Como si fuera el género del duelo, el gótico suele corresponder a aquellos que atraviesan una pérdida (¿y acaso ante la muerte no estamos en un relato de terror, siempre?): en La casa con un reloj en sus paredes se trata de un nene de diez años, Lewis Barnavelt, que de pronto se sumerge en una aventura con casa de comportamiento extraño, cementerios y objetos que cobran vida incluidos. La mamá y el papá murieron en un accidente de auto y a Lewis lo mandan a vivir con el tío, que sabe poco de duelos y menos todavía de niñxs y menos aún, si fuera posible, de ser tío. Basada en la primera novela de John Bellairs publicada en 1973, que inauguró una serie de relatos góticos juveniles protagonizados por Lewis Barnavelt y su amiga Rose Rita Pottinger, la adaptación al cine de La casa con un reloj en sus paredes fue dirigida por Eli Roth (que antes hizo películas de terror para adultos como Hostel) y tiene la frescura de los relatos de otras décadas, con niñxs detestables y adultxs que no saben ser padres y malxs que lo son en serio.
Lewis (Owen Vaccaro) se baja del colectivo en Nueva Zebedee, la ciudad ficcional ambientada en la posguerra, y ya sabemos que estamos ante una película que vale la pena mirar: la ambientación de pueblito de posguerra, de colores oscuros y relucientes, es una delicia, lo mismo que la vieja casa donde vive el tío de Lewis, un mundo misterioso y cálido a la vez pero sobre todo poblado de objetos infinitamente atractivos, picaportes, relojes, lámparas, cuadros en las paredes, que atraen la curiosidad y prometen una aventura. Una sensación parecida producen el tío Jonathan, del que Lewis se enterará que en otra época fue un mago bastante famoso (y ya aprendimos en Escuela de rock que Jack Black es la esencia misma del tío genial, medio inconsciente pero que puede dejarles a lxs chicxs el margen de libertad que necesitan porque lxs trata como a adultxs), y su vecina, la señora Zimmerman, a cargo de una Cate Blanchett que puede robarse la pantalla como una diva en Carol pero también hacer su trabajo más modestamente y a la perfección, como acá. Todo ese mundo antiguo de la casa contrasta con otro ámbito más moderno pero que también tiene su lado cruel, el de la escuela y un pibito de jopo y zapatillas de lona que se parece al Michael Fox de los cincuenta en Volver al futuro pero tiene defectos profundos: está pendiente del qué dirán, es completamente práctico y desprecia la magia.
Como en Coraline, el protagonista de La casa con un reloj en sus paredes es un niño arrojado al mundo y a la aventura a través de ese hueco -siempre un pasadizo secreto- que se abre cuando lxs adultxs no están mirando. Y lo mismo que en esa historia de Neil Gaiman llevada al cine por Henry selick, acá también hay una madre idealizada que no es lo que parece, un detalle mucho más inquietante y pesadillesco que los muertos que salen de la tumba pero que en todo caso no será tan novedoso para lxs chicxs, que muy temprano descubren o deciden (cuando lxs retamos) que de pronto mamá es mala. Por su confianza en la capacidad de lxs niñxs para experimentar la ficción, que sin duda se debe a la novela de Bellairs, La casa con un reloj en sus paredes trae una historia más que bienvenida después de tanto monstruo que no lo es: una película para chicxs que no trata de enseñar que la oscuridad es buena y los monstruos son buenos y el mal en realidad no es tal si se lo mira de cerca, y que hasta cree que lxs chicxs se pueden asustar un poco y disfrutarlo.