No es exactamente un escritor que trabajó de traductor ni, mucho menos, un traductor que escribe. Pedro B. Rey es, más bien, un autor que logró poner en funcionamiento los engranajes simultáneos de la traducción y la invención literaria. En otras palabras, el traductor que hay en Rey, que desde muy chico empezó a tener allanado el camino del francés y el inglés gracias a que su madre enseñaba idiomas, se metió de lleno en su literatura: desde lo más obvio como puede ser la cita o referencia constante a distintos niveles (a veces evidente, a veces recóndita) hasta lo más estructural como sucede con su cadencia y fraseo siempre al límite o cierta estructura que parece estar esculpida piedra a piedra y que genera en el lector un efecto semejante al del foco manual de las cámaras de fotos. Pero, a la vez, su oficio como traductor trascendió su propia literatura para influir también en su manera de plantarse como escritor: Rey no sólo publica de manera más que esporádica sino que cuando lo hace, y a diferencia de casi todos los escritores, parece estar más predispuesto a hablar de libros ajenos que de sus propios libros, como si ese traductor que lleva adentro, acostumbrado a portar la voz de otros, sirviera de muro al ego que, digámoslo, iguala a casi todos los escritores.
“Tengo ego como cualquiera”, contradice Rey, sentado en la mesa de un bar de Corrientes. “Pasa que hay momentos que suelen ser muy angustiantes, momentos en que te preguntás para qué hacés todo esto. La verdad que yo no sé para qué escribo pero no me imagino no haciéndolo, aún cuando no publique, y no me gusta llevarlo hasta ese extremo, pero para mí es casi como respirar, como ver películas o escuchar música que valga la pena. Pero hubo años en que me quedaba hasta las cinco de la mañana escribiendo como un loco, fumando como un descocido, despertándome con una tos tremenda”.
Ya sin nicotina y con más aire en los pulmones, es cierto que la lista de las traducciones que Pedro Rey realizó supera a la de sus libros publicados porque, mientras tradujo a Salinger, Artaud, James Sallis, Mary Shelley y Frank O’Hara, entre otros, hasta ahora había dado a conocer un volumen de poesía, sintomáticamente llamado Transcripciones y translaciones y un libro de cuentos, Círculo vicioso (1999), publicado en Vian ediciones, el ala editorial de la mítica V de Vian a la que Pedro Rey aportó, cuándo no, traducciones.
En aquel libro hoy casi inconseguible que carga algunos errores de tipeo entrañables como en la propia contratapa donde se indica que el autor escribe para el “dirio” La Nación, destacaban el relato que da título al libro, acerca de un hombre que se la pasa de mudanza en mudanza para exorcizar la ausencia de su mujer y “Mark Twain”, en el que, en medio de un recreo, una maestra tan terca como tímida le confiesa a su colega que casi mata a golpes a uno de sus alumnos. “Esos los escribí entre los 20 y los 26 años”, precisa Pedro Rey. “La verdad que no diferencio los cuentos por libro sino que los considero como otros relatos que están por ahí. Es cierto que, en esa época, yo era un gran lector de cierta literatura yanqui, a mí me encantaba Paul Bowles y ahí había algo de él más allá del tema, en la construcción del cuento incluso, pero tampoco quiere decir que se parezca, por supuesto”, relativiza.
Hablando de esos años, ¿qué te acordás de V de Vian?
–Yo era el más chico del grupo, en gran medida la revista la hacía Sergio Olguín y lo que me acuerdo es que nos puteaban de todos lados. Claudio Zeiger era el más serio, sabía dónde meter púa pero ubicado y yo, quizás, era el más literario: traducía y escribía sobre cualquier cosa. La revista se fue haciendo sin darnos cuenta y sin demasiado feedback directo de la gente pero, a partir de determinado momento, me fui encontrando con algunos que tenía cinco años menos y que le prestaban un poco de atención. Cuando empezó a salir, la revista no podía ser más artesanal: íbamos a un lugar que era como un taller de montaje con computadoras del tamaño de las de Alan Turing. Como resultaba imposible ver cómo salían las cosas, solía filtrarse algún F4 en medio de los textos. Yo creo que los primeros números salieron en 1990 o 1991, nos reuníamos en los bares de Avenida de Mayo y me acuerdo que, en una de esas reuniones, apareció George Bush padre que venía a visitar al Carlos. Era un momento de crisis, no había nada, las revistas habían desaparecido, en esa época no había otra forma de hacer las cosas: la mitad de las notas salían con seudónimo. Fue una época muy entretenida a pesar de lo despreciable que era el menemismo.
EL ARTE DEL OLVIDO
Casi dos décadas después de ese círculo vicioso que constituyó su primer libro y, a la vez, un broche a la etapa V de Vian, Pedro B. Rey vuelve al ruedo literario con Katsikas, libro magníficamente ilustrado por el artista visual Eduardo Stupía que constituye una colección de cinco relatos ásperos y jugados, casi todos con extensión de nouvelle que, a primera vista, no parecen tener un hilo en común pero que, poco a poco, se van resignificando entre sí, como esos parecidos sutiles entre personas que, a partir de determinado momento, se empiezan a acentuar tanto que no se pueden dejar de ver.
“Una lectura fundamental para mí de adolescente fue Luz de agosto de Faulkner. Un libro complicadísimo, leías el primer capítulo y no entendías nada, algo bastante normal en él, cuando leías el segundo tampoco agarrabas nada pero entendías el primero y cuando leías el tercero entendías el segundo, es una novela rayuela mucho mejor que Rayuela que me obliga siempre a la relectura”, se apasiona Pedro Rey como casi siempre que habla de libros ajenos aunque, en este caso, lo que dice traduce la esencia de su propio Katsikas. Es que este libro que marca, a su vez, el nacimiento de Leteo, una promisoria editorial que sale al mundo en un año que, posiblemente, sea recordado mucho más por los cierres que por cualquier otra cosa, tiene también algo de escalera. Ya sea por el juego permanente de sustituciones y simetrías que van desde la reiteración de un nombre como Entre Ríos para definir tanto a la provincia como a la avenida, hasta la aparición intermitente de un mismo personaje, como sucede con el propio Katsikas, un escritor silencioso que publicó media docena de libros sin ningún tipo de repercusión y no puede salir de una especie de muro mental. Pero también con otros. Katsikas, de hecho, en el primer relato del libro se embarca en la lectura de un texto acerca de la muerte del compositor Anton Webern, para reaparecer en todo su esplendor en “Dédalo”, el tercer relato de la serie, y despedirse literalmente con el cuento “Ich Sterbe”, en el que parece seguir los pasos de Chejov al retirarse a la ciudad balnearia de Karlovy Vary en la República Checa.
“Una cosa que me dijeron que me llamó la atención es que en los tres cuentos donde aparece, Katsikas parece un personaje distinto. No sé si será así pero me gustó la idea porque incluso eso le puede pasar a uno mismo en la vida real. Quiero decir, si pudieras meterte en una máquina del tiempo y verte de adolescente, no sé si no te reconocerías. Está el famoso cuento de Borges, el primero de El libro de arena que demuestra perfectamente dos cosas a la vez: que Borges era un genio y que cambió mucho durante su vida. Cuando Borges grande le pregunta qué le parece Dostoievski y el Borges chico responde “nadie describió mejor el alma rusa”, lo cual que era algo que a Borges grande no le puede importar en lo más mínimo.
¿Por qué tardaste tanto tiempo en volver a publicar?
–Me dediqué más que nada a escribir, tal vez tenga que ver con que yo desde siempre escribí poesía y lo sigo haciendo ahora, y me da la sensación que como poeta, por así decirlo, uno prefiere encontrar su tono o estar muy seguro antes de mostrar lo que hace. Puede haber excepciones pero me parece que el poeta, en general, no publica por publicar. En cambio el narrador a veces sí tiene esa cosa de querer ocupar un lugar, como aquella famosa frase de Lamborghini, que yo siempre tomé como broma, de primero publicar y después escribir. Muchas veces para responderle a algunos amigos que me apuraban y me preguntaban cuándo iba a sacar un libro, les decía primero morirse y después publicar. Lo que importa en todo caso es escribir. Tal vez a mí me sale así porque el periodismo me sacó ansiedad para publicar, la diferencia es que con el periodismo te ganás la vida y, si bien no son cosas opuestas, son muy distintas: el periodismo te enseña a escribir. Pero, como decía Hemingway, no sé si literatura.
Da toda la impresión, en efecto, que más allá del oficio que le pudo haber dado, en este libro hay más de su trabajo como traductor que como periodista, incluso en esa atractiva puesta en abismo que resuena a lo largo de todo el volumen y que tiene que ver con la dificultad para establecer con claridad de dónde viene la voz principal de las historias, dónde comienza a tejerse el hilo narrativo de cada uno de estos relatos, y dónde termina. En ese sentido la alternancia en algunos cuentos de la tercera y la primera persona (“Se inclina para mirar en el fondo del ojo del caballo, donde tiene el alma, piensa, pienso”), la indefinición deliberada del primer relato del libro que termina, si cabe, in media res (“pudo escucharse la miríada de las aves, la alondra, el ruiseñor, las estridentes cotorras en escuadra, cuando), la acumulación de lecturas que involucran a cada uno de los personajes a manera de muñecas rusas, la proliferación de paréntesis que, a veces, hasta se olvidan de cerrar y el tremendo quiebre de locación de algunos relatos como “Miss vampiresa” que arranca en un hipódromo y termina en un avión, hacen de las voces de estos cuentos una especie de gran teatro ventrílocuo que se proyecta hasta el infinito. Y de estos cuentos, una síntesis interesante entre lo clásico y lo innovador.
“Sí, creo que hay algo de eso, a mí no me gusta hablar mucho de la técnica pero es cierto que la forma en que vas contando o dejando cabos sueltos o repitiendo detalles son casi tan importantes como lo que contás concretamente. Es decir, los dos niveles interactúan. Es cierto que el primer cuento termina con un “cuando” colgando, sin punto final, tengo más cuentos así que aun no publiqué. Viste que está ese mito histórico del cierre de cuento perfecto que le debemos a escritores como Cortázar. Hubo épocas en que yo también me acostumbré a ese tipo de finales pero hay momentos en que me gusta probar otras cosas, aunque eso signifique también abandonarlo todo”, explica Rey con un tono que parece más de pregunta que de afirmación.
En todo ese tiempo que pasó, efectivamente, Pedro B. Rey se dividió entre sus trabajos de traductor y periodista (edita la sección de libros de Ideas de La Nación, y también es integrante del comité de la revista de poesía Las Ranas). Mientras tanto se hizo tiempo para escribir poesía, cuentos y también alguna novela que comenzó, avanzó y está a punto de terminar. Sin embargo, no sería nada arriesgado aventurar, a esta altura, que su género favorito es el cuento.
“Me encanta escribir cuentos, me encanta el género. Ahora nada que ver pero hace alrededor de diez años el cuento estaba como mal visto y hace veinte años escribir cuentos equivalía a estar loco porque no funcionaban en ninguna editorial. Ahora la gente más joven escribe cuentos, las editoriales, sobre todo las independientes, están mucho más receptivas y eso abre el juego de una manera espectacular. Por otro lado, yo no pienso mucho en función de libros, es verdad. Pero no sé si era así veinte años atrás, de hecho tenía varios que por h o por b nunca salieron, este de hecho sale un poco de casualidad. Tuvo que ver con Jorge Consiglio, con Christian Kupchik, que me fueron convenciendo o engrampando porque les pasé tres y me dijeron che, ¡qué bueno! Lo publicamos. Y yo pensba uy, qué raro, son solo tres cuentitos, que eran los que tenían a Katsikas como protagonista. Después me pidieron dos más. Yo tenía otras cosas dónde aparece él pero ya me sonaba demasiado plomo que el personaje estuviera tan presente. Entonces les paso otros dos, con el gesto de: les tiro dos cosas que no tienen nada que ver y me van a decir que no funcionan o algo así. Y, sin embargo, les pareció bien porque, en cierta forma, Katsikas también está ahí. Yo creo que no hay nada mejor que dejar de ser filósofo de uno mismo, renunciar a la organización obsesiva y que el azar vaya dando también forma a las cosas”.
El azar también fue dando forma a la editorial que hizo que Rey volviera a publicar: se trata de un proyecto que surgió durante una charla en un viaje nocturno a Bahía Blanca donde Jorge Consiglio y Christian Kupchik iban a presentar un libro. Como suele suceder en la ruta, la charla se fue haciendo cada vez más extensa hasta que apareció el tema de los asuntos pendientes de cada uno. Entonces se dieron cuenta de que coincidían o, dicho de otra forma, tenían la misma cuenta pendiente: la difusión de autores -Cocteau, Kafka, Pierre Quiroule– que los apasionaran. La idea se impuso naturalmente, con la certeza de las cosas que, una vez planteadas, ya no se pueden postergar, a tal punto que aquel proyecto no solo se hizo realidad sino que se abrió en dos colecciones: una de rescates con obras inéditas, ya sea de ensayos o ficción, en castellano y otra de narradores argentinos y extranjeros que estén produciendo ahora. De Pedro Rey, el primer nombre publicado por Leteo, valoraron sus “artefactos narrativos tan sutiles, hilvanados con una sintaxis única y que cada uno de sus relatos implica una dialéctica entre la literatura decimonónica y las expresiones de vanguardia”. Sabían de la reticencia de Rey a publicar, tal como acaba de contar el propio Pedro, insistieron como buenos editores y lo lograron.
UN TRADUCTOR DE AQUÍ A LIMA
Hay algo que a Pedro Rey le sale muy bien, algo que se nota especialmente en alguno de los relatos de Katsikas, y es su capacidad para traducir, dicho brutalmente, algo de su experiencia personal en el campo de la ficción, ese delgado equilibrio en el que, después de todo, se sostiene el arte de la creación en toda su enorme variedad. En el último relato del libro, de hecho, esto mismo se explicita poéticamente bajo el sofisticado nombre de “reverso de la experiencia personal”: “Todo acontecimiento debe ser tamizado por la conciencia, una y otra vez, hasta que en el papel, disecado como una flor, solo quede el residuo que de verdad vale”. A lo largo de las casi doscientas páginas de este volumen de cuentos hay montones de referencias a la propia vida del autor transformadas -traducidas-al ámbito de la ficción: su propio trabajo como traductor, su experiencia de vivir en Francia hasta una serie de episodios, apenas disimulados, que podrían haber resultado traumáticos de no ser por esa suerte de invulnerabilidad que, en algunos, provoca la pasión por la lectura.
“Katsikas traduce, traduce manuales y ese tipo de cosas, yo también traduje alguna vez algunas cosas vinculadas con herramientas y eso se paga un poco mejor. Yo traduciría toda la vida porque es algo que me encanta. Lástima que está tan mal pago. Cuando traducís no sólo estás en silencio en función del texto sino que tenés que alcanzar un nivel absoluto de concentración. Me acuerdo que una vez tenía que entregar una traducción de Artaud y, como me estaba por ir de vacaciones, digo bueno lo liquido en algunas horitas. Cuestión que terminé levantándome todos los días a las siete de la mañana y me quedaba encerrado hasta las nueve de la noche. Artaud me hartó literalmente. Traducir es otra forma de escribir, tampoco lo es: implica otras técnicas pero, en definitiva, te da la ilusión de que lo estás haciendo.
Por lo pronto se puede decir que traducir es tan solitario como escribir.
–Claro. El acto de leer es solitario y la escritura ni hablar. Y también tiene algo de secreto. Hay algo que desde hace mucho tiempo me llama la atención, algo que también le pasa a uno de los personajes de mi libro y que se nota mucho cuando pasás un fin de semana en una quinta o un lugar así. A mí me pasó durante el viaje de egresados a Bariloche. Estaba leyendo un libro sobre estoicismo porque quería estudiar filosofía y, de repente, vienen mis compañeros y me dicen qué haces leyendo eso. Y me agarran y me tiran en el medio del palier del hotel. Yo seguí leyendo, lo que me doy cuenta es que en una situación pública molesta mucho que alguien lea. No que alguien esté sin hacer nada mirando al techo, lo que molesta es que esté leyendo. Y para mí eso pasa porque leer te da la posibilidad de ser independiente del contexto. Por suerte, con los años uno empieza a tener amigos que comparten más o menos las mismas patologías.
Katsikas es un campo griego de refugiados. ¿El nombre tiene algo que ver con eso?
–En la presentación, en la que hablaron Hernán Ronsino y Soledad Quereilhac, había una chica de mi edad y, en un momento, de manera atinada, ella me preguntó tímidamente por qué el libro se llama Katsikas. Te lo pregunto porque yo vine a esta presentación porque me llamo Katsikas de apellido y solo somos cinco Katsikas en la Argentina. Yo en general uso muchos nombres de gente que conozco y que estoy casi seguro que no me voy a cruzar en la calle. Katsikas en particular era Nico Katsikas, un compañero griego que tuve en la época que viví en Francia. Viene de ahí pero, en realidad, no tiene nada que ver con él. El verdadero Katsikas es gordo y no para de hablar, no es el caso de este personaje. Suelo ir coleccionando nombres que me llaman la atención por algún motivo.
¿Cuál fue la traducción que más disfrutaste hacer?
–Disfruté bastante con Catcher in The Rye de Salinger que hice para Sudamericana en 1998. La que dieron en llamar El guardián entre el centeno es de Carmen Criado. Siempre cuento que en la versión original cuenta, en inglés por supuesto, que una chica tiene unas tetas muy grandes. Pero en realidad no es que sus tetas son grandes sino que se ven enormes porque usa esos corpiños puntiagudos de la década del cincuenta, es decir, juega en cierta forma con la ambigüedad entre lo real y la apariencia. Bueno, en esa edición resuelven todo traduciendo que esta chica tenía “unas tetas de aquí a Lima”. Los españoles creen que los entienden en todos lados. Y lo peor es que no se dan cuenta.