Las elecciones nacionales argentinas de 2015 no pueden ser interpretadas como una competencia entre un conjunto de partidos para llegar o conservar el gobierno. El encanto desmesurado por las formas hace que buena parte del análisis pierda de vista justamente las condiciones políticas contextuales en las que los partidos libran su competencia: curiosamente es un análisis político que prescinde de la política. En la última elección, los argentinos nos vimos compelidos (o gratamente estimulados) a decidir sobre un antagonismo político. No faltan los optimistas, cuyas filas integro, que llaman a este corte antagónico “la lucha entre dos proyectos de país”. Retiremos la expresión porque suele interpretarse como una consigna que recae en la peligrosa enfermedad de lo binario o que atribuye densas fuentes ideológicas al voto indiferente o distraído de millones de personas empadronadas. No se trata de eso, pero sería largo de explicar. Retiremos la etiqueta del proyecto. Digamos que había en aquel octubre algo así como un humor colectivo llamativamente polarizado en torno a un juicio casi excluyente, el que versa sobre la experiencia de los gobiernos kirchneristas. Ese juicio podía expresarse, y de hecho se expresaba, con múltiples intensidades, con muy diferentes motivaciones, pero deben ser muy pocos los argentinos que votaron ignorando que eso estuviera en juego.
Hay que empezar, entonces, por el origen de la experiencia que estamos viviendo. Los términos en los que el antagonismo se expresó en la última elección no son los que se presentarán en octubre próximo ni en las que sigan; no pueden serlo porque eso significaría que la Argentina quedó políticamente petrificada y eso es históricamente imposible. Pero el punto de partida no puede ignorarse porque en caso contrario, en lugar de un país congelado en una realidad, nos representaríamos uno que empieza todos los días a vivir desde la nada histórica. Esos son los dos excesos simétricos que acechan a los fundamentalistas y a los cínicos.
El antagonismo sigue vivo. El hecho de que exista un tercer sector, que la sabiduría encuestadora ha bautizado como “voto independiente”, no niega que existan los dos polos, entre otras cosas porque a la expresión “independiente” ha de seguirle inevitablemente la pregunta ¿de qué? En la Argentina, el juicio sobre la experiencia kirchnerista sigue siendo el núcleo central de la diferencia política. Hoy está parcialmente superpuesto con la alternativa gobierno-oposición, pero ambas no son equivalentes. Más allá de lo que digan las encuestas, sería muy difícil negar que buena parte de la sociedad que manifiesta expectativa y esperanza en el futuro de este gobierno lo hace principalmente por razones de rechazo a la etapa anterior. No es, claro, una dinámica que “la gente” construye de modo autónomo, está íntimamente asociada a los dos relatos antagónicos, a la conformación de una interpretación nacional-popular, por un lado, y de una interpretación liberal-conservadora, por otro. Una vez más: sin que eso signifique atribuir necesariamente al votante una de esas dos pertenencias ideológicas. La persistencia del antagonismo se vislumbra sin mucho esfuerzo: lo testimonian las retóricas de la protesta social y la línea central de algunos debates parlamentarios, tanto como el lenguaje de la persecución “judicial”, la limpieza de las calles y la corrección política de los programas antipolíticos de la televisión. Frente a todo antagonismo binario tienden a surgir estrategias de síntesis, reales o escénicas, que simplemente aspiran a convertirse en el nuevo principio de diferenciación política. Por ahora entre nosotros las síntesis no pasan de ser un “tercer sector”.
Veamos cómo tiende a expresarse ese antagonismo en la perspectiva de la próxima elección legislativa de octubre. El polo antikirchnerista tiene en su centro indiscutible al macrismo; no a la coalición Cambiemos sino a su núcleo duro que fue finalmente el que triunfó en diciembre de 2015 y el único identificable hoy, en medio de una dinámica fuertemente polarizante. El radicalismo y Carrió están entusiasmados con la posibilidad de cuidar su santidad política, advirtiendo a la población que en el PRO hay casos de corrupción, lo que significa que sobre esa base creen que pueden extorsionar a Macri en la cuestión de la influencia “dentro de la coalición”. Mientras tanto, en las cercanías del Presidente están convencidos de que lo que ya les han otorgado no constituyó una solución sino que forma parte del problema: en el PRO hay más preocupación por el peronismo que la coalición no alcanza a comprometer que por el panradicalismo reclamante. Por ahora los peronizadores del PRO son minorías díscolas, pero muchos advierten que esa línea es la que se abre paso nada menos que en el gobierno de la provincia de Buenos Aires. La incógnita principal en ese cuadrante son los votantes de Massa de la última elección; una importante conservación de posiciones por parte del tigrense bajaría mucho el piso del oficialismo, cuya performance electoral ya no será juzgada por su lugar en el pelotón del antikirchnerismo sino por su condición de gobierno. En octubre próximo, la elección de Macri en la primera vuelta (para no hablar de las primarias abiertas) sería muy difícil de interpretar como una ratificación de apoyo popular.
En el hemisferio de quienes se expresaron por el peronismo-kirchnerismo en la última elección las cosas se presentan más complejas. La superestructura política de este polo se ha resquebrajado considerablemente después de la derrota. En toda la línea orgánica realmente existente del peronismo –las gobernaciones, el Congreso, las intendencias, el sindicalismo, la conducción partidaria– se manifiestan los clásicos remezones de la derrota: los que ayer esperaban resignados hoy pasan a cobrar sus facturas. Claro que es un movimiento que no ha sido uniforme y de igual tendencia entre la asunción de Macri y hoy. Desde la euforia de la gobernabilidad y la responsabilidad y el rigor con el que muchos de quienes emprendieron ese movimiento trataban al gobierno anterior, hasta la combatividad antimacrista y la discreción hacia el interior del movimiento que hoy empieza a despuntar, hay un trecho recorrido. Es el trecho que corresponde a la puesta en acto del macrismo “realmente existente”, el del ajuste brutal, la represión, la persecución y –lo que para algunos es lo más importante– la estrechez de la billetera central. También y correlativamente es el lapso en el que la operación de aislamiento y lapidación social de Cristina ha encontrado un tope visible, al punto que cada vez más nítidamente aparece como la piedra angular del único fragmento del relato macrista que quedó en pie: las frases cortas sobre la pesada herencia.
El peronismo tiene una disyuntiva muy compleja. El antagonismo no se ha disuelto, se ha afirmado a fuerza de daños descargados por el ajuste neoliberal. Si el peronismo quiere reemerger de su derrota no tiene otro camino que registrar ese hecho y colocarse clara e indudablemente como aspirante a representar a quienes se oponen al gobierno. Y ese no es un camino virginal. No alcanza para asumirlo con las vagas referencias a un peronismo existencial e independiente a las experiencias históricas; está demasiado cercana la experiencia de la Argentina sumergida en la más tremenda de sus crisis históricas y reemergida a través de años de mucha pelea interna, de muchos intentos de desestabilización, por gobiernos que nunca dejaron de ser peronistas. No se puede escribir un programa de gobierno futuro sin la recuperación de esa experiencia. Una recuperación que, pensada como programa, no puede silenciar los límites, los puntos débiles y los puntos oscuros de la política de esos años. Pero que tampoco puede ser reemplazada por el peronismo del borrón y cuenta nueva. Además el peronismo no discurre tampoco en el vacío. Hoy se insinúa un problema esencial a resolver: las divisiones en la superestructura no tienen correspondencia orgánica con el humor social. Esa difusa exigencia de unidad que circula en el mundo sindical, social, cultural, de los derechos humanos no es la convocatoria a una simple rosca entre aparatos, a un abrazo formal entre unos y otros. Es una exigencia que tiene una agenda implícita, compuesta por la recuperación de derechos sociales, de dignidad nacional y de libertad política. No es un público disponible para cualquier amontonamiento. Podría ser que tampoco sea un público para una convocatoria sectaria y mezquina.
Desde esta perspectiva hay un camino de confluencia entre lo que aparece como una necesidad del campo popular y los márgenes de maniobra de las estructuras políticas. Demanda mucha comprensión histórica, mucha idea de patria. También mucha inteligencia, mucha prudencia. Son todas virtudes muy difíciles de reunir por un colectivo humano. Pero pueden ser estimuladas por la necesidad. No solamente en el sentido de necesidad histórica, sino en el más pragmático que atiende al enorme peligro que puede entrañar para una estructura política el divorcio definitivo respecto de aquel sector de la sociedad al que pretenden representar. No hay que olvidar que vivimos una época de distanciamiento -cuando no de rebelión electoral- contra un tipo de organización político-partidaria que está más interesada en el bienestar de sus miembros que en la vida de la sociedad. Eso es lo que se está experimentando en Europa y Estados Unidos. Algo de eso vivimos en la Argentina, en diciembre de 2001, cuando la rebelión no distinguía colores partidarios en el reclamo de que se vayan todos. Algo así puede reaparecer si la política formal no da respuestas a esta emergencia.