No veo TV. Sin embargo, por esas casualidades –¿o causalidades?– vi y escuché un debate en el cual alguien defendió la idea del juicio político al actual presidente de nuestra Nación –nuestro modo constitucional de deponer funcionarios elegidos en comicios y provocar su reemplazo–, fundado en varias razones: resultados alcanzados en los principales rubros del gobierno –economía, salud, educación, cultura, ciencia, bienestar ciudadano, funcionamiento de las instituciones, en especial del parlamento, del sistema federal y del Poder Judicial, falta de acatamiento a decisiones de órganos de Derecho internacional, aceptados por nuestro país en tratados que nos obligan, gobierno de clase, encarcelamiento de opositores, utilización de la fuerza pública con resultado de muerte para jóvenes ciudadanos– y en situaciones personales complejas y contradictorias con la administración de un país. Otros, en cambio –quizás mayoría en el debate–, incluso con coincidencias claras acerca de las imputaciones mencionadas sintéticamente, que los conducía a vaticinar el agravamiento extremo de las situaciones social, económica y política en el resto del mandato presidencial, expresaban francamente que ese remedio era antidemocrático y hasta, de modo positivo, advertían que lucharían políticamente para que el actual presidente de la Nación concluyera su período, para lo cual faltan un año y pocos meses.
Me tocó presidir el jurado del enjuiciamiento político en la legislatura porteña de un gobernador, jefe de gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, y no guardo un buen recuerdo de ello. Sin embargo, de modo alguno pienso que, al menos desde el punto de vista jurídico, se utilizó un método reñido con la palabra democracia. Todo lo contrario, fue evidente que el señor jefe de gobierno había perdido los apoyos políticos que lo condujeron al cargo por elección y -esta vez a mi juicio- que surgía una nueva fuerza política, impulsora de la remoción del mandatario –si se quiere minoritaria entonces en el parlamento–, que, con apoyo en esa experiencia, triunfaría luego en comicios libres, reemplazaría al jefe de gobierno expulsado e, incluso, llegaría actualmente al gobierno nacional. Confieso que, políticamente, yo no estaba de acuerdo con la destitución. Sin embargo, nunca se me ocurrió pensar que el mecanismo, cuya labor presidía, era antidemocrático. De otra manera hubiera renunciado a mi cargo. Vale la pena expresar que los cargos políticos contra el entonces jefe de gobierno no tenían, tan siquiera cercanamente, la importancia de las imputaciones que hoy le enrostran al jefe actual del PEN.
Las razones de la afirmación de los “antijuicio”, pero “opositores”, según el lenguaje que emplean, me conducen, además, a otra situación política más lejana en nuestra historia institucional, pero vivida por mí. No fue tratado de la misma manera el presidente Raúl Alfonsín, a quien la historia reinvindicó como padre de nuestra democracia moderna, la mía, la de mis hijos, probablemente la de mi nieto. A él no se le “permitió” terminar su mandato en homenaje a la democracia. Empero, dueño de una carga ética muy superior a la que muestran actualmente ciertos “representantes”, prefirió abandonar su cargo poco antes de su finalización, para evitar mayores daños a la ciudadanía y permitir la cesación de la crisis o, al menos, la posibilidad de enfrentarla.
Francamente, no creo que los “representantes” actuales estén a la altura ética del gobierno de entonces, incluido allí el “opositor” más encumbrado, y ya he dicho públicamente que, dado los resultados obtenidos, me ubico entre quienes creen que este gobierno del país debe cesar, para evitar males mayores, razón de más para aclarar que el llamado “juicio político” no es, en nuestro Derecho, un mecanismo antidemocrático. Aclaro también sin necesidad, pero para evitar distorsiones, que no propongo violencia alguna -soy consciente de que el mecanismo requiere una decisión poco menos que general del arco político- y que no cuento con representación alguna, ni con aparato político o militar que puedan llegar al mismo resultado con ejercicio de violencia, ni lo procuro, sino que lo combato. Estimo también que la búsqueda de unidad entre sectores políticos tan diversos, como los vistos y escuchados, es poco menos que inviable, salvo que la alianza focalice en un único punto, como ser, precisamente, el cambio de gobierno.
* Profesor Emérito U.B.A.