A los 51 años,Rachel Cusk ya va por su tercera vida literaria. Empezó como novelista elegante, irónica; continuó con una serie autobiográfica que la hizo famosa y controversial; y hoy se la considera la renovadora de la autoficción con una magnífica trilogía:A contraluz (2014), Tránsito (2017) y Prestigio (2018). en estos volúmenes está casi desaparecida como narradora y funciona como antena que sintoniza las historias de los otros. En la vida real, Cusk nació en Canadá y en 1974 se mudó de forma permanente a Inglaterra, de modo que a pesar de su nacionalidad se la puede considerar una escritora británica. En Inglaterra se casó, tuvo a sus hijas, se divorció, empezó a escribir. Una mujer elegante, hermosa, de clase media alta, estable en su carrera, acostumbrada a una vida burguesa. Debutó muy joven, a los 26, con Saving Agnes, que ganó el premio Whitbread a mejor primer novela. Durante los años ‘90 escribió exclusivamente ficción, comedias negras protagonizadas por mujeres como The Country Life, una sátira sobre una joven que abandonaba su vida en Londres para cuidar de un joven discapacitado en una casa de campo inglesa o The Temporary, sobre una secretaria cabeza hueca y su romance desapasionado con un ejecutivo solitario. Hasta aquí ganaba buenas críticas y alguna objeción sobre cierto enamoramiento con las palabras: se solía decir que sus novelas estaban “sobreescritas”. Por lo demás, transitaba la escena como una escritora de talento aunque no demasiado vistosa.
La mala madre
En 2001, sin embargo, publicó el libro que la convertiría en una personalidad pública. A Life’s Work: On Becoming A Mother es una memoir sobre la maternidad (propia), un texto crudo y honesto que hoy quizá pasaría casi inadvertido pero entonces fue una bomba que le estalló a Cusk en la cara. Lo escribió en una bella casa de campo que incluso tenía un lago artificial; empezó cuando estaba embarazada de cinco meses, lo terminó cuando el bebé tenía casi un año. Fue difícil, reconoció, pero necesitaba escribir sobre la experiencia mientras estaba sucediendo, usándose como modelo, un diario de un estado que quizá no volvería a atravesar. “Creía sinceramente que nadie iba a leerlo y a nadie le importaría”, escribió en 2008 para The Guardian; “y con toda honestidad, no los culpaba. Yo misma no estaba particularmente interesada en que fuese leído. El primer indicio de que pasaba algo fue la carta de un amigo escritor. ‘Preparate’, decía. ‘Tu libro va a hacer enojar a mucha gente’”. La primera reseña que recibió decía: “Si todos leyeran este libro, la propagación de la especie humana se detendría, lo que sería una pena”. También la acusaba de confinar a su hija “a la cocina, como un animal”. Otras reseñas fueron menos brutales pero el libro dividió a los lectores y sorprendió a muchos que la tenían por una autora de elegantes novelas con influencias de Henry James y Jane Austen. ¿Por qué tanto rechazo? A veces cuesta dar cuenta de la celeridad de ciertos procesos: estos meses la película Tully, con Charlize Theron y guión de Diablo Cody, es una retrato popular y adorable del agotamiento, el horror y el hastío de la maternidad. Pero A Life’s Work, diecisete años atrás, fue leído sólo como una queja, un lamento —y eso resultó insoportable, sobre todo teniendo en cuenta los privilegios sociales de Cusk—. “Para ser madre tengo que dejar el teléfono sin atender, trabajo sin hacer, posponer reuniones. Para ser yo misma tengo que dejar que la bebé llore, prevenir su hambre, abandonarla de noche si quiero salir, debo olvidarla para poder pensar en otras cosas. Tener éxito como madre significa fracasar como individuo”, escribía. Los ataques siguieron durante todo el año y se la acusó de odiar a los niños, de egoísta, de irresponsable, pretenciosa. Tuvo que ir a la televisión a defenderse.
Era un texto poderoso, por supuesto. Y Cusk entró en su segunda vida como escritora: la de provocadora inteligente e incorrecta. Y trabajó en su papel de mujer difícil, incluso en entrevistas. Su actitud tenía algo defensivo. Había dicho lo indecible: que era posible sentir disgusto por los hijos. Incluso arrepentirse de haberlos tenido. De lo que se trataba en realidad A Life’s Work era del esfuerzo de una mujer, en este caso Cusk, por retener su identidad durante la maternidad. “Reconozco que para otras mujeres debe ser más fácil y por supuesto también sentí vergüenza”, decía. “Había dejado que el público entrara en casa y opinara sobre mi intimidad. Estuve enojada mucho tiempo. Los periodistas sólo querían que admitiera estar arrepentida de ser madre. Yo estaba arrepentida de haber publicado el libro y de que mi honestidad hubiese sido malinterpretada. También me di cuenta de que las mujeres me gustaban mucho menos que antes porque mis principales detractoras, increíblemente mojigatas, habían sido mujeres. Sentir esto no le gusta a ninguna feminista”.
Quizá para alejarse de la brutal exposición, entre 2003 y 2009, Rachel Cusk publicó cuatro libros de ficción, tres novelas y una colección de cuentos; Arlington Park, de 2006, por ejemplo, es una reescritura de Mrs. Dalloway de Virginia Woolf: recibió el premio Orange y la aprobación crítica, como si aquel amargo libro de la madre infeliz hubiese sido un rapto de locura.
Pero Cusk olió sangre con A Life’s Work. Y le gustó. En 2009 publicó The Last Supper, memoir y crónica de viaje sobre unas vacaciones en Italia. Tuvo mucha prensa porque el libro debió ser retirado de circulación: una de las personas mencionadas amenazó con un juicio, afirmando que su vida había sido usada sin permiso. Tres años después Cusk plantó la segunda bomba que hizo volar por los aires su etapa de novelista de ficción, a la que no ha vuelto y, cree, no volverá. En 2012 publicó Aftermath: On Marriage and Separation, un libro sobre su divorcio. Y otra vez desató la furia de crítica y lectores. Cusk reconocía, por ejemplo, que consideraba a sus hijas como algo propio y que no quería compartir la custodia con su ex esposo; también creía que no debía darle dinero, a pesar de que ella había sido cabeza de familia (él había dejado su trabajo y durante el matrimonio se ocupó de la casa y los chicos). “Y sin embargo te hacés llamar feminista”, le reprocha el marido varias veces, en el libro. Escribe Cusk en Aftermath: “Mi esposo creía que yo lo había tratado monstruosamente. Esta creencia no podía ser sacudida: todo su mundo dependía de ella. Era su historia. Últimamente, he llegado a la conclusión de que odio las historias. Si alguien me preguntara qué desastre era el que había caído sobre mi vida, les preguntaría si querían la historia o la verdad. Para mi, la dificultad de la vida ha sido generalmente el intento de reconciliarlas”.
El libro fue un éxito y se editó en años de gran interés editorial por la autoficción: ese mismo año se publicó en inglés La muerte del padre de Karl Ove Knausgaard y marcó el inicio del fenómeno literario noruego. Lo interesante de Aftermath, sin embargo, no son las proezas detallistas ni el despliegue de memoria elefantiásica, sino la exposición de las contradicciones: Cusk afirmaba que el “culto a la maternidad” era “sentimental, narcisista y anti femenino” y, sin embargo, invocaba el primitivismo posesivo cuando tenía que pelear por la custodia de sus hijas. No niega ninguna hipocresía, ningún doble estándar: los expone sin piedad, sin justificarse y sin pedir disculpas.
El fin de la historia
Después de abrazar con entusiasmo despiadado la literatura del yo, Cusk sintió, según contó en entrevistas, que estaba frente a su muerte creativa. “Ese libro era el fin”, dijo en una entrevista para The Observer. “Me dirigía hacia el silencio total”. Tenía que reinventarse. Durante tres años no pudo leer ni escribir pero algo estaba claro: no volvería a la novela. “La ficción me parecía vergonzosa y falsa. Después de haber sufrido ciertas cosas, la idea de inventar a un John y una Jane para que hagan cosas resulta totalmente ridícula. Sin embargo, mi modo autobiográfico había llegado a su fin”.
En su laberinto, Rachel Cusk encontró una salida con la trilogía A contraluz, Tránsito y Prestigio. “Son novelas sobre la invisibilidad de la autoría, se tratan sobre escribir sin un rostro”, decía Kate Kellaway en The Observer. La narradora, Faye, es muy tenue. Lo que hace es contar las historias de los demás, de aquellos con quienes se cruza. Faye es escritora, está divorciada, tiene dos hijos. Y escucha. “Para mi la forma es lo más importante de un libro y en este caso, la forma fue dictada por mi vida. Estaba sin casa, sin defensas, ya no era integrante de algo después del divorcio. No tenía historia, no tenía red. Lo que había era extraños en la calle. Y la única manera de conocerlos era por lo que decían. Me sintonicé con estos encuentros porque no tenía marco o contexto. Podía oir la pureza de la narrativa en la forma en que la gente describía sus vidas. Esta intensa experiencia de escucha le dio marco a la novela”. A contraluz sería el primer libro de esta trilogía breve; aquí Faye viaja a Atenas a dar un curso de escritura y empieza “a ver en las vidas ajenas un comentario de la mía”. Muchos consideran fría a esta narradora ausente y oculta, pero quizá habría que decir que es una narradora depresiva: distante de sus emociones, tratando de automedicarse con las historias y las versiones de los demás. Su compañero de vuelo, un griego rico que trata de seducirla. Su compañera de departamento, una dramaturga traumatizada después de sufrir un ataque violento. Una de sus alumnas que le cuenta cómo maltrató y dejó escapar a su perra, un animal que había creído amar. Cenas y paseos y clases: Faye se deja llevar por las palabras y el tapiz pero nunca se deja ver. No hay trama en A contraluz. No hay revelaciones. Es un libro tan inteligente como triste. “La añoranza era bastante fácil de entender: era lo que los griegos habían llamado nóstos, de donde veía nostalgia, aunque a ella esa palabra nunca le había gustado. Lo de tratar de encubrir una emoción con la descripción de un dolor le parecía demasiado racional”.
En Tránsito, segunda entrega de la trilogía, Faye está un poco más delineada. Divorciada, compra y arregla una casa en Londres. Sus hijos están siempre del otro lado del teléfono, son una presencia distante. Ella comparte tiempo con los albañiles, que son un encanto, especialmente Pavel, un polaco que quiere ser arquitecto y extraña a su familia, y lidia con sus vecinos ancianos, que son una desgracia. Si en A contraluz es constante la reflexión sobre qué es una historia, en Tránsito la imagen que se repite en la novela es la de ver la vida de los otros detrás de un vidrio, como en una obra de teatro muda: es una pregunta sobre la representación. En ambas y por supuesto también en Prestigio, la intención de Cusk es desdibujar la perspectiva. Hacer autobiografía sin imponer una visión del mundo, sólo encadenar las voces de los demás.
En esta tercera vida de Cusk, la de autora de autoficción con narradora fantasma, la crítica la pondera hasta el punto de que se ha dicho que le encontró la vuelta de tuerca al problema de la novela en este siglo. Ella prefiere seguir siendo esquiva y desafiante, demasiado díscola para aceptar la corona de líder de una renovación. Demasiado individualista. Aunque reconoce: “estoy segura de que la autobiografía será la única forma posible en todas las artes. Tanto la descripción como el personaje están muertos o muriendo, en la realidad y en el arte”. Sin embargo, su narradora Faye, que es como un grabador de voces, un registro, está fascinada por los personajes y las historias. Una vez más, como en sus libros autobiográficos explícitos, Cusk expone sus contradicciones. Ya no lo hace como en una lección de anatomía, pero esgrime la misma agudeza.