¿Se puede releer una experiencia? Quiero decir: ¿se puede releer una novela que te conmovió hace treinta y cinco años –que te marcó a fuego, aun cuando no la comprendieses del todo–, y refrendar aquella sensación? (Porque existe la posibilidad de la desilusión. Yo no soy el lector que se dejó fascinar por aquel libro. Este lector, sin dejar de ser del todo el mismo, es también otro.)
Mi ejemplar de Respiración artificial, publicado a comienzos de los 80 por la editorial Pomaire, tampoco es lo que era entonces. Está ajado y desgajado en nueve fascículos. Conserva entre sus páginas la factura de la librería Fausto ($ 490) y cantidad de subrayados y anotaciones. En mis manos, su vida ha sido intensa.
Lo primero que me desconcierta cuando arranco con la relectura es: ¿por qué me gustó tanto esta novela, cuando encarna casi todo lo que me embola de la literatura, y en particular de la literatura argentina? Porque en Respiración artificial, de Ricardo Piglia, no pasa nada. El narrador aparente, Emilio Renzi, retoma contacto con su tío, el profesor Marcelo Maggi, de quien lo ignoraba todo desde tiempos inmemoriales. Intercambian cartas. Renzi viaja a verlo a Entre Ríos. Cuando llega, su tío no está. Renzi lo espera pero Maggi no aparece nunca y finalmente recibe, a modo de compensación, tres carpetas con documentos. Durante estas idas y vueltas se intercalan fragmentos del diario de un personaje histórico, disquisiciones sobre libros y autores y conversaciones diversas, entre ellas alguna de la variedad charla-de-café. (El equivalente literario de lo que fue para nuestra TV el programa-con-mesa-y-helechos.)
Pero Piglia usa esa falencia potencial como un artificio. La frase inicial de su novela (una de las más memorables de nuestras letras) lo pone en negro sobre blanco: “¿Hay una historia?” Y a continuación, procede en condicional: “Si hay una historia empieza hace...” Ni Renzi cree que la haya. De lo que sí está persuadido –con una convicción que venció las resistencias de aquel lector de 1982– es de que tiene algo que decir.
Respiración artificial es la primera de las clases magistrales del profesor Piglia. (Ese hombre que se parecía a Renzi –”más bien bajo, pelo crespo, uso anteojos”– pero de una personalidad próxima a la de su tío Marcelo, quien tenía “una especie de tendencia innata a la pedagogía”). La novela se calza los lugares comunes de nuestra narrativa del momento: la disquisición constante, a la que se concede el lugar central que solía ocupar el argumento; el hilo paralelo consagrado a un personaje histórico, el traidor Enrique Ossorio (rasgo sabatiano, por entonces considerado de buen gusto); las cartas, los diálogos incesantes, la discusión literaria. Porque Piglia escribe Respiración artificial en plena dictadura. Y es consciente de que narra desde el vientre de la pesadilla. Por eso pone esto en boca del anciano Senador, cuyo discurso alucinado atribuye a la morfina: “Todo está quieto, suspendido: en suspenso. La presencia de todos esos muertos me agobia. ¿Ellos me escriben? ¿Los muertos? ¿Soy el que recibe el mensaje de los muertos?”.
Es Renzi –o sea Piglia– quien asume el mensaje de los muertos, quien se deja escribir por los muertos. Pero lo traviste de charla literaria, porque los milicos despreciaban la jactancia de los intelectuales. Los dictadores estaban persuadidos de su triunfo, ya habían reducido la literatura a la categoría de entretenimiento de salón. Y Respiración artificial parecía respetar los usos del momento. Hablen de literatura, nomás. ¿A quién le importan los libros? Renzi lo explicita, para que se queden tranquilos: “...Ya no existe la literatura argentina”.
El Renzi de la novela arranca cabrero –¿cómo no estarlo?– con todo y con todos. Lo calienta el hecho de que le tocó vivir un tiempo en el cual, al menos en apariencia, “ya no existían las experiencias, ni las aventuras”. (Como las que yo buscaba, en cada libro que me disponía a leer). “Ya no hay aventuras, me dijo (Renzi), sólo parodias... ¿O no es la parodia la negación misma de la historia?”. De ahí el cuestionamiento que enciende la novela: “¿Hay una historia?” Porque los que saben –quiero decir: los que saben lo que conviene al poder, y por eso obtienen difusión y status de autoridad– dicen que no. Que ya no hay historia. Que debemos aceptar nuestro rol de comparsas de la impostura general.
Pero Marcelo Maggi sabe más y mejor. Por eso Respiración artificial se vertebra como un diálogo mayéutico. Está el maestro –el profesor– Maggi, dueño de un conocimiento esencial que, sin embargo, se siente incapaz de escribir; ya no está en condiciones de sistematizar su pensamiento. Está el discípulo, Renzi, a quien Maggi, con delicadeza (o sea con pedagogía) le hace notar todo lo que ya sabía sin siquiera darse cuenta. Pero hay un vértice extra, que propone y arma un triángulo: el del poder que vigila ese intercambio, encarnado por el censor Arocena. Aquel que lee la correspondencia Senador-Maggi-Renzi pero también las cartas de todos nosotros. Las desmenuza en busca de mensajes cifrados que están allí, claro, pero codificados de modo de volverse invisibles a sus ojos. (En Las tres vanguardias, Piglia define así una técnica narrativa que atribuye a Walsh: “Mostrar esa verdad referencial, pero nunca decirla”). Así, Respiración artificial crea a sus propios lectores. ¿Quién vas a ser ante la experiencia del texto, cómo lo vas a leer: como Arocena o como Renzi?
Arocena no puede entender, porque esos personajes hablan de literatura, de filosofía, de personajes marginales de la Historia: cosas de poca importancia, pasatiempos para gente aposentada cuya vida no está en riesgo. La referencia a Winesburg, Ohio –como la novela de Sherwood Anderson, protagonizada por un tal Willard– le llama la atención pero se le escapa, como se le escaparía la mención del ‘Malcolm Firmin’ –un híbrido de Malcolm Lowry y el protagonista de su novela Bajo el volcán, Geoffrey Firmin–, que aparentemente se mató en Entre Ríos en 1979, al resbalar en la bañera por beber demasiado. Es que Arocena no está en condiciones de comprender que, para gente como Maggi y Renzi, la literatura y la filosofía importan porque hablan –o deberían hablar– de algo más importante que ellas mismas; que aquello sobre lo que reflexionan, lo que las desvela, es lo que determina el estilo del escritor, que nunca es neutral.
Cuando Renzi sostiene que el eje Lugones-Borges recibió de las clases dominantes “la función de imponer un modelo escrito de lo que debe ser la verdadera lengua nacional”; cuando dice que ese buen estilo “le tiene horror a la mezcla”; cuando afirma que Arlt hace lugar a esas cópulas que los literatos del establishment hallan inmundas y escribe “desde un lugar que es totalmente otro”, no está hablando sólo de literatura.
A esa altura ya ha dejado entrever que sí, que hay una historia más allá del contexto del libro, y que lo justo y necesario es rebelarse ante el mandato de limitarse a la parodia. Los interrogantes –los mensajes secretos, que Arocena se saltea por culpa de su visión estrecha– han pasado a ser otros. “¿Cómo narrar los hechos reales?”, dice Maggi que decía Parnell. “Yo había llegado a la convicción, en esas noches, mientras el país se venía abajo, de que era preciso aprender a resistir”, le dice el Senador a Renzi. “El que no está a la altura de su deseo”, dice Maggi que decía su amante Coca, “ese es uno a quien el mundo puede llamar un cobarde”. Y el fundamental, puesto en boca de Enrique Ossorio poco antes de matarse: “¿Quién va a escribir esta historia?”
Ya no queda duda de que hay una historia. Lo único por ser develado es: ¿quiénes la escribirán?
Maggi apuesta por Renzi. Por eso le deja los documentos con los que no logró escribir el libro soñado, confiando en que desempeñará el rol de Platón en su pequeña sociedad filosófica. Por eso prepara también el encuentro de Renzi con Tardewski, el polaco discípulo de Wittgenstein, a sabiendas de que le contará eso que suele contarle a todo el que esté dispuesto a oír: su descubrimiento de un encuentro apócrifo de Kafka y Hitler en 1909, en el café Arcos de Praga. Un meeting que convierte a Kafka en vate: al escuchar los delirios del futuro Führer, vaticina Auschwitz a través de su relato sobre la colonia penitenciaria. Porque “si esas palabras podían ser dichas, entonces podían ser realizadas”. (Del mismo modo se insinúa que Respiración artificial está compuesta por las “cartas del porvenir” que Enrique Ossorio imagina/escribe en 1850, desde su exilio neoyorquino.)
Las afinidades estéticas son tan poco neutrales como el estilo. Por eso se dice que Joyce es un malabarista, “alguien que hace juegos de palabras como otros hacen juegos de manos”. En cambio Kafka es “el equilibrista que camina en el aire, sin red, y arriesga la vida tratando de mantener el equilibrio”. Aquel que habla de Auschwitz antes de que exista, porque ya lo sabe posible. Del mismo modo en que nosotros hablamos de Auschwitz a sabiendas de que no debe tentarnos conjugar en pasado, porque el después de Auschwitz es una ilusión, Auschwitz todavía es, existe, forma parte de nuestro mundo y se multiplica, se extiende: en Gaza, en Siria, en la despersonalización, en la renuncia a la experiencia a cambio de seguridad, en la abundancia de kapos que traicionan a su gente con tal de sobre(mal)vivir.
“Hablar de lo indecible es poner en peligro la supervivencia del lenguaje como portador de la verdad del hombre. Riesgo mortal”, le dice Tardewski a Renzi. Y al decir eso, no trata de asustarlo. Le está explicando las reglas del juego, asumiendo que pretende encararlo en serio. Las opciones son claras: o jugás con palabras o entrás en la pesadilla para escribir sobre ella.
Pero ese uso del lenguaje necesita completarse. Porque, así como debe enfrentar el peligro de hablar de la pesadilla indecible, también debe avizorar el sueño que no ha sido nombrado. “Kafka es Dante”, dice Tardewski, incurriendo en sinécdoque: el lugar común de confundir la Comedia toda con el infierno donde transcurre sólo la parte inicial del poema. Porque Dante también escribió Purgatorio y Paraíso. Algo que sólo Ossorio parece tener en cuenta, cuando dice: “Los duros siempre son vencidos por el dulce fluir del agua de la historia”. Cámbiese agua por lenguaje, y pensémoslo otra vez. Vale la pena, en este mundo manejado por tristes compadritos de una limitación verbal, y por ende conceptual, que linda con el cretinismo. Si releemos el mundo actual desde el lenguaje, estos cucos asustarán menos y asumiremos que su destino es el del Otálora borgiano: están muertos ya, aun cuando no se hayan dado cuenta.
Así como el otro Willard, aquel de Apocalypse Now, Renzi recibe una misión a cuenta de sus pecados. La historia que debe contar es una que excede los confines de Respiración artificial. Pero Piglia parece confiar más en los que venimos detrás suyo, los escritores argentinos del siglo XXI; o al menos eso me gusta pensar, recordando su generosidad proverbial.
Respiración artificial es el equivalente de lo que debe haber sido para otras generaciones el Plan revolucionario de operaciones, de Mariano Moreno: un manifiesto sobre cómo pensar la Argentina, en este caso desde la literatura. (Y conste que digo cómo pensar y no cómo escribir. Lo esencial es el pensamiento, el estilo se desprende por añadidura). Lo intuí hace treinta y cinco años y lo certifiqué hoy, tan pronto releí el epígrafe que Piglia eligió para la primera parte del libro. Lo puso en inglés para complicarle la vida a los Arocenas, pero yo lo traduzco así: “Teníamos la experiencia pero nos faltaba el sentido, y aproximarnos al sentido restablece la experiencia”: una frase de T. S. Eliot, el mismo poeta al que Walsh apeló para epigrafear la primera edición de Operación masacre.
Se me hace que Piglia sabía que, aunque magistral, Respiración artificial era una novela-puente: un punto esencial por el que pasar, en el camino a la escritura de esa(s) historia(s) por las que el libro se cuestionaba y reclamaba. Un libro escrito para salvar tanto al escritor como al lector, propio de un tiempo “quieto, suspendido”, durante el cual se respira aire envasado hasta que sea la hora de emerger. Pero ese futuro ya llegó, y hace rato. Citando nuevamente a ese otro poeta: Este asunto está ahora y para siempre en tus manos, nene.
Mi edición de Pomaire tiene una imagen en tapa que nunca había entendido, hasta hoy. Es la foto de un fósforo de madera, quebrado apenas por debajo de su cabeza roja. Un ícono ideal porque habla elípticamente, como el libro al que viste. Eso es lo que los militares de entonces, en su carácter de virreyes del poder de siempre, pretendían hacer: quebrarnos en el lugar preciso, para impedir que nos encendiésemos.
No ocurrió. Y no ocurrirá. Para eso existen los artistas como Piglia y las novelas como Respiración artificial.