La historia de María Claudia Falcone, desaparecida a los 16 años, el 16 de septiembre de 1976 en La Noche de los Lápices, es recreada a partir del testimonio de amigas y amigos en un libro escrito por el periodista Leonardo Marcote. En María Claudia Falcone. Políticas revolucionarias en bachilleratos de los años 70 (Nuestra América), se la muestra como lo que fue, una militante de la Unión de Estudiantes Secundarios (UES) dispuesta a jugarse la vida por un mundo mejor, junto con chicas y chicos de su tiempo. En una entrevista con PáginaI12, el autor del libro y Jorge Falcone, el hermano mayor de Claudia, recorren trazos de su historia, desde las “luchas” infantiles emulando a los ídolos de Titanes en el ring, hasta su vínculo con Montoneros.
En el libro, Estela de Carlotto, presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo, definió así a María Claudia: “Ella era una dirigente política, no era una chica que estaba pidiendo el boleto escolar nada más, como una cosa romántica”. La charla con Leonardo y Jorge fue en City Bell, mientras Margarita y Punga, una pareja perruna, jugueteaban por el parque y se colaban en las fotos.
–Leonardo, ¿cómo fue que te llegó María Claudia Falcone, cómo fue que te interesaste en su historia?
–Cuando yo tenía 14 años, una tarde viene mi hermana de participar en un cine-debate que teníamos en un centro cultural de Temperley. Ella llega a mi casa, acompañada por un grupo de amigas, exaltada por la historia de una tal Claudia Falcone. En otra habitación yo estaba jugando al Sega, era un pibe, estaba en otra cosa, pero escuchaba los comentarios de mi hermana. Me quedó el nombre de ella y el de La Noche de los Lápices. Pasó como un año, pero en mí había quedado la inquietud, hasta que una noche, en un ciclo de cine de trasnoche de Canal 13 dicen que van a pasar esa película. En ese momento, pensé “bueno, por fin voy a conocer a la actriz que tanto admira mi hermana”, porque para mí en ese momento Claudia Falcone era una actriz, una heroína de ficción, no era una desaparecida. Me senté en la mejor silla de la casa para disfrutar de una buena película. Después de verla, no pude dormir durante toda la noche. Al otro día me levanto, voy a una librería del centro de Lomas de Zamora y le pido al que me atiende que me dé algo de Claudia Falcone.
–¿Cómo fue la reacción de la persona que te atendió?
–Lo primero que me dijo fue ¿quién es Claudia Falcone? Le dije entonces que había visto la película y me ofreció el libro La Noche de los Lápices (de María Seoane y Héctor Ruiz Núñez), pero antes me preguntó si estaba seguro de querer leer ese texto y cuando le dije que sí, me advirtió: “Cuidado, porque esos pibes eran montoneros”. En ese momento, 2001, recién me estaba enterando de que hubo desaparecidos en Argentina. Lo primero que hice fue salir a la calle para abrir el libro y buscar la cara de María Claudia, de la verdadera, no de la actriz. A partir de ahí fue como un enamoramiento, nunca más me pude olvidar de ella, de su rostro. Ahí comienza mi inquietud por saber más de la vida de Claudia, hasta que muchos años después lo conozco a Jorge.
–Jorge, hablame de Claudia, de Claudia niña, de Claudia adolescente.
–Claudia fue esperada por mí durante siete años, como hermano varón, de manera que ella tuvo que bancarse los primeros juegos infantiles violentos haciendo de contrincante mío en la emulación de Titanes en el ring, siempre con nombres masculinos. Ella pagó derecho de piso estoicamente porque yo soy de 1953 y ella nació en agosto de 1960. Con el tiempo ella se fue convirtiendo en la interlocutora preferencial que he tenido en la vida. Lo que más echo de menos de ella es la posibilidad que tenía de inventar mundos y nosotros comprarlos, creerlos. Tenía una imaginación exuberante, la compartíamos y el humor ácido, entre Capusotto y South Park. Nos burlábamos mucho de nuestros viejos, jugábamos mucho con eso.
–Menuda familia con padres como Nelva y Jorge, dos viejos luchadores de la educación, de la política...
–Claro, por eso después se produjo una ecuación en esa escuela sin mástil que fue nuestra casa, donde mi madre encarnaba el derecho a la educación gratuita e igualitaria y mi padre lo correspondiente en materia de salud, médico de obras sociales de sindicatos, papeleros, la carne, metalúrgicos, el vidrio. En ese marco, era lógico que heredáramos un sentido de adhesión a la justicia social y que, de forma natural, el aluvión generacional de los setenta nos llevara hacia posturas políticas de mayor radicalización de la que tenían nuestros padres. Por eso, cerradas todas las puertas de participación política, estudiantil y gremial, no dudamos en adherir a la acción directa cuando aparece públicamente la organización político-militar Montoneros.
–Sus padres habían estado activos también en momentos claves de la política nacional.
–Claro, como cuenta Leonardo en su libro, mi madre había participado con Evita en luchas por el voto femenino, asistió a mi padre cuando estuvo preso durante la Revolución Libertadora, de la que salvó la vida por un milagroso indulto porque lo ocurrido en José León Suárez, los fusilamientos de Operación Masacre, hizo que Aramburu (Pedro Eugenio) y Rojas (Isaac Francisco) recalcularan esos fusilamientos sumarios porque mi viejo estaba condenado y se salvó. Mi vieja lo acompañó durante toda la resistencia estoicamente también y luego se convirtió, ante la desaparición de mi hermana, en una Madre de Plaza de Mayo Línea Fundadora, fue también secuestrada y torturada en el campo de concentración El Banco y terminó reconocida como ciudadana ilustre de la ciudad de La Plata. Y mi padre fue el primer comisionado municipal (intendente) justicialista de La Plata, fue senador provincial, subsecretario de Salud Pública y un hombre de la resistencia peronista, combativo, con una visión heterodoxa del peronismo. No era un ortiva, en algún momento se comió el mote de “evitista” por adherir a una perspectiva transformadora del peronismo y en los setenta adhirió a las políticas de las organizaciones revolucionarias peronistas al punto de participar de actos por la reivindicación de los Mártires de Trelew, y más adelante hasta ir a un refugio clandestino a curar a un compañero herido y salir tabicado sin saber a dónde lo habían llevado. Ninguno de los dos mantuvo una actitud neutral.
–Leo, ¿cuándo surgió la idea de escribir, de empezar a contar la historia de María Claudia, de su familia, de sus amigos?
–En 2009 lo conozco a Jorge, yo estaba escribiendo para una revista barrial, Refugio del Mono. Primero le escribí para decirle que me interesaba mucho la vida de su hermana, la lucha que había llevado a cabo y que lo quería conocer. Nos encontramos en febrero de 2009 y esa fue la segunda entrevista que hacía en mi vida, sin mucha experiencia, casi nada, muy de caradura, y estuvimos hablando como tres horas. Lo que más me impactó de Jorge es que no victimizaba a María Claudia, sino que la reivindicaba como una compañera de lucha y eso a mí me explotó la cabeza, porque lo suyo no era un lamento de lo que pasó sino que se centraba en reivindicar la lucha de quien consideraba una compañera revolucionaria que junto con otros luchó por una patria libre, justa y soberana. Otra cosa que me impactó, porque yo veía a Claudia Falcone como una Juana Azurduy. El me dijo: “Mi hermana era una mina común y corriente que pensaba fumarse un porro, besarse con un pibe o ir a bailar, pero que tenía una gran sensibilidad social”. Ese fue el primer disparador para pensar a María Claudia más seriamente, para humanizarla y a partir de ahí comienza un peregrinar de entrevistas. Me inscribí en la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo para estudiar periodismo con el objetivo de hacer un trabajo práctico. Durante esos años que estudié en Madres, fui diseñando lo que terminó siendo un libro. Fue un período de siete años de investigación hasta llegar al punto que queríamos con Jorge, para recordarla como lo que fue, una revolucionaria, y no solamente por el boleto estudiantil, porque esa fue una de las tantas acciones que tuvo en su corta pero intensa vida.
–Jorge, ¿cuál es la diferencia entre quedarse en la victimización, en la desaparición y el resultado muerte, y salir a reivindicar lo que fue la vida de esa persona?
–La diferencia es la de abrir un curso al futuro. A mí, lo que más me hizo acercarme a Leo es lo mismo que él dice de mí. Que él se avino a escribir una historia de lucha y no de lamento. Toda mi familia está profundamente agradecida a Héctor Olivera y a Aries Cinematográfica por la existencia de la película La Noche de los Lápices, que se rodó en 1985, en los lugares donde sucedieron los acontecimientos en mi ciudad natal y estrenada en septiembre de 1986, a diez años de esa infausta circunstancia, pero debo decir en honor a la verdad, que producto de la excesiva prudencia de la época para el abordaje de temas álgidos como este, la película instaló un relato similar a un love story del horror, un tanto romántico, que convirtió a mi hermana en prima inter pares (la primera entre iguales) de compañeros que tuvieron igual o más méritos que ella. Yo he pasado treinta años o más en reubicarla en la paridad con compañeras como María Clara Ciocchini, que era su responsable, que tenía un mayor grado en la organización Montoneros. El libro de Leo me devolvió la imagen de una joven que ya conocía como muy solidaria y la potenció. Incluso me proporcionó anécdotas que yo no conocía porque obviamente dos hermanos con esa diferencia de edad no vivíamos las 24 horas del día dentro del mismo pullover. Puedo decir que terminé de dimensionar a mi hermana mediante el libro de Leo y hasta me enteré de cosas tan conmovedoras como que había podido disfrutar del amor físico antes de la violación que sufrió estando en cautiverio, lo que era un clavo en mi cruz (se le quiebra la voz). El libro fue muy balsámico para mí y si bien los muertos sin tumba son difíciles de tramitar en el inconsciente de la gente, este libro ha sido para mí la culminación de un duelo. Hoy Leo sabe de mi hermana mucho más que yo.
–Leo ¿cómo fue que pudiste saber tanto de María Claudia?
–Gracias obviamente a Jorge, pero también a las amigas y amigos de Claudia. Tuve la suerte de que ellos depositaron confianza en mí como para contarme las cosas que me han contado. Hay personas muy importantes en el libro, Marocha (María Rosa Torrás) y Roberto Silva “Willy”, el que fue novio de Claudia. Ellos son dos personas que han pasado momentos inolvidables con ella y la recuerdan siempre con una sonrisa, nunca hay un lamento, siempre hay anécdotas y nos cagamos de risa. Ahora que ya salió el libro, me cuentan cosas nuevas y yo me enojo porque no me las contaron antes, pero siempre son cuestiones relacionadas con la alegría. Ellos me contaron que María Claudia no hacía diferencias respecto de la amistad, porque ella se juntaba con hippies, con “chetos” y con los militantes más cercanos a sus ideas políticas. De ese modo pude conocer a un montón de personas que la habían tratado poco o mucho, sin compartir cuestiones relacionadas con su ideología, pero que le tenían cariño por su personalidad. Lo que creo es que María Claudia fue una mina que vivió apurada, porque hizo muchas cosas en sus cortos 16 años, como si supiera que algo le iba a pasar. Hay gente que no la conoció tanto y que, a diferencia de lo que ocurre con sus amigos más íntimos, cuando la recuerdan se ponen a llorar porque era una persona muy afectuosa, muy divertida.
–Jorge ¿cómo era vivir en los setenta, años difíciles, pero con lugar para la esperanza?
–Nosotros formamos parte de una generación que soñó con tocar el cielo con las manos, la utopía del cambio próximo y posible era muy fuerte. No sabíamos la metodología que iba germinando como el huevo de la serpiente y que habían incorporado “los libertadores” en 1957 con asesores franceses que habían librado su batalla contra el Frente de Liberación Argelino. Esa fue la doctrina contrainsurgente que la dictadura trajo a la Casa Rosada y que era captura-tortura-delación-captura, y que habían dosificado en cuentagotas durante la década del sesenta. La aplicaron contra Felipe Vallese, obrero metalúrgico de la JP, en 1962, secuestrado sin dejar rastros. Luego ocurrió lo mismo con (Angel Enrique) Tacuarita Brandazza (el caso más antiguo de desaparición que figura en el informe de la Conadep), un militante de base de Rosario al que se lo traga la tierra. Esas experiencias piloto que no entendíamos a qué respondían y que en 1976 se convirtió en un plan sistemático de exterminio. Por eso vale aclarar que lo que hoy pedorramente se denomina “la grieta”, no es una grieta partidaria, es una grieta de bloques sociales enfrentados desde las guerras de la independencia y recién se va a resolver cuando un proyecto nacional como el “luche y vuelve” de los años setenta reúna voluntades para enfrentar a los cipayos que hoy nos gobiernan y que con otra metodología, son lo mismo que la dictadura.
–Leo ¿qué significa hoy para vos el libro, al que han ido a presentar a tantos lugares del país?
–Lo primero que había pensado era hacer un trabajo práctico sobre Claudia para presentar en la Universidad de Madres. Después surgió el libro y fue algo inesperado que tenga una gran repercusión, que nos llamen a presentarlo en muchos lugares. Esto fue posible por el apoyo de las radios comunitarias y lo presentamos en escuelas secundarias o en universidades tomadas por los alumnos, como ocurrió esta semana en la Universidad de Salta, al punto que en esa provincia me dijeron que era un libro “de resistencia” y nos reíamos. Lo más importante es haber escrito sobre Claudia y lo que vino después es un regalo. Lo presentamos con Jorge, con los sobrinos, con amigos y amigas, es un regalo que me devolvió Claudia, y perdón si suena cursi lo que digo. Aunque suene cursi, repito, lo primero que me surgió siempre al pensar en Claudia, es amor, me enamoré de su rostro, de su historia, me enamoré de ella.
–De hecho tu hija se llama Claudia.
–Sí y es tan revoltosa como Claudia Falcone (risas).
–Jorge, haciendo ciencia ficción, ¿qué opinaría María Claudia de su libro?
–Creo que estaría muy satisfecha porque el libro rescata a unos revolucionarios muy jóvenes, como lo fuimos, de las cloacas a las que los arrojó la historia oficial y también de ese mote tan peyorativo de “perejiles” que se extendió en algún momento y que mostró diferencias entre los que tuvieron un compromiso temprano, de aquellos adultos que se supone tenían más discernimiento como para asumir la lucha armada o algo por el estilo. Estos pibes no fueron ni mejores ni peores, y asumieron la época que les tocó vivir. Todo tenía relación con lo que había pasado en 1973 (cuando Héctor J. Cámpora asumió como presidente), el repudio a los militares con el grito “se van, se van y nunca volverán” o los graffitis escritos sobre los tanques de guerra, eran el resultado de 18 años de proscripción de las mayorías y de la toma de conciencia por parte de los jóvenes. En todo el Tercer Mundo se estaban produciendo procesos mucho más radicales de los que se produjeron en la última década progresista de los años 2000. En aquel momento histórico, estos pibes tuvieron esa calidad de militantes a tan temprana edad. Como cierre me gustaría citar una frase de Silvio Rodríguez que dice “no hay nada más altruista que un joven”. Y no me gusta poner ese valor sólo en el pasado. Cito tres ejemplos: María Claudia Falcone, Darío Santillán y República Cromañón. María Claudia no necesitaba el boleto secundario; Darío Santillán pasó corriendo frente a la estación Avellaneda, vio a un compañero herido (Maximiliano Kosteki) y volvió; los pibes de Cromañón que habían sobrevivido al humo tóxico volvieron a entrar para buscar a sus compañeros y no todos volvieron a salir. La moral de los pibes es un reservorio altamente calificado que tenemos en la Argentina. La clase política no le llega al tobillo a la juventud argentina.