“El cuerpo de la niña se había propagado también ese verano. De un momento a otro, ya no cabía más en su ropa de siempre”. El relato en off en tercera persona, omnisciente, abre el segundo largometraje de la chilena Marialy Rivas como quien comienza a leer una fábula infantil; los dibujos movedizos de campos, ríos, flores y mariposas no hacen más que completar ese cuadro. Princesita es, en más de un sentido, un cuento ilustrado para adultos, una alegoría sobre el abuso del cuerpo y la mente de una niña que acaba de transformarse biológicamente en mujer. También es, según se aclara en diversas notas periodísticas, una película basada en un caso real, aunque sus ambiciones de universalidad lo transciendan por completo. Tamara (la debutante Sara Caballero) tiene doce años y su vida cotidiana no se parece en casi nada a la de otras chicas y chicos de su edad: ella forma parte de un culto que, más allá de trascender la ortodoxia religiosa, no evita el caudillaje de un líder carismático y mesiánico, Miguel (Marcelo Alonso).
Poco importa si Miguel es o no es el padre biológico de Tamara y el film nunca lo aclara: la joven ha sido elegida como el reservorio ideal para concebir y gestar la descendencia del Maestro y para ello es necesario prepararla, educarla, sostener su “pureza”, esperar a que la sangre entre las piernas marque el inicio del período de fertilidad. Con el apoyo del director de fotografía Sergio Armstrong (responsable, entre otras, de las imágenes de Tony Manero, El club y La novia del desierto), Rivas conjuga un universo visual que bordea lo extático: los ralentis y desenfoques parciales, el uso de una cámara que parece flotar y que, por momentos, recuerda al cine de Terrence Malick, se unen a un trabajo de posproducción que tiñe las idílicas escenas de colores saturados, a veces fantásticos. Siempre dentro de los confines del campo comunitario: la fotografía en el marco de la escuela, en el “mundo real”, se traduce en una paleta más convencional. Tamara debe salir y probar su resistencia a las tentaciones y allí se transforma en una chica similar a las demás, aunque un poco más reservada y misteriosa.
“¿Duele la primera penetración?”, pregunta la protagonista en un papelito anónimo, durante una clase de educación sexual. Si en su película previa, Joven y alocada, la realizadora observaba detenidamente a una adolescente criada en un marco religioso (evangélico) tradicional, el descubrimiento de su propio cuerpo, los intentos de represión transformados en deseo, juego, goce y también exceso, en Princesita el tránsito de la infancia a la pubertad está marcado por los miedos y la imposición de la precocidad, la posibilidad de la maternidad convertida en vehículo utilitario, más allá de su disfraz de comunión íntima entre seres humanos y con la naturaleza. Y que, más allá de los aires de superación de viejos dogmas, termina anclándose en la más rancia de las reglas patriarcales: “No hay nada más grande para una mujer que dar vida”, es la frase admonitoria de Miguel. Más tarde, será aún más terminante: “Tu cuerpo no te pertenece”. Producida por Pablo Larraín, uno de los nombres indispensables del cine chileno contemporáneo, la película de Rivas va adquiriendo tonalidades de pesadilla a medida que la historia avanza hacia su desenlace y coda. Sin dudas, la misma historia podría haberse narrado de maneras diferentes, pero el énfasis de la realizadora en las formas fragmentarias, elípticas, evitando al mismo tiempo el exceso de psicologismos, rinde sus frutos: la verdadera naturaleza del terror que acecha a Tamara, el egoísmo y toxicidad de ese “hombre nuevo” mencionado por el líder, se revelan en toda su expresión durante los últimos tramos, cuando la heroína decide pasar de la pasividad a un estado de rebeldía. El castigo por haber osado hacer uso del cuerpo por fuera de las reglas comunales, pergeñadas por un hombre carismático y poderoso, es la falsa moraleja de este cuento de princesas oscuro, a su vez recordatorio de los horrores reales de este lado de la pantalla.