pero nunca supimos del todo quién, eso es lo único que entiendo ahora, a la distancia. Fuimos algo, pero no lo supimos con certeza. Hubo otra cosa que nos pasó por encima. Cuando quisimos advertirlo, ahí estábamos, convertidos en una hordita desorientada, un pequeño desprendimiento de algo mucho mayor que no alcanzamos a discernir. Nos sobraba, nos sobró por todos lados. Fuimos una batucada desafinada, sin ensayo, muy aguerrida pero avanzando para el otro lado del carnaval. Yo me decía que Lara justificaba todo eso. Que estuviera junto al Checho, pero que pudiera encontrarla haciendo eso, exactamente eso que hacíamos y que debíamos hacer. Hay que asumir los compromisos, actuar en consecuencia. El compromiso de mirarla sin que ella me mire, inclusive.
El Checho y Lara llegaron juntos, se sentaron al lado. Estaban Manuel, Diego, Tatu, Carmina, Andreíta y Marisa, los que asumían mayores responsabilidades, los que tenían contacto directo hacia arriba e influencia hacia abajo. No teníamos partido, porque veníamos de afuera, teníamos vínculo indirecto con la estructura política, pero éramos, nos decíamos y de alguna forma nos organizábamos. Llegó a ser numeroso y absorbido, pero eso pasó cuando yo me fui. Todos nos fuimos. Como me hice lugar más por simpatía y abnegación que por virtud militante, ocupaba espacios, iba hacia donde me señalaran. Entonces ese día llegue y no hablé en toda la reunión, como hacía siempre. Me esforcé en disimular y mirarla, estar ahí mirándola sin que nadie lo intuyera.
Cuando terminó la reunión, Tatu, Diego y ella se fueron. Saludaron, terminaron el cigarrillo, tomaron un trago de cerveza, y entre dos o una cosa pendientes, todos se fueron a hacer la respectiva. Los otros nos quedamos un rato más tomando cerveza. En esas charlas posteriores, yo tenía más participación. Decía alguna cosa, podía hacer chistes y tener intervenciones festejadas de vez en cuando.
Era el Checho el que siempre acaparaba la atención, atraía las energías, despertaba odio o afinidad, pero eran pocas las veces que no era el centro de fervor en esas reuniones. Contaba anécdotas, se paraba al hablar, exaltado, pedía atención, decía a todos escuchen, mirá, así, esas cosas. Era anfitrión por naturaleza, aun cuando no lo era. Se pasaba con los gestos; en ocasiones, hacía poner nervioso a muchos. Los cuadros más viejos que lo conocían, por ser cuadros, no lo querían. No tenía relación con nadie más que con nuestro grupo. Los contactos los hacían otros; Lara, principalmente. Al Checho trataban de no mostrarlo mucho. Estaba ahí con nosotros y era ahí donde se aceptaba.
Ella, de algún modo, era su dimensión política, el fundamento material de esa especie de liderazgo artificioso que ejercía entre nosotros. Al Checho se lo miraba y a Lara se la escuchaba. Pero yo no, yo la miraba a ella y no me importaba si escuchaba algo.
Andreíta y Marisa, después de un rato, también se fueron. Quedamos con el Checho y Manuel en la mesa, y Carmina se fue a tirar en unos almohadones en el piso. Ya teníamos la luz apagada y Manuel pidió cambiar de música, porque hacía ya unos cuantos discos que sonaban los Redondos y quería escuchar otra cosa. De los tres, era el único que bancaba la música en inglés. Con el Checho compartíamos eso: no podíamos dejar más de un disco de una banda en inglés. Nos gustaban las letras y entendíamos solo las que eran en castellano. Manuel insistió y puso Rage.
"Decime una cosa..." -me inquirió el Checho-. "¿A vos te pasa algo con Lara? Siempre te pasó, no me mientas, decímelo... está todo bien".
Yo tragué saliva y esperé un acontecimiento, una quebradura en el silencio, una voz, un ruido, una excusa que viniera y me dijera de qué manera contestar.
En ese momento fue obvio que todo se iba a ir al carajo. Que no nos íbamos a ver más, que cada uno haría la suya, el grupo se desintegraría, unos pocos pasarían a cumplir tareas en otra seccional y la mayoría nos iríamos, nada más, sin saber hacia dónde ni para qué, ya no saber nada por un tiempo.
"Checho...", interrumpió Manuel, bajísimo, una ventilación chiquitita entre los labios.
Fumaba un cigarrillo tras otro y miraba fijo una silla. No decía nada y no era tan extravagante, porque nunca decía demasiadas cosas y casi siempre se quedaba colgado con un cigarrillo prendido y la vista puesta en una silla o un velador o la aplicación de la luz en la pared. Con el Checho detuvimos la charla y lo miramos. Carmina estaba tirada en los almohadones y movía las piernas y los brazos siguiendo la música en un baile gimnástico.
"Quiero decirte algo, Checho".
"¿Qué?"
Yo miraba. Solitariamente. Miraba.
"Vos sabés que estuve con Lara".
Como un acto reflejo, yo lo miré al Checho. Lo miré como esperando comprobar si sabía o no. Vos sabés, le dijo. Lo miré al Checho casi desconsolado, como pidiendo explicaciones, que me dijera cómo podía ser, que dijera si sabía o no.
"¿Estuviste?"
"Estuve" había dicho Manuel y estar era coger. Le reproché para adentro ese golpe torpe de ingenuidad. Manuel y Lara habían cogido, coger de cuerpos transpirados, coger de sexo unido, de lenguas pasándose unos a otros. El Checho era cemento, arena seca. No pudo moverse, en fin, no se movió. Era una rigidez vacía. Yo lo único que esperaba era que hablara y no podía hacer nada, había escuchado y simplemente podía mirar.
"Venimos estando hace un tiempo", siguió Manuel. "Te lo queríamos decir, pero no sabía cuándo, ni cómo".
La alusión a nuestra muletilla, a los cuándo, cómo, qué y para qué, que nos coreábamos, entró como una puntada en el hígado, me hirió por atrás. Manuel y Lara habían mantenido esos encuentros furtivos durante un tiempo y ese tiempo siempre era demasiado largo, siempre espeso y tortuoso.
El Checho no habló más. Carmina se levantó y se llevó a Manuel, lloroso, acobardado. Yo me quedé un rato con el Checho sin decir nada. Me serví cerveza y tomé. No conté los vasos, pero fueron muchos. El Checho, inerte, miraba la pared y pensaba. Yo cambié la música. Puse un disco de Almafuerte y después el disco de El Reloj que el Checho tenía y para nosotros era metal precioso. Me senté otra vez a su lado y miré el mismo lugar de la pared.
"Vos sabias... "- solté "yo estaba enamorado de Lara...".
Lo dije como descuidado, dejando caer algo, yéndome. Literalmente, lo dije, tomé un trago de cerveza y me fui, como antes todos los otros.
Ahora ya ni nos miramos.