Juana Sapire tenía 12 años cuando en una salida con amigos conoció a un chico de 14 que le llamó la atención. Ambos volvieron a cruzar miradas en distintos eventos grupales, hasta que cuatro años más tarde se rindieron ante la evidencia de un enamoramiento absoluto. Aquel muchachito pintón, alto, rubio y de ojos celestes se llamaba Raymundo Gleyzer. Junto a Sapire formó primero una pareja y luego una dupla creativa –ella era sonidista, él dirigía– que los volvió inseparables. Fue así hasta que el diablo de la dictadura metió la cola secuestrándolo a él y dejándola a ella sola, con un hijo de cuatro años a cuestas y un departamento totalmente saqueado: el grupo de tareas se había llevado hasta las cucharitas del café, pero dejó todo el material filmado desde mediados de los ‘60. “Las dejaron de brutos, porque seguro consideraron que no las podían vender y ni siquiera debían saber qué eran. A él lo desaparecieron, pero no a su obra porque yo la cuidé, tengo todo: cartas, poesías, carpetas de cada película con detalles de lo que se hizo, cuándo y cómo”, dice ahora esta mujer de 75 años, quien será la invitada estelar del homenaje al cineasta y al grupo Cine de la Base (ver recuadro) pautado para hoy a las 18 en la sala Caras y Caretas, ubicada en Venezuela 330.

El trabajo no fue fácil. Al dolor del destierro y al duelo en carne viva por el marido ausente hubo que sumarle la engorrosa logística para trasladar el material hasta Nueva York, donde Sapire se radicó junto a su hijo Diego. Con ayuda de amigos, colegas y compañeros fueron llegando las notas, los apuntes y las latas de fílmico que hoy son las compañías fundamentales de una mujer que ha dedicado su vida a preservar y difundir la obra de su marido por todo el mundo. “Me gasta muchísima energía este trabajo, pero también me llena cuando los cineastas jóvenes ven las películas”, afirma. Fue gracias a esa perseverancia que el material trascendió a su tiempo, y ahora estará más al alcance que nunca, ya que desde mediados del mes que viene formará parte del catálogo del sitio Octubre.tv. La selección estará integrada por copias remasterizadas de todos sus cortos y largos, desde la seminal La tierra quema (1964) hasta la emblemática Los traidores (1973), en la que aborda la vida de un dirigente sindical peronista ficticio pero con mucho de real. Porque, a fin de cuentas, el cine de Gleyzer siempre persiguió la voluntad de retratar con urgencia temas acuciantes para la clase trabajadora no sólo argentina sino de toda la región. Un cine “hecho para el pueblo y desde el pueblo, ligado a las luchas y a la vida de la gente”, tal como lo define Sapire.

–Que hoy pueda tener todo el material se debe a que Gleyzer era metódico y ordenado a la hora de trabajar, ¿no?

–Sí, como había que ser. No sabíamos otra forma. Era meticuloso porque era una producción acotada. Antes no había toda la tecnología que hay ahora. Esa tecnología, en general, no nos ha adelantado en la cuestión de pensar los hechos, de filmar y masticar lo que se hizo, editarlo, comprenderlo...todo eso se ha ido por la facilidad de poder sacar 700 fotos o filmar decenas de horas. Nosotros teníamos material de 16 mm que había que cuidar. Había que ser ordenado para trabajar así.

–¿Cómo era su metodología de trabajo, teniendo en cuenta que filmaba casi siempre en un contexto de persecución y clandestinidad?

–Bueno, al principio no era así, porque empezamos a filmar cuando teníamos quince años. Su primera película, La tierra quema, la filmó en Brasil yéndose a dedo. Si él quería hacer algo, lo hacía. Si había algún problema, lo solucionaba. A eso estábamos acostumbrados. Ahora es muy distinto porque se esperan subsidios y esas cosas. Nosotros nos mandábamos con la cámara y el sonido al interior del país. Esas experiencias nos enriquecían porque íbamos conociendo la vida de la gente, sus dificultades, el por qué vivían así. Cuando fue al nordeste de Brasil lo agarró un golpe de estado y se tuvo que escapar, pero no dejó ni el equipo ni el material. Como nosotros viajábamos mucho, la persecución no era evidente: venían, te chupaban y listo, era más drástico. Con Raymundo pasó eso, lo desaparecieron y todo el Cine de la Base se desmoronó. Cada uno se salvó como pudo.

–¿Qué ocurrió en su caso?

-Después de su secuestro estuve un mes dando vueltas con Diego, nuestro hijo, tratando de zafarla. En la tortura no se puede culpar a nadie por decir algo, pero Raymundo no dijo ni una palabra, entonces los compañeros lograron salvarse. ¿Viste cuando se dice “dar la vida”? Bueno, él no dio la vida, a él se la quitaron. Después vinieron meses y años de preguntas, de tratar de averiguar si alguien sabía algo de él. La Comisión por la Memoria me dio una caja con toda la información de esa época que tenían los servicios sobre nosotros. Ellos sabían todo, esa era la persecución. Y estaba escrito con un lenguaje que parecía nuestro: qué ideología teníamos, qué pretendíamos hacer…pero de lo que pasó con Raymundo, ni una palabra. La frutilla del postre de esa caja era una foto de su cara que hubiera preferido no ver.

–Da la sensación DE que los temas que abordaba Gleyzer en su obra siguen vigentes. ¿Cómo definiría su cine?

–Era un cine hecho para el pueblo y desde el pueblo. Un cine completamente ligado a las luchas y a la vida de la gente. Por ejemplo, en Me matan si no trabajo y si trabajo me matan (1974) muestra la lucha de los obreros de la fábrica Insud que se morían por tener plomo en la sangre. Algunos temas siguen vigentes porque, si no cambia el sistema, no va a cambiar nada. Mi satisfacción, mi deber en esta vida hasta el último suspiro, es dar a conocer lo que pasa, porque la maquinaria publicitaria de los medios es tan grande que la gente cree cualquier cosa, cualquier estupidez que no es verdad. Uno lucha contra eso con la mínima fuerza que se tiene.

–¿Cuál era la reacción del público cuando veía reflejados esos temas en la pantalla?

–No era público porque eso sería una proyección en salas convencionales y nunca dimos las películas ahí. Nosotros íbamos a los lugares donde estaba la gente, porque muchos no podían viajar. Ahí mostrábamos nuestras películas y las de nuestros compañeros de Cine de la Base. Buscábamos algún lugar donde poner una pantalla o una sábana blanca, algunas sillas, y después charlábamos, hasta que por ahí los vecinos nos avisaban que venía la policía y nos íbamos, pero siempre llevándonos los equipos y el material. Era algo de vos a vos, en un mismo nivel. Por ejemplo, cuando mostrábamos Los traidores, casi todos se identificaban al menos con alguna de las partes. Una vez, en Suiza, vino una señora con la foto de su hijito a darme un abrazo y decirme que lo que se mostraba era así. Es una cuestión universal.

–Universal y atemporal.

–Sí, no ha cambiado mucho. Raymundo ha cubierto muchos frentes; cuando pasa algo, buscan sus películas. Era un hombre de buen corazón, decente, valiente, interesado en generar empatía con el otro. Pero no íbamos a filmar así nomás. Queríamos mostrar cómo vivía la gente, sus problemas y la falta de apoyo…todas cuestiones que hoy siguen vigentes. Lo mismo pasa con Los traidores, que me gustaría que la pasaran en todos los sindicatos. Siempre tratamos de llevar nuestras ideas a la mayor cantidad de gente y de la mejor forma posible. Los traidores está basada en un cuento que escribió Víctor Proncet. Raymundo le pidió permiso para hacer una película, aunque con algunas modificaciones. Quedó muy buena porque es ficción pero con mucho de documental. Por ejemplo, muchas cosas que dicen los generales estaban sacadas de los diarios.

–Usted ha dicho que el legado de la obra de su marido era inspirar a los jóvenes y no sólo a los cineastas. ¿Qué ocurre hoy con los jóvenes cuando ven sus películas?

–Los jóvenes entienden todo y se preocupan y angustian igual que antes. Por ejemplo, a raíz de México, la revolución congelada (1973) declararon a Raymundo como “persona no grata” y nunca más pisó ese país. Hace unos años la mostré en el Festival Ambulante de allá, y los jóvenes me preguntaban qué pensaba sobre cómo estaban ahora. Yo les respondía que me dijeran ellos, que son los que vivían ahí, y decían que igual o peor. Yo no veo que haya cambiado mucho.

–Pero Gleyzer pensaba que el cine era una herramienta poderosa para la transformación política y social. ¿Sigue siéndolo?

–A mí me parece que el cine es lo que más le puede llegar a la gente, el formato que pega mejor y que genera mejores discusiones. En México fue increíble, y acá también. Los chicos me hablan y me preguntan muchas cosas. Las películas de Raymundo no son solo para ver, son para ver en grupo, discutir y hablar. Ahora está el individualismo al mango. Hoy se habla todo el tiempo de “yo”: yo esto, yo lo otro…

–¿Se perdió el espíritu colectivista?

–Es lo que pienso. No conozco a todos los grupos, pero hay documentalistas que son bastante unidos. Cuando le hicimos el homenaje a Raymundo en el Cine Gaumont en 2016, a cuarenta años de su desaparición, fue la primera vez que se unieron las seis organizaciones de documentalistas. Que se nucleen alrededor de su figura es muy bueno. La idea es mostrar las películas para que la gente las vea, con la esperanza de que algo cambie aun con la certeza de que vamos para peor. No quiero sonar como una vieja de doscientos años, pero lo que era un mínimo respeto por el otro, un  mínimo de educación y sensibilidad, hoy está rebajado por toda la porquería que mete la televisión y los diarios. Está todo muy desvalorizado, todo muy difícil.

–¿Y cómo se sale de eso?

–La verdad, no sé, nosotros tratamos pero nos pudimos. Ahora depende de ustedes. Hay una cuestión importante, y es que la derecha está siempre unida, siempre sabe con firmeza adónde va. No tiene el problema de que se juntan tres tipos y arman cuatro partidos. La derecha siempre la tiene clara. La izquierda, en cambio, está desmenuzándose en subgrupos. Es un problema de siempre. Hoy leer PáginaI12 es un bajón, pero es la realidad. Se vive en una incertidumbre que provoca mezquindad en la gente.

–¿Por qué cree que hoy, a más de cuarenta años de su desaparición, la figura de Raymundo sigue muy presente en el ámbito documental?

–Porque se valora la obra, porque la obra sirve. Lo que hicimos para que sirviera, sirvió. Evidentemente lo hicimos bien, en el sentido de que son películas bien hechas que permiten sacar conclusiones, no un mamotreto con un puño en alto que dice “a la lucha, a la lucha”. El otro día vi varios cortos en Cine.ar, tuve toda la paciencia del mundo para ver a una persona caminando por una vía. Caminaba, caminaba, siguió caminando, ya cuando iba a sacarla me dije “no, veamos a dónde va”, pero seguía caminando…era inaguantable. ¿Qué me querés decir con eso? ¿Para qué? Después unos créditos con, no sé, sesenta personas que intervinieron…

–¿Falta compromiso político?

–No, antes que compromiso falta algo que me haga interesar, que diga algo. No hablo de que me divierta, pero sí que sea ameno. Hoy pueden grabar trescientas horas, pero después hay que tener cabeza para editar y darse cuenta a quién le puede importar ver a alguien que camine por una vía durante cinco minutos. Yo no voy a criticar lo que hacen, que hagan lo que quieran, pero no me dejó nada.

–En los últimos años, con las discusiones alrededor de la desigualdad de género, se visibilizó la poca representación de las mujeres en los equipos técnicos. ¿Qué significaba para una mujer trabajar como sonidista a fines de los años 60?

–Con Raymundo nunca tuve un problema de género. En mis casi 75 años nunca me maltrató un hombre, ni me menoscabó ni me hizo sentir menos. Yo entiendo lo que pasa hoy, leo las cosas horribles que les hacen a las mujeres, pero como nunca me pasó, mi experiencia siempre fue que éramos todos iguales.

–Pero en esa época no era habitual que una mujer trabajara en los rubros técnicos…

–Bueno, a nosotros lo habitual nunca nos interesó porque lo habitual no te lleva a ningún lado. Con Raymundo nunca nada era habitual, todos los días una aventura distinta. Eso era lo que nos gustaba. Éramos “inhabituales”, no había ninguna rutina.