De pronto surge la necesidad de querer saber sobre la vida de nuestros padres, más allá de lo que han querido contarnos o hemos podido averiguar a partir de los otros, testigos directos en ocasiones silenciados o eventualmente apartados para que fuera posible imponer una sola versión de algunos hechos. “Tu padre hacía lo mismo que vos cuando tenía tu edad”, le dice la abuela al nieto. Así ocurre en situaciones sencillas y cotidianas; pero luego están las otras, complejas, atravesadas por hechos históricos, políticos y sociales que tanto conoce nuestro país. Tal vez porque nadie elige tan deliberadamente su pasado como cuando tiene la obligación de criar a un niño, pasan los años y son los hijos quienes sienten la imperiosa necesidad de desentrañar los papeles que esconden la trama secreta, como si realmente fuera cierto que es a ellos a quienes les toca la amarga tarea de revisar y cerrar la historia de sus padres para dar comienzo a la propia sin tantos agujeros colmados de silencios. El problema surge cuando no hay relato y solo queda la memoria fraccionada en pequeños retazos, instantes como fotografías destrozadas en un ataque de angustia, recuerdos de la infancia que no hay modo de cotejar con otros y cargan con el peso de la sospecha, tan difusos por culpa del paso de los años. Muchas veces los adultos no se cuidan de hacer o hablar ciertas cosas porque olvidan o simulan olvidar que también fueron niños que escuchaban y veían y podían colmar el espacio de incomprensión con la paralizante sensación de verse amenazados. “Su padre furioso la remolcaba hasta Tigre con un apuro febril por no tener donde dejarla. Huía con la cabeza en llamas, el rompecabezas de muchas piezas para resolver en un instante: hija, casa, auto, grupo, hija, compañeros, hija, armas. Tenía siete u ocho años la segunda vez. Después a Blanco le torcieron los brazos le descocieron la piel le atenazaron la garganta y, como supo por boca de su madre, lo agotaron amenazando a su familia”, piensa Andrea en el momento en que la historia familiar se impone nuevamente para dar comienzo a El Rey del Agua.
Claudia Aboaf entrelaza la historia con su novela anterior, Pichonas, a partir de la propuesta de un abogado inescrupuloso en connivencia con un proyecto político abyecto, el desencuentro de dos hermanas criadas por separado y la enigmática muerte de un padre militante. “Si mi padre nunca llegó a la casa de su prima en Misiones y no estaba en la precaria tumba que me mostraron. Si sus restos están en el Delta.¿Dónde lo mataron?”.
Ahora bien, la derrota y el fin de las utopías generacionales han tenido y degenerado en muchísimas consecuencias. Pero el Dios del Dinero se ha mantenido incólume y las nuevas tecnologías son el paradigma sustancial; en esta sociedad proyectada hacia el futuro que construye Aboaf, los Trolls se apropian de identidades, habitan realidades virtuales y deambulan por redes profundas esquivando la Ley de Hielo que penaliza a quienes salen de las rutas de navegación permitida. “De a poco estos buceadores iban colonizando la alteridad que ellos mismos habían engendrado y ya no podían volverse personas. Abandonaban sus cuerpos en el sillón, delante de las pantallas”. Pero también están los llamados recursos naturales, que se están agotando. Escasea el agua potable, y lo que es peor: Tempe, El Rey del Agua, gobierna el Delta del Tigre, donde derrama el acuífero más grande de Sudamérica. “Una nueva ley, única posible luego del debate nacional en el que se encimaron voces en un coro ruinoso, propició la división, fraccionando el país en miles de municipios. Esta reforma silenció finalmente el grito de protesta. Borradas las fronteras provinciales, quedó consagrada la total autonomía de cada uno. Pequeños países se dan la espalda, dueños exclusivos de sus recursos naturales. Tigre era un territorio líquido. Otros municipios quedaron reducidos a sus llanuras chatas, o tierras empolvadas, algunos tuvieron una creatividad inesperada”. Y es entonces cuando surge una supuesta indemnización para los llamados Hijos del Delta. Una reunión donde deberían encontrarse las dos hermanas después de muchos años sin verse es el punto de inflexión para una novela escrita con una sorprendente destreza, y no solo por la calidad poética de su prosa, sino también por algunas características poco frecuentes en la literatura argentina contemporánea y que Claudia Aboaf domina tan bien que hasta parece sencillo: por un lado la capacidad de sugerencia y por el otro, el trabajo exhaustivo para resignificar los silencios. Prácticamente desde un principio la trama se divide en dos y enhebra sus historias de manera paralela, primero a partir de Andrea que está inmersa en su laberinto de recuerdos y con ayuda de Galo, otro Hijo del Delta con quien mantiene una relación, intentará descubrir qué relación existe entre la muerte de su padre, el negocio de las indemnizaciones y los secretos que esconden las profundas aguas del Territorio Liquido, cuyo dueño es Tempe. Y por el otro lado está Juana, la hermana, una mujer enigmática y solitaria para quien su reciente maternidad ha sido lo suficientemente movilizante como para despertar en ella un sentimiento hasta ese momento negado: ir al encuentro de su padre por medio de las posibilidades que brinda la tecnología. Y es justamente en esta zona de virtualidades donde estriba el mayor virtuosismo de la novela y cuya tensión se mantiene hasta el final con un cierre memorable.
El Rey Del Agua es una obra que permite múltiples entradas, ya sea para leer en clave política o bien como una metáfora de una sociedad en decadencia donde la tecnología avanza sobre la base de una disociación absoluta con todo aquello que le da identidad al género humano. Claudia Aboaf es una escritora con un proyecto narrativo verdaderamente interesante.