Muchas veces los cientistas sociales que coqueteamos con el ámbito periodístico solemos utilizar palabras rimbombantes para clasificar una situación que se avecina. Decisiva, trascendental, parteaguas: todo esa carga valorativa, alguna vez exagerada por el minuto a minuto de la repercusión, tendrá sentido concreto para la próxima elección presidencial en Brasil. Ahora sí no erraremos el diagnóstico: suceda lo que suceda, aquel país mutará aún más de lo que viene cambiando su propia piel, al menos desde el inicio de las movilizaciones callejeras que condujeron al impeachment sin crimen de responsabilidad que desembocó en la salida de Dilma Rousseff del Palacio Planalto, en un clarísimo –más evidente a medida que pasa el tiempo– golpe institucional.
Primero lo primero: Jair Bolsonaro, que encabeza las encuestas –Datafolha, Ibope, CNT/MDA– con un discurso cada vez más corrido a la derecha, es el resultado visible del proceso de creciente deterioro de la política que vivió el gigante continental. Bolsonaro es el heredero de un Lava Jato desordenado, irregular, apartado del Estado de Derecho y las instituciones que de el deberían emanar. Pero a su vez representa, para un sector de la población que ya descree de las promesas de progreso, la idea de orden, también presente en la bandera del país. Orden de derecha, pero orden al fin para una parte del electorado. No solo Bolsonaro se ve en la segunda vuelta: el propio Doria, del PSDB (partido socialdemócrata), manifestó para enojo de algunas líneas internas de su partido que pronostica al acuchillado en Juiz Da Fora compitiendo en el ballotage.
Segundo, el segundo: Fernando Haddad parece consolidarse, de acuerdo a las últimas encuestas, como la alternativa al crecimiento de Bolsonaro. De hecho acompaña la misma curva, subiendo parejo con el ultraderechista, mientras se desmorona la histórica promesa Marina Silva, que en su momento fuera asesorada por el ecuatoriano Jaime Durán Barba. Haddad es el Cámpora de Lula y sube precisamente porque promete el progreso que el detenido en Curitiba ya mostró posible durante sus dos presidencias, aquel que anhelan millones de brasileños y brasileñas hoy, nostálgicos de un pasado que parecía presente para siempre. El desafío del PT (partido de los trabajadores) es bajar a Haddad del pedestal de la academia –Doctor en Filosofía y autor de múltiples libros– para llevarlo a las calles nordestinas, allí donde ruge el clamor por otro gobierno trablahista, y a los sets de televisión. Mudar su piel, de los papers a los spots, algo para lo que está trabajando día y noche un equipo de comunicación encabezado por la joven promesa Otavio Antunes, con el siempre influyente Ricardo Stuckert a cargo de la fotografía.
Más abajo en las siempre falibles encuestas, Ciro Gomes, a quien Haddad inteligentemente ya le ofrece públicamente espacio en un hipotético gobierno suyo; la propia Marina; y el candidato de la tradicional derecha, Alckmin, que cae a medida que Bolsonaro sube. Como se ve, una elección irregular –un candidato preso y luego inhabilitado, otro acuchillado– que comienza a mostrar algunas variables lógicas de seguimiento recién tras varias semanas. El voto femenino (52 por ciento del padrón) podría llegar a ser el muro de contención lógico a la misoginia del candidato ultraderechista: un grupo de Facebook llamado “Mujeres contra Bolsonaro” logró 2 millones de adhesiones en poco tiempo, dibujando una perspectiva que podría tener repercusiones directas en las urnas. Sería una buena noticia dentro del derrumbe general –institucional, político, económico– que vive Brasil. Como se ve y sin exagerar, una elección decisiva.
Q Politólogo. Magíster en Estudios Sociales Latinoamericanos UBA.