Producción: Tomás Lukin


Lo que la crisis nos dejó

Por Roberto Lampa *

A diez años del crack de 2008 que marcó el comienzo de la crisis financiera mundial se vuelve imprescindible analizar los hechos pasados para especular sobre posibles escenarios futuros. Podemos dividir la última década en tres etapas: el miedo, la gran ilusión y el desencanto. 

Las reacciones frente a la crisis y a la velocidad del contagio financiero fueron la incredulidad y el pánico. Los años previos al crack de Wall Street se habían caracterizado por cierto dinamismo económico en el hemisferio norte. En las pantallas televisivas europeas se podían observar los faraónicos juegos olímpicos de Atenas de 2004 o la cara orgullosa de José Luis Zapatero vanagloriándose por el crecimiento español y anunciando, que “estamos seguros de que vamos a superar a Alemania e Italia en renta per cápita de aquí a dos, tres años”. En febrero de 2007, el presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, Ben Bernanke, anunciaba al Congreso que la economía norteamericana se encontraba bien y se encaminaba en un sendero de crecimiento. Ante semejante clima, la explosión de la burbuja financiera de Lehman Brothers representó un relámpago en el cielo sereno para la gran mayoría de los afectados. El miedo y los mareos de muchos han permitido popularizar una narrativa según la cual era necesario aceptar una larga serie de sacrificios para expiar la culpa de haber vivido previamente por encima de nuestras posibilidades. Empezaba así la etapa de la austeridad presupuestaria, cuya imagen más emblemática estaba representada por el desempleo y las convulsiones de las economías periféricas europeas.

La profundidad y la brutalidad del ajuste, sin embargo, han también despertado una fuerte reacción popular, alrededor de 2011. En Grecia, sindicatos y partidos de izquierda protagonizaban una épica resistencia contra los recortes. En España, el movimiento del 15-M, conocido como “los indignados”, lograba conquistar el centro del escenario político y mediático. Incluso en Estados Unidos los jóvenes defraudados por los préstamos universitarios daban vida al movimiento de Occupy Wall Street. Empezaba así la segunda etapa de las crisis, caracterizada por los fuertes cuestionamientos al mundo financiero y a los excesos del capitalismo neoliberal. En el ámbito económico, el propio FMI protagonizaba una clamorosa autocrítica, admitiendo explícitamente haber subestimado los efectos recesivos de la austeridad, y muchos economistas se ilusionaban con la posibilidad de desplazar la teoría económica dominante.

Sin embargo, los cambios vaticinados durante esta etapa fueron meras ilusiones. El fuerte aumento del desempleo, factor debilitante para todo tipo de plataforma reivindicativa, y la profunda fragmentación de los trabajadores producida por las numerosas reformas laborales implementadas vencieron todo tipo de resistencia popular. Por otro lado, el miedo a perder los ahorros de toda una vida ha actuado como un fenomenal elemento de disciplina de todos los ciudadanos de los países desarrollados, que terminaron resignándose a una pérdida ininterrumpida de derechos sociales y laborales a cambio de la estabilización financiera y bancaria. 

De esa forma, nos encontramos en la tercera y última etapa de la crisis que sigue hasta la actualidad. Frente al fracaso de cualquier tipo de reforma en un sentido progresista de sus sociedades, los ciudadanos del hemisferio norte manifiestan su malestar votando a candidatos que, lejos de constituir una alternativa política y económica, se presentan como enemigos del establishment político y financiero. Empezaba así un ciclo de “venganzas electorales”, donde los ciudadanos castigaban a los partidos gobernantes votando personajes nefastos, cuya retórica llena de odio y resentimiento, sin embargo, lograba interceptar el consenso de muchos.

Lejos de representar el fin de la globalización estos nuevos gobiernos encarnan el paradójico espíritu de los tiempos que vivimos. Por un lado, una fuerte bronca popular por la trasformación regresiva de las sociedades impulsada por la crisis. Por el otro, la profundización de aquellas características financieras y especulativas que nos habían llevado a la crisis. En vez de ser revertida, la financiarización se ha incrementado, abarcando ahora también a los países periféricos. En pos de introducir controles de capitales, los flujos internacionales son cada vez más libres e intensos, determinando una creciente volatilidad financiera. 

Desplazada del centro, la crisis reaparece ahora en los países periféricos como demuestran los casos de Brasil, Turquía y Argentina. Asimismo, la calidad de las democracias tanto centrales como periféricas parece enfrentar una continua caída. Este mundo “grande y terrible” es la complicada herencia que la crisis nos ha dejado: actuar para cambiarlo debe ser hoy en día la prioridad de todos.                  

* Conicet / Idaes.


El exceso

Por Silvina Batakis *

La última crisis financiera global nos regaló la fría y sórdida imagen de miles de empleados abandonando Lehman Brothers. Fue la quiebra más grande la historia: 613.000 millones de dólares. Como señalan diversos analistas internacionales, la caída de ese gigante de inversión fue la exteriorización de la peor crisis económica del capitalismo desde la Gran Depresión. La debacle financiera rápidamente contagió a todo el mundo y el resultado inmediato fue no sólo la caída de los índices bursátiles sino también el derrumbe estrepitoso del PIB en prácticamente todos los países.

Con la peor crisis del mundo, nuestro país perdió 10.000 puestos de trabajo registrado en el sector privado. Al año siguiente, 2010, las políticas activas de estímulo a la producción crearon más de 250.000 puestos de trabajo en el sector privado. En 2016, sin crisis internacional mediante y con un crecimiento de 2,7 por ciento el año anterior, Argentina destruyó 17.000 puestos de trabajo. Y, el camino de recesión iniciado entonces se revalida cada día con las políticas del gobierno: se profundiza la desindustrialización en favor de la especulación financiera y la deuda es el vehículo de enriquecimiento de pocos.

Perder puestos de trabajo, sobre todos industriales, es precarizar el sistema laboral: no sólo se pierden puestos de trabajo, se pierden los salarios que son superiores al promedio. La explicación convencional, que no despierta dudas sobre el origen de tamaña crisis –la del 2008, está claro que hoy no estamos en una crisis global aunque el gobierno trate de instalarlo–, es que fueron las apuestas del sistema financiero: hipotecas impagables y securitizadas. Sin embargo, esa explicación invisibiliza el camino recorrido hasta los primeros síntomas de la crisis: el exceso, la avaricia; “afán desmedido de poseer y adquirir riquezas para atesorarlas”.

Ironías de la vida mediante, la alianza gobernante propone bajar el nivel de vida de la mayoría de los argentinos (no de todos), para lo cual nos impone un plan de ajuste brutal. Resulta que ese ajuste garantiza el flujo de dinero hacia esos pocos que se enriquecen con la fuga de divisas, con las tasas de interés ineditamente altas, con negocios financieros insustentables socialmente que además, y en definitiva, son los que condujeron a la crisis global del 2008. En esa crisis muchas personas vieron sus vidas arruinadas, sus sueños de viviendas truncos. 

El exceso de querer tener más por quienes más tienen, nunca fue puesto en discusión. “Los muy ricos son diferentes de ti y de mí. Su riqueza los hace cínicos y pensar que son mejores que nosotros”, decía Fitzgerald. Por supuesto quieren sostener ese status, y lo logran toda vez que la tasa de beneficio del capital es mayor que la tasa de crecimiento de la economía, es decir agrandando la desigualdad. Un ejemplo clarifica: las paritarias promedio para este año en Argentina quizás se acerquen al 30 por ciento; la inflación será 45 por ciento o más, la tasa de interés está fijada en 60 por ciento hasta fin de año y la ganancia de los bancos creció 93 por ciento en un año. 

Muchos pierden, pocos ganan. Los que más ganan no generan puestos de trabajo suficientes para la población que quiere ser parte del sistema laboral. La flexibilización laboral llegó sin necesidad de ley.

Economía en democracia, es economía inclusiva, es economía con objetivos de equidad. Por eso es necesario implementar de manera consensuada un plan de desarrollo que genere puestos de trabajo de calidad; una estrategia de generación de riqueza con un nivel de vida aceptable para el conjunto de la población sobre la base de la expansión productiva y el empleo, pero también en el apoyo de la lucha contra la pobreza. La principal estrategia del proceso hacia el desarrollo es con industrialización y con producción de conocimiento, de diseño e innovación. La producción y el trabajo siguen siendo centrales y por eso deben ser entendidos de otro modo, porque surgieron nuevas formas de producción relacionadas con los procesos innovativos, y también porque hay un mayor riesgo a la neotaylorización del mismo.

El gobierno no tiene la capacidad de ver y afrontar los desafíos nuevos que impone el siglo XXI. El riesgo es alto. Los créditos hipotecarios otorgados con sistema UVA generan escalofríos en la comparación con la gran quiebra del siglo. Se suman la deuda en dólares, las cadenas de pago rotas, la dolarización de la economía y la falta de trabajo. El exceso de recursos y consumo que logran unos pocos, es a costa de muchos que son excluidos.

* Economista, ex ministra de Economía de la provincia de Buenos Aires.