PARA MIS SOBRINOS, A LOS QUE NO CONOZCO.

“Mambrú se fue a la guerra,
qué dolor, qué dolor,
qué pena,
Mambrú se fue a la guerra,
no sé cuándo vendrá...”

Canción infantil.

Oye – dice ella –, ¿tú crees que es el enemigo, oye?

Mejor no contestarle. Si es el enemigo, no hay tiempo que perder hablando. Los dos escuchamos el ruido del auto y eso basta: primero se detuvo, frenó con un chirrido de lluvia, ahora debe seguir ahí parado frente a la vereda, con el motor andando, escondámonos y dejemos las preguntas para después.

– Nadie puede vernos, nadie puede vernos – canturrea ella –, en nuestra casita linda, nadie puede vernos.

Ojalá. Arrimo la silla, empujándola suavemente con mis piernas, tomo la punta de la manta que me ofrece, y juntándola con la mía, ato ambas con firmeza a las patas de la silla hasta que quedan tensas como una vela llena de viento, con fuerza de hombre, y listos, podemos entrar a nuestra casa. Ella se agacha inmediatamente y se mete adentro, yo la sigo después de echar una mirada a los alrededores: hay justo lugar para dos aquí. Que entienda, eso sí, lo importante es cuidar la voz, tenemos que hablar bajito. Nada de chillidos, nada de pataletas.

La pequeña, para variar, no se da por aludida.

–Bien– dice, dando un suspiro de satisfacción–. Sanos y salvos. A ti te toca ahora elegir un juego.

Para mí es más fácil que ella piense que es un mero juego, que no sospeche que se trata de una guerra de verdad, que esta vez la cosa se pone seria. Ella va a jugar a que es la mamá y yo voy a ser el papá, y vamos a prepararnos para la llegada del enemigo, vamos a revisar y conversar como lo hicieron ellos anoche, cuando creían que estábamos durmiendo, ¿ya?

Ella levanta un pliegue a modo de ventana para mirar afuera.

  –Es que no me acuerdo– dice –. Yo que soy la mamá mejor cocino para ti y los niños. ¿Quieres que te haga algo especial, oye? Yo cocino cosas ricas.

¿Qué tipo de mamá va a ponerse a cocinar justo ahora? ¿Acaso no escuchó el auto, el auto del enemigo? ¿Acaso no sabe que siempre eligen los días de lluvia para venir? Tal vez vengan a buscarme a mí, a mí que soy el papá, y ella no. puede estar cocinando, ella tiene que hacer otras cosas si eso pasa, que se acuerde lo que dijo mamá.

–Ah– responde la pequeña, pronunciando las palabras con energía sorpresiva– yo sé lo que tengo que hacer. Yo que soy la mamá tengo que avisar. Aviso a... aviso a...

A Leandro. Le pido que repita, a ver si la próxima vez no se le olvida. Le–an–dro.

–Leandro, yo aviso a Leandro– dice ella. Y agrega: –Oye, ¿tú conoces a Leandro?

Ninguno de los dos conoce a Leandro. Ni ella, ni yo. Juan sí, y él me ha contado, haciéndome jurar que no soltaré la pepa. Es un secreto tremendo. Porque Leandro, Leandro es el contacto del partido. Si yo guardo ese secreto, algún día Juancho me va a presentar a Leandro y explicar incluso lo que es el partido, así que yo a ella no le voy a largar nada. Las mujeres no saben guardar secretos, eso dijo Juancho, por la boca muere el pez. Decir más bien que Leandro es un tío que no conocemos, un tío más bueno que el sol y más grande que una ballena y más generoso que un jardín. Es un tío fantásticamente fantástico.

–Cuando venga mi tío Leandro– dice ella– él me va a traer muchos regalos, porque me quiere mucho.

En ese momento, se viene abajo una manta, una que amarró ella, claro, tenía que ser. Aparece un hoyo en el techo, como una gran boca vacía de payaso. Ahora sí que hay que apurarse, pronto, como un solo hombre, a reparar la casa, antes de que el enemigo se aproveche... Que vaya a traerme unos libros de papá, si puede hacerme el favor, de esos bien gruesos... Por cierto que ella tarda demasiado, se demora por ahí, y si el enemigo decide atacar ahora estamos fritos. Pero cuando llega la veo tan guagua y sonriente que no la reto, total, para qué...

–Oye– dice, sin pasarme los libros todavía, debe creer que disponemos de todo el día– se bajó alguien del auto ése.

Decido fingir indiferencia para no alarmarla. ¿De cuál auto?

–Del auto del enemigo. Yo miré por la ventana, sabes. Soy una buena espía, yo.

Y si llegaron a verla, ¿qué pasa? Si la vieron, ¿entonces qué? Que me pase los libros mejor.

Ella se mete a la casa de lo más tranquila, ni siquiera me responde a la pregunta, y desde allá, mientras aseguro bien las mantas, se pone a tararear alguna canción. Termino de colocar los libros y entonces entro, arrastrándome, me limpio cuidadosamente lasrodillas y le pregunto si ella cree que el enemigo la ha visto, qué pasaría si deciden llevarla a ella también, a ella que es la mamá.

Ahí deja de cantar, algo se le nubla en los ojitos y sacude la cabeza.

–Eso no va a ocurrir nunca– dice–. Estamos muy bien escondidos.

Tontita linda ella, claro que no, no hay que preocuparse tanto. Además la mamá dijo anoche que Juancho sabe lo que tiene que hacer hasta que ella vuelva. Y seguro que a la mamá la sueltan pronto. Eso dijo el papá.

–Nunca se van a llevar a nuestra mami – insiste ella, levantando la voz–. La traemos a casita y no la van a poder encontrar.    

Bueno, bueno, pero que se calle de una vez, si es un puro juego nomás, estamos puro jugando nomás.

–Me carga este juego–dice ella–. Tú siempre eliges juegos que me dan miedo.

¿Y cómo a mí nunca me da miedo? Ni siquiera cuando papá y mamá se pusieron a hablar sobre nosotros, ni siquiera entonces.

–¿De nosotros?– pregunta ella.

¿Que no se acuerda de lo que dijeron papá y mamá anoche?

–No– responde ella, sonriéndose, boba–, me quedé dormida.

La mamá preguntó acerca de nosotros, qué pasa si deciden llevarse a los niños también, a nosotros. Nunca había preguntado eso antes, lo dijo tan callada y rasante que casi no la pude escuchar.

–Pero no hay quién nos encuentre, ¿verdad?– pregunta ella.

Imposible.

Ella levanta las dos manos victoriosas.

–Es que estamos muy bien escondidos– dice, feliz.

Entonces el papá se puso a retarla. Que no hiciera preguntas tontas. Habló tan duro y tan recio que mamá vino a vernos, creía que nos habíamos despertado con la bulla. Mamá no se dio cuenta de que yo no dormía. Cerré los ojos muy firmes, muy adentro, para que no–adivinara. Sentí sus labios en la mejilla, se quedaron un buen tiempo ahí, calientes y cercanos, el beso no se acababa nunca, después fue adonde ella. Se debe haber quedado un largo rato así, mirándonos, de repente pensé que nos había descubierto. Pero pasó el tiempo, pasó el tiempo, y yo tan adentro de mis ojos, tan debajo de las sábanas, escuchando todavía el eco de su voz que le decía a papá en un susurro intenso y si se llevan a los niños, entonces qué, y ella que nos miraba dormir, y después escuché sus pasos en el corredor, alejándose, volvió donde papá.

–Y entonces ¿qué dijeron?– pregunta ella –. Hablaron acerca de mí, ¿qué decían?

Que se calle, que si escuchó eso, ese ruido.

–¿Qué cosa?– dice ella.

La puerta, que si escuchó eso, alguien está tocando a la puerta.

–Mi tío Leandro– anuncia ella, casi aplaudiendo –. Vamos a abrirle. Ven, Pablito.

Que no se moviera, cómo se le ocurre. Y que me dejara poner atención. Parece, sí, parece que el que fue a abrir la puerta es el papá.

–¿Vienen a buscarnos?– pregunta ella–. Si no es mi tío Leandro, ¿crees que puede ser el enemigo, oye? Oye, tú crees que ...

¿Cómo quiere que averigüe algo si ella sigue parloteando? Mejor que ponga atención, como yo, ¿esa es la voz de papá, no? Ahora responde la de otro señor. Esa voz sí que no la reconozco, yo no la recuerdo esa voz.

–Ahora, ¿qué hacen?

Parece que entraron a la casa. Sí, uno de ellos cerró la puerta, como enojados, la cerraron. Ahora sí, por Dios, que esta guagua pajarona se muerda la lengua, vamos a jugar a que somos un par de ratoncitos, mudos los dos, se nos olvidó cómo hablar.

–Yo voy a mirar por este hoyito entonces– dice ella –. Yo soy un ratón espía.

Le digo que no vaya a tocar nada. Absolutamente nada.    

– Es que estoy aburrida– dice ella –. Déjame mirar por el hoyo. Pablito, no seas malo.

Que me diga una sola cosa. Una cosa. Ella es o no es la mamá, ¿sí o no?

–Sí– responde ella –. Claro que soy la mamá.

Entonces ella tiene que quedarse acá, defendiendo la casa, y calladita, sin una palabra, porque si llegan a pillarnos va a ser por su culpa y de nadie más.

Ella se aproxima a mi oreja y me musita muy despacio, dándome cosquillas con su aliento. Es una respiración suave y tibia, como de conejo, algo tierno que me recorre la espalda, el vello de la espalda. Recuerdo el beso de mamá anoche y tengo ganas de abrazarla fuerte a esta hermanita tan pequeña, tan indefensa.

– Oye, papá– me susurra esa voz –, ¿tú crees que vienen a buscarnos?

Francamente, yo creo que sí, la situación se vuelve peligrosa. Pero, ¿cómo voy a explicarle eso a la cabrita? Capaz de que se me ponga a lloriquear, se me quiebra ahora mismo, cuando más hay que cultivar nervios de acero. Yo que soy el papá tendré que decirle más bien lo mismo que anoche. No se atreverían a llevarse a los niños. Son unos fascistas, pero a eso no se atreverían.

–Nos tienen miedo– dice ella, satisfecha.

Que si no baja la voz, nos van a pillar, y eso sí que no es mentira. Que atienda, están muy cerca, en la otra pieza.

Nos quedamos un rato así, parece un milagro tanta calma, una catacumba de las que hablaba Juan: silenciosos, solos con nuestra respiración, escondidos lejos de todo el mundo. Yo le tomo los dedos y se los coloco en los labios, y ella me sonríe. Desde la pieza de al lado, nos llegan las voces de varios hombres, dos, quizá tres, varios hombres parecería. Ahora es el momento de conservar la sangre fría, y quedarse absolutamente quietos. Como si no estuviéramos acá.

–Yo que soy la mamá– sus palabras resuenan de repente, como un tiro casi, en el silencio tan perfecto su voz estalla como el canto de algún pájaro salvaje, debe oírse en toda la casa, me agarra por sorpresa –¿les digo que se vayan?

Pongo un dedo inútilmente en mis labios. Inútilmente, porque ya la han escuchado. Es seguro. Alguien está abriendo de una manera muy lenta la puerta de la pieza donde estamos, se puede percibir cómo cruje la puerta y las clavijas, alguien que pasa el umbral con pie pesado, alguien puso la luz eléctrica que salta más allá de las mantas como el gran ojo blanco de un loco, vienen ahora ellos, son ellos los que han venido.

El dedo se me hiela en los labios.

–Oye– ella insiste, no puede ser, tirándome además de la manga de la camisa– ¿ellos tienen que obedecerme, no, si yo soy la mamá?

Lo único que queda por hacer ahora es gesticular para que esconda la cabeza entre los brazos, a ver si con eso se calla un poco. Si ella fuera la mamá lo demostraría quedándose calladita, se tragaría las palabras, igual que anoche, cuando papá se lo exigió, cuando papá le dijo que no servía para nada hablar de estas cosas, que de una vez por todas se acabara este tipo de conversaciones, estamos preparados para toda eventualidad. Esperé yo en la oscuridad, ella ya se había dormido y no molestaba, mamá se había vuelto donde papá, esperé que siguieran hablando, y nada, ni una palabra, me levanté muy despacio y me aventuré hasta el corredor para captar mejor lo que decían, fui acercándome al amparo de las sombras, en el dormitorio la luz seguía prendida, pero ni una palabra más, era como si el silencio se los hubiera devorado, ni ella, ni él, ni mamá, ni papá, ambos estaban allá mirándose, sentados uno frente al otro sin decir una palabra, no volvieron a abrir la boca. Por suerte, la niña me hace caso ahora, por suerte medio como que coloca su cabeza entre los brazos. Así no se asusta, no puede distinguir la sombra, allá arriba, lejos y fría, sobre las mantas, dos sombras que tratan de escuchar. Hay por lo menos dos hombres allá, por lo menos dos, afuera, afuera de nuestra casa,y ninguno de los dos dice una palabra. Están esperando que nosotros nos equivoquemos. Hace días que nos vigilan, que el cerco se cierra, quelos signos se multiplican. Pero no nos van a pillar. Vamos a quedarnos tranquilos, como si estuviéramos perdidos o durmiendo o muertos, el enemigo tendrá que partir con las manos vacías.

–Es que no nos van a poder encontrar– dice ella, tapándose la boca con una de las manos para que no salga una explosión de risa nerviosa–. Estamos demasiado bien escondidos.

¿Para qué decirle a la estúpida que se calle?¿para qué dirigirle siquiera la palabra? Ya no hay caso. Yo veo ahora cómo el techo se abre con unos dedos enormes y las mantas caen como un castillo de naipes y penetra la luz más veloz y áspera que una espada y las dos sombras son dos hombres allá afuera, allá arriba, que nos están mirando en silencio. Por su culpa, por culpa de esta tonta pesada, nos pillaron. Ultima vez que juego con ella, lo juro por mi madre, nunca más.

Pestañeo ahora con la violencia brutal de la luz, y entonces reconozco a papá, por suerte uno de los hombres es papá. Pero a su lado hay otra persona, un tipo grande, moreno, más alto y macizo que papá, con su abrigo todavía puesto y goteante a lluvia, un señor que nunca he visto, que no conozco, un señor que nos examina en nuestra casa como si tuviera rayos X en los ojos.

Ella no lo ve todavía, porque sigue con su cabezota hundida entre los brazos, igual que un avestruz. Ahí arrodillada, con el poto parado, se le divisa la punta de los calzones debajo de la pollera. La próxima vez habría que ponerle una mordaza a esta mujer, eso es lo que hay que hacer.

–Váyanse– ordena la fresca, como si no hubiera pasado nada y no estuviéramos a su merced–. Nosotros no estamos acá. Estamos en otra parte.

El se ríe, se ríe con esa voz que venía desde la pieza de al lado y que no recuerdo haber escuchado nunca antes, se ríe con muchas ganas.

–Así que ustedes no están acá, ¿eh? – dice él–. ¿Así que no hay nadie?

Papá, en cambio, no se ríe. Nos mira muy serio y mueve una de las sillas, con lo que termina de derrumbar nuestra casita, quedan desparramadas las mantas como si hubiera pasado por acá un terremoto, algún ciclón maldito.

–Vamos, niños– dice papá, molesto como si estuviera pensando en otras cosas –. Salgan de una vez.

Al sentir la voz de papá, ella descubre por fin que nos pillaron, y ahí se levanta y se frota los ojos como alguien que tiene harto sueño y mira primero a papá y después al otro señor.

–Yo a ti– le dice ella finalmente –no te conozco. Pero eres un tío nuevo... – acomoda la cabeza para un lado, estudiándolo, como un gorrión a punto de volar, y luego agrega: –¿Y se puede saber cómo te llamas?

Ya es demasiado tarde. Nos tienen rodeados. No hay modo de explicarle lo que debe hacer ni decir. Se ha olvidado de todas las instrucciones, los preparativos no han servido para nada. Cómo hacerle entender que no se trata en absoluto de un tío, que se está equivocando, pero que esta vez es más grave, pone en peligro a la familia entera.

–¿Cómo me llamo? – pregunta él, con una semisonrisa que no es desagradable, que es asombrosamente simpática–. ¿A que no adivinas?

Papá está por intervenir, pero ella es más rápida, y lo interrumpe. Ni papá puede salvarnos ahora.

–Leandro– chilla la tonta –. Seguro que tú eres mi tío Leandro.

El hombre intercambia una mirada con papá, lo observa un poco, toma un libro de los gruesos que han quedado sobre la silla, lo da vuelta para leer el título.

– En efecto– dice lentamente, después de una pausa –. Así me dicen a mí. Leandro, me dicen…Pero no entiendo cómo adivinaste. Eso es más bien un secreto.

–Es que somos muy inteligentes nosotros – dice ella, parlanchina como siempre, confiada como siempre, incapaz de reconocer al enemigo cuando está frente a sus mismos ojos, confundiendo al enemigo con un tío, va a ser así esta niñita hasta el día en que se muera–. Mira, tío, mira lo bien que estábamos escondidos. Les costó encontrarnos, ¿no?

–Nos costó mucho, muchísimo – dice el hombre, dando y dando vueltas al libro, abriéndolo, cerrándolo–: Meses.

Ahora mi papá la levanta del suelo y la sube en brazos, apretándola contra su pecho, a ver si con eso se calla. Me doy cuenta de que le queda una mano libre, colgando. Voy a su lado, y con mis diez dedos, con misdos palmas, con mis dos brazos enteros como ángeles detierra, le rodeo esa mano suya tan enorme, y agarro fuerte esa mano suya de gigante bueno, con rabia, con fidelidad, como para nunca soltarla, como si me estuviera atracando a un muelle antes de despedirme para un largo viaje.

El señor fija entonces su atención en mí.

–Y a este pequeño hombre, ¿qué le pasa? – pregunta–. ¿Tienes miedo de abrir la boca? ¿O alguien te robó la lengua?

Podría responderle que nadie me robó la lengua, que yo soy hijo de mi papá y que nosotros nunca tenemos miedo, los hombres de esta familia. Pero mejor no contestar. El señor se queda considerándome, esperando que diga algo, cualquier cosa, y permanezco acá de lo más callado, a mí no me sacan ni media palabra. Que le siga preguntando, sonsacando, a mi hermana, ella que largue toda la información. Pero tampoco puedo evitar que el silencio se haga pesadísimo, se haga irritante, insostenible. Sólo escuchamos el ruido persistente de la lluvia contra la casa, del viento entre las hojas húmedas de los árboles en la calle. Todos me están examinando, aguardando alguna señal de que no estoy sordo, mudo, de que no soy perdidamente imbécil.

Desde afuera de la pieza se escuchan pasos, pasos que se acercan corriendo, y todos nos damos vuelta en dirección a lapuerta; justo en ese momento se abre, se abre y entra Juan, por suerte es Juancho, Juancho que sabe lo que hay que hacer. Viene del colegio, viene destilando agua hasta por las narices, todavía tiene el bolsón en una mano. Se coloca detrasito mío de inmediato, como si supiera que lo estoy necesitando. Ese calor generoso, como de hoguera a mis espaldas, de Juancho formidable, me reconforta, me siento protegido. Juntos, Juancho y yo y papá, somos capaces de enfrentar el universo entero, a los peores monstruos de este universo. El deja caer el bolsón y pone su boca detrás de mi oreja. Me susurra bajito, palabras mojadas, semejantes a abejorros que revolotean contra un vidrio, tan calladas y confusas y rápidas que ni siquiera yo puedo entender lo que me está murmurando, nadie lo podría, algo de secretos y de promesas y de otras cosas.

Papá escoge ese momento para tratar de soltarse, justo ese momento. Puedo adivinar cómo sus dedos buscan aflojarse, seguro que necesita ambas manos para descenderla a ella, para disponer de todas sus fuerzas. Pero yo me tenso, no se la suelto, por nada del mundo me voy a quedar sin la gran garra caliente de papá que me late como un segundo corazón, me aferro como si él fuera el último árbol de un jardín y yo su rama favorita, su nido favorito al que siempre va a volver.

De repente, es el hombre el que rompe el silencio, como alguien que apunta a una ventana con una pelota de fútbol y la fractura medio a medio, es el hombre quien habla de nuevo, increíblemente se dirige a mi hermano.

–Oye, Juancho– dice –. Parece que tienes bien entrenado a este cabrito. No he podido extraerle ni una palabra todavía. Es peor que ostra.

Siento que Juan me empuja un poco, pero no lo logra, contra mi voluntad nadie me mueve ni un centímetro. Entonces, en medio de ese silencio que comienza otra vez a extenderse oscuro y sin término, es ella la que aparece a mi lado, una terraza llena de sol que se abre a mi lado, cae como una cascada amorosa, ella es la que sabe qué hacer, es ella la que responde por mí.

–Lo que pasa– dice ella, adelantándose – es que nadie los ha presentado. Es por eso. Tío Leandro, quiero que conozcas a mi hermano. Se llama Pablito. Es un poco tímido, pero puedes confiar en él. Pablito, éste es nuestro tío Leandro.

El devuelve el libro a la silla y me mira.

–Así que tú eres el famoso Pablito– dice –. Me han hablado mucho de ti. Se dice que eres igual a tu viejo, de tal palo tal astilla. Todo un hombre. ¿Será cierto?

Yo espero unos imposibles segundos más y mido de nuevo su mirada, la manera en que susojos podrían recibir y dar una respuesta, la forma en que sus hombros descansan bajo el abrigo, la generosidad probable de susmanos, la calma de esa sonrisa que comienza a crecer y a esconderse en sus labios. Quisiera seguir anclado a la mano de papá, quisiera en realidad que estuviéramos solos los dos, y si no los dos, la familia al menos, que estuviéramos lejos de aquí, en la plaza quizá, sobre el mar, detrás de alguna montaña, bajo un cielo diferente. Pero es acá donde estamos, donde estoy, y deben ser ahora mis dedos los que forcejean para soltarse y ya nadie tendrá que empujarme hacia adelante, mis manos están libres y cierro los ojos por un instante como techándolos y los abro y todavía me encuentro aquí, solo como un globo frente a este hombre adulto y que nunca vi antes y que no conozco, que no conozco.

–Anda, Pablito– escucho que dice la voz de papá –no seas maleducado, saluda al compañero... Oye, y tú María Victoria, cuidadito. Mira que la próxima vez, puede que no sea un amigo. Hay que fijarse bien.

–Pero si yo sé, papito –dice ella, sonriéndose –. Yo reconozco a los tíos. Cualquiera se da cuenta.

¿Cualquiera se da cuenta, papá? ¿Cualquiera?

 

–Hola, Leandro– dijo Pablo, tratando de hablar como lo hacen los adultos.