1945 puede ser entendida y descripta de muchas maneras, excepto como una película huérfana, no sólo por su fuerte ligazón con el pasado histórico de Hungría, sacudido durante el siglo XX por dos grandes guerras y varios conflictos internos y externos de envergadura, sino por su cualidad de fresco cinematográfico, elemento que la emparenta con otros nombres y títulos en la historia del cine húngaro. Pero a diferencia de las obras más reconocidas de autores como Miklós Jancsó –quizás el gran cronista cinematográfico de los cambios políticos y sociales de su país– la aproximación del realizador Ferenc Török a un período concreto y particular no adquiere los tintes de la reflexión alegórica y opta, en cambio, por una aproximación extremadamente realista. Una de las principales apoyaturas formales de la película, su cualidad fotográfica, forma parte de una extensa estirpe en el cine de los países de Europa del Este: los encuadres y movimientos de cámara, preciosistas y de una enorme plasticidad, se unen a un blanco y negro contrastado para referir no sólo a una idea de pasado en un sentido estricto sino, esencialmente, a una escuela, a una tradición estética.
Lejos de Budapest, el pequeño pueblo en el cual transcurre la historia, algunos meses después del fin de la Segunda Guerra, está marcado por la figura rectora del notario del Ayuntamiento, el señor Szentes, a quien todos parecen responder y cuyo comportamiento se asemeja al del patrón de estancia. El único día en la ficción retratado por la película no es idéntico a cualquier otro y dos hechos de relevancia se producirán al mismo tiempo. Por un lado, el hijo de Szentes se casa y el pueblo en su totalidad se prepara para la fiesta, aunque más de una mirada en los campos de cultivo anticipe las grietas personales y sociales que no tardarán en mostrarse sin tapujos. Por el otro, el regreso inesperado de dos hombres –un padre y su hijo–, ambos judíos ortodoxos, cargados de un par de misteriosos baúles y una misión por completo desconocida, circunstancia que enciende las alarmas de una parte de la comunidad. Empezando por el propio Szentes, cuya próspera farmacia frente a la plaza central –como tantos otros inmuebles de la región– oculta un pasado recientes de denuncias, desapariciones y apropiaciones.
Son muchos los temas que atraviesan 1945 y todos ellos son de un peso ético y moral enorme: el egoísmo, la delación, el miedo, el silencio. Pero quizás el más relevante, el que sobrevuela a todos los personajes, responsables o testigos de la detención de sus compatriotas, es el de la culpa. Y a todos les llegará, tarde o temprano, de manera intempestiva y arrolladora o como un aguijón punzante que, al comienzo, logra pasar desapercibido. La presencia en el pueblo de un puñado de soldados rusos y ciertas discusiones sobre la propiedad privada anticipan la inminencia de una posibilidad, que la táctica del salami del Partido de los Trabajadores (representado aquí por un campesino de fisonomía y actitudes definidamente bolcheviques) terminaría transformando pocos años más tarde en una realidad. Pero esa, desde luego, es otra historia.
La construcción cinematográfica de ese sentimiento grupal ligado al pasado reciente es la mayor virtud del film de Török, cuyos ajustados 90 minutos de metraje (la trama esté basada en un cuento breve del coguionista, Gábor T. Szántó) son utilizados sin desvíos para conjugar la idea de relato coral, con sus múltiples personajes y subtramas específicas que, inevitablemente, terminan dirigiéndose hacia una confluencia final. No todos los detalles o especificidades de los personajes poseen la misma fuerza o cualidad de verdad, pero el retrato en su conjunto nunca deja de mirar a los ojos el rostro de la vergüenza comunitaria y señalar algunas de sus consecuencias directas e indirectas.