La debacle del programa económico del gobierno parece haber abierto una competencia entre los economistas del establishment por quien propone la alternativa más antipopular y antinacional. Feroces ajustadores del gasto, temibles devaluadores del salario y mágicas propuestas dolarizadoras, se ofrecen a los factores de poder como alternativas para descargar en las espaldas de los humildes los costos del festival de deuda y especulación de los últimos años. En la difícil tarea de sobresalir dentro del variopinto sadismo tecnocrático en oferta, el economista Jorge Avila propuso dolarizar y “poner a los bancos bajo jurisdicción extranjera” como el plan que puede salvar a Macri.

Hay que señalar que, ya sea por coherencia ideológica o haraganería mental, el ex asesor de Menem viene proponiendo lo mismo desde hace décadas. Es más, la propuesta tiene su origen en un proyecto del ultraliberal instituto CATO financiado por el poderoso grupo económico norteamericano de los hermanos Koch, donde Ávila reporta a través de una subsidiaria local llamada fundación Libertad y Progreso. ¿Qué solución brindaría su propuesta a los problemas que acechan a la economía argentina? 

La dolarización no resuelve siquiera el problema inflacionario, ya que no estamos en una hiperinflación donde los precios se dolarizan (como sucedía al implementarse la convertibilidad en tiempos de Menem), por lo que el ancla cambiaria tiene un efecto limitado como estabilizador de los precios. La inflación inercial con impulsos de tarifas y devaluaciones perduraría por años, aun cuando se fije el tipo de cambio nominal al renunciar a la moneda nacional. El resultado sería una inflación en dólares que se comerá rápidamente el colchón de competitividad generado por la devaluación previa a la dolarización.

Dolarizar tampoco resuelve cómo hacer frente a los pagos de la abundante deuda externa tomada en los últimos años. Mucho menos soluciona el déficit comercial y de turismo. Tampoco es un antídoto frente a la pérdida de reservas por la persistente fuga de capitales, ya que las reservas no son suficientes para cubrir una eventual salida de depósitos o de tenedores locales de Letras. Hay quien a falta de reservas suficientes para cubrir billetes, depósitos, letras y pases, proponen devaluarlos llevando el valor del dólar a 100 o 160 pesos, una cifra que tiene implícita una crisis social y política que se llevaría puesto cualquier programa. Otros ponen la esperanza en un apoyo crediticio externo (FMI y/o Tesoro de Estados Unidos) que engorde suficientemente las reservas, pero esa salida remite al problema de sobre endeudamiento externo que la propuesta dolarizadora no resuelve.

Frente a esa disyuntiva, Ávila plantea poner a los bancos bajo jurisdicción extranjera, una medida que deja fuera de juego a los bancos nacionales. Respecto a los bancos extranjeros, si ello implica que deberían responder a los depósitos con fondos de su casa matriz o de las bancas centrales de sus países de origen, resulta difícil imaginar que éstos lo acepten. Ningún banco o gobierno extranjero estará dispuesto a financiar el previsible triste final del experimento de Ávila.