Díganle al paciente que hay algo en / él que hay que matar, hay un monstruo / que hay que sacrificar, pero que no es él.
Gisela Pankof
La introducción por Freud del concepto de pulsión de muerte en la teoría marca un antes y un después en la orientación de la clínica psicoanalítica. Extiende el horizonte de su acción a otros campos donde el retorno de lo reprimido y el principio de placer son insuficientes para comprender ciertos fenómenos psíquicos. Se abre un espacio de comprensión y práctica del análisis donde van a primar los efectos del retorno de lo inconsciente no reprimido y de la compulsión de repetición, de lo que sin inscripción significante se presenta al sujeto como sensación de catástrofe inminente, de apoderamiento de su ser por lo siniestro o bien de lo que Bion llamó “the nameless dread” (el pavor sin nombre).
Cuando Freud pensó en un tipo de pulsión más allá del imperio del principio de placer todavía no se habían acallados los ecos de los gritos de dolor y de horror de la primera guerra mundial. Este hecho no nos debe resultar indiferente. La catástrofe ha ocurrido y se vive los efectos de ella. Regresan los mutilados de la guerra de todo tipo, física y mentalmente dañados por los impactos de una muerte tan cercana que la traen en sus miradas vacías. Aquellos seres que regresaban del horror de la guerra traían consigo estados vecinos a la muerte, donde la vida puede continuar bajo apariencia mientras en verdad nada vive.
La catástrofe nunca puede ser asimilada en su totalidad, un resto insiste como retorno de un real sin palabra que pretende anudarse a una cadena simbólica.
Esa fuerza muda que insiste mórbidamente conduce a la autodestrucción si no encuentra las palabras verdaderas que nombren de alguna manera el lugar del sujeto en esa catástrofe. Es la enunciación la que fue dañada y necesita reconstruirse. Es decir, que el sujeto tome un lugar donde poder implicarse en un relato.
Freud comienza llamándonos la atención sobre lo demoníaco de una fuerza que independiente del placer y oponiéndose a éste insiste en manifestarse en forma de compulsión repetitiva.
El punto de partida de “Más allá del principio del placer” es una pregunta que se hace Freud y que a mi parecer es central y resuena fuertemente en nuestra práctica. Freud se pregunta si puede el esfuerzo (drang) de procesar algo impresionante, de apoderarse enteramente de eso, exteriorizarse de manera primaria e independiente del principio de placer.
En los argumentos que va ensayando surge uno que me parece de suma importancia. Al referirse a la repetición de situaciones penosas se plantea que el eterno retorno de lo igual (insatisfactorio ya en su momento anterior) sorprende mucho más cuando la persona parece vivenciar pasivamente algo sustraído a su poder, a despecho de lo cual vivencia una y otra vez la repetición del mismo funesto destino.
En esta observación frente al destino fatal repetidamente vivenciado en los seres humanos ve Freud una compulsión repetitiva que se instaura independiente del principio de placer y que se muestra más imperiosa que éste supuesto rector de los procesos anímicos.
Freud entonces se plantea la importancia capital que cobra la compulsión repetitiva en la constitución del devenir del sujeto y su lazo con un destino mortificante que no se rige por el principio de placer-displacer.
Hay otro autor que, desde una perspectiva distinta, abordó el tema de la repetición en la historia colectiva.
Walter Benjamin en sus tesis sobre el concepto de historia, escritas durante otra guerra mundial, en este caso la segunda, se pregunta ¿no nos sobrevuela algo del aire respirado antaño por los difuntos? ¿Un eco de las voces de quienes nos precedieron en la Tierra no reaparece en ocasiones en la voz de nuestros amigos?
Existe un acuerdo tácito entre las generaciones pasadas y la nuestra, dice Benjamin. Nos han aguardado en la Tierra. Se nos concedió, como a toda generación precedente una débil fuerza mesiánica sobre la cual el pasado hace valer su pretensión.
Benjamin introduce la idea de que la felicidad individual, si podemos llamarla así, implica la redención del pasado, la realización de lo que había podido ser pero que no fue. Esta fuerza redentora obliga más allá de la rememoración a desclausurar el padecimiento pasado volviéndolo al presente. A una suerte de reparación en el presente de aquello que las generaciones pasadas transmiten como deuda a las futuras.
Curioso es encontrar en otro autor insospechado de todo misticismo como fue Augusto Comte, el padre de la sociología positivista, una definición del cerebro tan afín con lo que venimos desarrollando y tan enigmática como lo que nos plantea la idea de pulsión de muerte. Comte dice de este órgano que es un aparato de la acción de los muertos sobre los vivos.
Vemos cómo el expediente de la muerte se reconoce en toda relación donde el hombre viene a la vida como ser histórico.
Ambos pensadores introducen en la dimensión humana una fuerza que sería testimonio y presencia inconsciente de las demandas de los muertos sobre los vivos. En la sucesión de las generaciones vemos transmitirse una fuerza que insiste en repetir estados pasados no resueltos, no asimilados definitivamente como pasado, a los que Benjamin denominó, no sin un eco místico, débil fuerza mesiánica.
Volviendo a Freud. ¿Acaso éste no concibe las pulsiones como un esfuerzo inherente a lo orgánico vivo, un esfuerzo de reproducción de un estado anterior que lo vivo debió resignar bajo el influjo de fuerzas perturbadoras externas? Serían, afirma Freud, la exteriorización de la inercia en la vida psíquica.
Con el ejemplo propuesto de los peces y de las aves migratorias cuyo comportamiento busca retornar a las moradas anteriores de sus especies, aun con su connotación bucólica, muestra su intención de ligar el drang pulsional a la línea histórica de la especie.
Aunque esto resulte algo místico, como él mismo confiesa, no puede sino sostener que la orientación regrediente y la tendencia al restablecimiento de un estado anterior es la característica central del montaje pulsional. Se trata de alcanzar una anterior meta a través de viejos y nuevos caminos. Como se ve, renuncia a pensar una pulsión de progreso evolutivo, que tenga como fin algo nuevo a alcanzar hacia adelante.
La cuestión se complejiza más cuando afirma que ese estado anterior al que aspira toda pulsión no fue nunca alcanzado.
Si las pulsiones sexuales (de vida) como la de muerte espejan estados anteriores de la sustancia viva, pretenden establecer un estado anterior en una suerte de compulsión repetitiva, la pregunta que se impone es ¿en qué se diferencian para justificar la dualidad pulsional?
Partamos de una afirmación que surge de lo que venimos diciendo. La pulsión de muerte no se orienta hacia la muerte como final último de un recorrido de vida. No empuja hacia adelante buscando como desenlace la muerte del organismo, meta que clausure todo tensión en el psiquismo. Se orienta como toda pulsión hacia lo anterior. Freud situó como fin último de la pulsión de muerte la regresión hacia lo inorgánico, anterior a la vida. Nos suena algo extraño que denomine muerte a esto, paradojalmente coloca la muerte en el origen, como anterior a la vida misma.
Ahora bien, mientras las pulsiones sexuales (de vida) se encaminan hacia la primera experiencia de satisfacción, mostrando así su carácter regrediente, la pulsión de muerte, acentuando aún más esta característica regresiva, se orienta hacia lo anterior a toda experiencia de satisfacción. Se dirige hacia lo que antecede a dicha experiencia que inscribe la huella del encuentro con el Otro.
La fuerza pulsional que nomina Freud pulsión de muerte se encamina hacia un tiempo anterior al del acontecer individual. Freud utilizó la idea de regreso a lo inorgánico.
Propongo no sin cierto vértigo, que esa regresión a lo inorgánico podemos sustituirla por una tendencia, una fuerza que empuja hacia el trauma universal que precede todo nacimiento humano. Es decir sería un esfuerzo de lo psíquico de alcanzar no la muerte propia si no la muerte en tanto acontecimiento inaugural de la cultura, es decir de la civilización.
Freud, en época cercana a la que se ocupa de la pulsión de muerte, se interesa por el origen civilizatorio y postula, como es sabido, que éste se localiza en el asesinato del proto-padre y en sus consecuencias. Lo que da origen a la comunidad humana es un asesinato, y no cualquiera sino el del padre.
Es posible entonces pensar que la pulsión de muerte represente en el psiquismo la repetición compulsiva de lo que no fue asimilado de ese acontecimiento inaugural. Una exigencia a lo psíquico de lo no saldado por las generaciones precedentes.
Es la muerte en tanto asesinato lo que acciona en la historia de la humanidad.
Si asimilamos la idea de asesinato del padre a toda forma de catástrofe que de generación en generación va constituyendo la línea genealógica de la civilización humana y además consideramos que la catástrofe no puede ser plenamente inscripta nos encontramos con que cada generación debe procesar la deuda que la generación anterior le transfiere.
Así también en el caso del sujeto su nacimiento viene precedido de catástrofes no inscriptas, en mayor o menor monto, verdaderos traumas de nacimiento de los cuales el sujeto no puede escapar ni con el recuerdo ni con el olvido. Cercenadas a la palabra funcionan como fuerzas de atracción a un estado anterior que busca reproducirse.
Su destino imposible es alcanzar un estado anterior a la catástrofe, nirvana o como se lo quiera denominar. Imposibilidad determinada porque la catástrofe es constituyente del orden civilizatorio en el que se inscribe la subjetividad humana. Paradojalmente esa catástrofe del pasado nunca le ocurrió porque el sujeto no estaba allí para que le ocurriera. Pero al mismo tiempo suministra la contingencia de que el encuentro con el Otro de la necesidad se convierta en un encuentro con el Otro de la cultura.
La pulsión de muerte es la expresión teórica de una fuerza que en el psiquismo pugna por una afiliación primera, sería el esfuerzo por ligar lo que se resiste a ser ligado, asimilar aquello que persiste como exceso por falta de huella que lo sitúe como experiencia inaugural.
De ese encuentro con el Otro de la cultura se instaura la primera huella de satisfacción-insatisfacción, donde el organismo emprende la marcha bajo el imperio del principio de placer-displacer hacia la subjetivación sexuada. Esta es la intrincación pulsional de la que habla Freud. Eros y Tánatos asociados a favor de la vida.
La pulsión de muerte sin embargo puede tener otro destino, separarse de la de vida.
Cuando en el encuentro con el Otro no se inscribió o se borroneó la huella primera. En ese caso el empuje pulsional seguirá su camino hacia el vacío absoluto, hacia la nada previa a toda inscripción humanizante.
De las falencias de esta vacilación inaugural tenemos testimonios constantes en la clínica. Cada vez que el sujeto se encuentra con la falta, no de objeto, sino de la huella que precede y posibilita la relación de objeto, deviene la amenaza de catástrofe inminente, de horror sin palabras, de extrañamiento, de caída infinita o de derrumbe psicótico.
Más allá del principio del placer es un más allá que invoca el lazo insoluble entre el placer y la muerte. Y por lo tanto es lo que hace del sujeto humano un ser moral. El juego, que Freud observa en su nieto, de tirar el carretel y recogerlo, juego que se inscribió en la historia del psicoanálisis como fort-da, nos muestra claramente que el placer del retorno no empata el movimiento del niño que arroja el carretel hacia la nada. Este se repite independiente del principio del placer.
* Psicoanalista. Referencias bibliográficas S. Freud, Más allá del principio del placer. Ed. Amorrortu F. Davoine y J.M. Gaudilliere, Historia y Trauma. Ed. Fondo de Cultura Económica W. Benjamin, Tesis sobre la historia y otros fragmentos. Ed. Itaca