Alguien se refirió alguna vez a Ben Affleck como “un actor inadmisible”. Sin que ello implique entrar en el juego de las comparaciones directas entre uno y otros, algo similar solía decirse de tipos como Humphrey Bogart e incluso de Gary Cooper. Las referencias a estas dos grandes figuras de Hollywood en su época dorada vienen a tiro: en su cuarta película como realizador, el compañero inseparable y amigote desde la infancia de Matt Damon aspira claramente a recrear ciertas formas del pasado y a reencarnar, como su protagonista indispensable, en la figura del galán duro pero romántico que supo atravesar la “pantalla plateada” en los tiempos de las copias de nitrato. Director y estrella, entonces. Además de uno de los productores y guionista absoluto de Vivir de noche (Live By Night), segunda adaptación de una novela de Dennis Lehane en su filmografía: la primera fue su ópera prima, Desapareció una noche, encarada poco tiempo después del éxito de la versión de Clint Eastwood de Río místico, tal vez la novela más famosa del escritor nacido en Massachusetts. ¿Ego trip sin fisuras? Posiblemente haya algo (o bastante) de ello, pero en la tersura del tejido clásico Affleck encuentra la manera de narrar –prolijamente y con varios atisbos de emoción y estímulo– un típico relato de ascenso y caída criminal. Si una porción de la obra de Lehane recrea universos literarios entroncados en alguna rama más o menos ancha del árbol de la novela negra, Vivir de noche, la película, mira con admiración aquellos buenos viejos tiempos del cine de gángsters, a comienzos de los años 30, antes de que el Código de Producción aplicara las duras tenazas de la censura a las aventuras criminales y amatorias de tipos como Tom Powers, Rico (alias Pequeño César) o el mismísimo Tony, el de la cara cortada. El propio Affleck lo explica ante el mundo en la carta de intenciones de su nuevo film: “Leí el libro y me encantó la idea de hacer la película como un homenaje a las viejas películas de gángsters de la Warner Bros, la clase de películas pulp, sexies y profundas que ya no se hacen y que realmente extraño ver. Es lo que solía llamarse un blockbuster de Hollywood. Películas que eran definidas por su escala y tamaño, y todos esos grandes temas que hacían que esas películas se sintieran tan épicas: crimen, asesinato, amor, traición, castigo, redención. Quise que el film fuera una carta de amor a esas películas que amo, honrar esa clase de cine”.

Claro que Affleck no es James Cagney ni Paul Muni ni Edward G. Robinson, eso va de suyo. Tal vez por ello el registro dramático del personaje central, Joe Coughlin, gravita entre dos extremos en apariencia irreconciliables: un hombre dispuesto al asesinato a sangre fría, sin dudarlo siquiera un segundo, o de utilizar las más desagradables e inmorales estrategias para chantajear a quien tiene delante y, al mismo tiempo, un hombre sensible con capacidad para amar, tanto a su compinche de aventuras y mano derecha como (muy especialmente) a una mujer. A varias mujeres, en realidad. El Coughlin de Affleck debe ser el gángster más enamoradizo de la historia del cine, a años luz de la misoginia rampante de tipos como el ya mencionado Powers, maltratador serial de féminas, a excepción, claro está, de la intocable madre. Una de las tres novelas de Lehane dedicadas a los hombres de la familia Coughlin (de origen evidentemente irlandés y cristiano, pero instalada firmemente en Boston, como Affleck y Damon), Vivir de noche encuentra al hijo menor del clan, Joe, involucrado en el lucrativo negocio de la producción, distribución y venta de alcohol durante los años de la famosa Ley Seca. En la película, el guión opta por referir someramente, como bagaje indispensable, un par de elementos influyentes en su elección de vida. Como ocurría en ese clásico tardío del crime film, Héroes olvidados, dirigido con enorme talento y un pulso notable para la acción por Raoul Walsh, el joven soldado regresa de las trincheras europeas abatido por el verdadero rostro de la guerra, hacia una sociedad que olvidaría muy rápido a sus héroes para embarcarse en una década de vertiginosos cambios y –para quien pudiera costearlos– placeres efímeros. “Pagando el precio del sueño americano”, según sus propias palabras. Joe optará entonces por el “camino fácil”: el crimen. Aunque, a diferencia de tanto bandido más conservador, seguirá siendo un francotirador, un outsider, sin pertenecer ni liderar banda criminal alguna. Un simple “forajido”, como él mismo se define ante quien quiera oírlo.

Alcohol, chicas y armas humeantes

“¿Cuál es tu nombre?”

“Emma Gould”, dijo ella. “¿Y el tuyo?”

“Buscado”

“¿Por todas las chicas o sólo por la ley?”

No podía ocuparse de ella y cubrir el cuarto al mismo tiempo, por lo que la giró hacia su lado y sacó la mordaza del bolsillo. Las mordazas eran medias de hombre que Paulo Bartolo había robado del local de Woolworth’s donde trabajaba.

“Vas a ponerme una media en la boca”.

“Sí”.

“Una media. En la boca”.

“Nunca fue usada con anterioridad”, dijo Joe. “Lo juro”.

El diálogo y la escena que lo contiene están literalmente trasladados a la pantalla, como otros tantos diálogos y escenas de la novela. Joe y su pequeña pandilla atracan un aguantadero donde se juega fuerte con la ayuda de Emma (Sienna Miller, rubia y flapper), la querida del jefe y amante de Joe. Cosa jodida meterse con la chica del boss. De hecho, ese será el principio del fin de sus andanzas en Boston y el punto de partida para un nuevo inicio luego de una temporada a la sombra. Antes, siguiendo las instrucciones de la secuencia de montaje frenético inventada hace ocho décadas en aquellos films basados en la crónica policial –y disparada a la estratósfera de la violencia por tipos como Martin Scorsese, otro amante confeso de la gangster movie–, Vivir de noche acumula asesinatos en la calle, de noche y a plena luz del día, en una barbería, en una carnicería que estalla y sigue honrando su nombre, en el segundo o tercer piso de un edificio, con una víctima que termina aplastada como hormiga sobre el pavimento. Un par de encuentros de Joe con su progenitor, superintendente de la policía local (interpretado por el gran Brendan Gleeson con usual bonhomía), encarrila uno de los temas subyacentes del film y, ciertamente, del libro: las tirantes relaciones entre padres e hijos, estén en veredas opuestas de la ley o en la misma senda. El extenso prólogo bostoniano le cede el lugar a las cálidas calles de Tampa, en el estado de Florida, que el departamento de arte recrea con lujo de detalles y algo de imaginación: un abigarrado crisol de razas con amplia –pero no excluyente– presencia cubana. Un territorio ideal para las actividades de una amplia gama de especímenes humanos: la fabricación y distribución de ron en los superpoblados speakeasies de la zona o el incipiente pero todavía en pañales negocio de los casinos, todos rubros manejados por “negros, católicos y tanos”, según la mirada despectiva de un rancio exponente wasp de la zona. A ellos se les suman los muy establecidos terratenientes blancos, muchos de ellos reunidos bajo la blanca capucha del KKK, una forma “elegante” de mantener a raya a los posibles competidores bajo la excusa de la supremacía racial.

En una entrevista con el periódico británico The Guardian, Affleck confesó sus miedos respecto del futuro inmediato de su país, que de alguna manera se ven reflejados indirectamente en el film: “Pasé cinco meses en Londres y debo decir que el voto por el Brexit disparó la misma clase de cosas que escucho aquí. Gente cuya agenda política global es que los inmigrantes están arruinando las cosas o que están tomando ventajas sobre nosotros. En Londres son los polacos, aquí los mexicanos”. Más aún, sobre Donald Trump, el actor y realizador tuvo un par de anécdotas para compartir con los lectores: “Lo vi una vez en una Fashion Week en Milán. Sabías perfectamente que estabas en una fiesta cursi porque Donald Trump estaba ahí. En una época era famoso por permitir que se rodaran escenas en su propiedad sólo si lo incluían en un cameo. El realizador Marty Brest me contó que tuvieron que crear una escena en Perfume de mujer solamente para que Trump atravesara la puerta y le de la mano a Al Pacino. El ego ya estaba allí desde hace mucho tiempo”. A ese territorio minado por el crimen, el racismo y la violencia (el de la película, no el de la vida real) llegan Joe y su compinche Dion Bartolo como emisarios del mafioso Maso Pescatore, dispuestos a hacerse cargo del negocio y a barajar y dar de nuevo los naipes de sus vidas. Affleck opta por una narración frontal, directa, donde las elipsis cumplen la función de empujar la trama sin demoras al tiempo que administran todas aquellas situaciones presentes en la novela y que, por falta de espacio, debieron eliminarse del guión cinematográfico. Rodada en medio de dos largometrajes que lo tienen como encarnación del hombre murciélago y con la presión del éxito y el prestigio obtenido con la anterior Argo, Vivir de noche puede verse casi como un refugio personal, un capricho incluso. 

El nervio vital

Y por ahí va y camina y dispara y ama y desea Affleck/Coughlin, con su sombrero de ala ancha, sus pantalones sostenidos por tiradores y una expresión amable incluso en aquellos momentos en los que se hace necesario apretar el gatillo. Su Vivir de nochet tiene varias virtudes. En principio, las escenas de acción están manejadas con un nervio vital a la vieja usanza, sin alardeos; son secas y usualmente breves. Cumplen su cometido. Por otro lado, son muchas las situaciones donde los diálogos en la intimidad de una oficina o un bar revelan ideas de puesta en escena para las cuales otros realizadores contemporáneos poseen poca paciencia. La cámara sostiene un primer plano de Elle Fanning durante una cantidad de segundos que parecen eternos, sin caer en la tentación del contraplano, durante el primer reencuentro de su personaje con el de Affleck en una cafetería del pueblo. La hermana menor de Dakota interpreta a una criatura secundaria pero fundamental: hija del jefe de policía de Tampa (Chris Cooper), su esperanzado viaje a California en busca de una carrera como actriz se desvía hacia los vicios y la pérdida de la inocencia, para regresar al terruño muerta en vida y resucitada como divulgadora de la palabra de Dios (y enemiga entonces de cualquier pecado, mortal o venial, incluido el juego). En la relación a distancia entre la chica convertida en predicadora de la moral y el protagonista se juegan las fronteras éticas de Joe, que se ha casado con una mujer cubana (Zoe Saldaña) y formado una familia, hijo incluido. Pero, así como Affleck no es Cagney, Vivir de noche tampoco es El padrino: los límites de su disquisición acerca de la violencia y sus consecuencias sobre propios y ajenos, sobre las zonas grises que pueden transitarse entre las categorías conocidas como Bien y Mal, no logran ir más allá de una exposición básica, aunque bienintencionada. El director de Desapareció una noche, Argo y Atracción peligrosa (y de una futura The Batman, que apenas si es por ahora un esbozo de proyecto) homenajea con brillo y algunos bríos toda una tradición en el cine: las películas protagonizadas por criminales con algo de corazón. Primos lejanos de los detectives privados, que a pesar de estar del lado bueno de la ley transitaban por una angostísima cornisa, siempre a punto de perder el equilibrio. O como el mismo Batman, según confirma Affleck, con un dejo de sinceridad y un claro voluntarismo publicitario: “Ambos universos son moralmente complicados. Esta es una película más realista que los films de Batman, pero creo que los dos personajes coexisten en un sitio similar del espectro moral, que es profundamente gris”. Batman y Joe Coughlin compartiendo un bourbon patero en un bar de mala muerte, eso sí que sería digno de verse. Al fin y al cabo, ambos duermen de día y viven de noche. Tal vez en alguna futura película de Kevin Smith.