El gobierno de Macri siempre está empezando. Hasta ahora la sequía, la crisis turca, la brasileña y las denuncias contra funcionarios del anterior gobierno impidieron que terminemos con la inflación, atraigamos nuevas inversiones y creemos empleos de calidad, pero la promesa sigue en pie. Lo que hay es la inflación más alta en muchos años –acaso desde 2002–, el crecimiento incesante de la tasa de desocupación, un nivel de endeudamiento inédito en tiempos tan cortos que significa una dura hipoteca sobre el futuro. Hay desmantelamiento del Estado, pobreza creciente, concentración de la riqueza… Sin embargo, en medio del marasmo, el macrismo sostiene que el camino emprendido es el mejor y muy pronto la situación mejorará. 

Lo cierto es que ya estamos viviendo tiempos electorales, aunque la prudencia aconseje no agitar esas aguas en épocas de grandes privaciones y de enorme y creciente descontento. Y el proyecto de presupuesto presentado por el gobierno al Congreso representa algo así como una anti-campaña electoral. El producto bruto se achicará, la inflación seguirá alta, la deuda se acercará al 90% del producto, se reducirán las prestaciones estatales; todo eso en un papel en el que el gobierno hace lo que puede para edulcorar su pronóstico sobre la realidad. Un par de días de calma en el mercado cambiario habilitaron un forzado optimismo gubernamental, obviamente necesario en el arranque de una campaña pero muy peligroso en una situación social como la que estamos viviendo. El gobierno sabe que está en una situación límite y persevera en lo que mejor sabe hacer (o lo único que sabe hacer) que es manipular las expectativas sociales. Toda la historia de este gobierno está plagada de lluvias de inversiones, segundos semestres y todo tipo de jugarretas publicitarias que durante un tiempo le dieron un resultado político inmediato sorprendentemente positivo. El problema es que en política quien hace lo mismo todo el tiempo no puede esperar obtener todo el tiempo los mismos resultados. Aunque los filósofos del régimen lo nieguen, existen los hechos. Y los hechos operan sobre  el ánimo social. Y con el ánimo social cambia la política, se modifica el balance entre apoyos y rechazos.

Para pensar el tramo histórico en el que entramos hay que mirar los movimientos de la política. Hay que mirar, por ejemplo, la situación en el movimiento sindical y los cambios en su correlación de fuerzas interna. En las próximas horas asistiremos a la experiencia de una huelga general que ya no será el paro dominguero que en épocas no lejanas aseguraba el triunvirato de la conducción formal. Habrá movilización. Y seguramente será multitudinaria. Se puede discutir si el movimiento obrero organizado tiene la misma potencia política que tuvo en otros tiempos. Pero es muy difícil negar que entre todos los movimientos populares organizados, es el más importante, el que tiene más capacidad de intervención en la puja política. Por otro lado, lo que se va desarrollando es una creciente interacción entre los sindicatos y otras formas de organización popular; de hecho la protesta de las próximas horas tendrá un claro contenido multisectorial, tanto en sus consignas como en los actores movilizados. Difícilmente la etapa de movilización creciente  pueda ser detenida por la inmutable retórica del gobierno, recargada después de 48 horas de calma cambiaria. 

El sistema político vive bajo la influencia de ese clima social colectivo. Eso no quiere decir que no tenga un grado de autonomía frente a él. De hecho, el gobierno conserva fundadas expectativas en la gestación de mayorías parlamentarias a favor de su proyecto de presupuesto.  Una parte de los legisladores electos por el justicialismo quiere colaborar con el gobierno. Su argumento formal es el respeto a las instituciones y la defensa de la gobernabilidad. El fondo de la cuestión es que algunos de ellos prefieren el gobierno de Macri a una nueva ofensiva populista. Ahora bien, el problema es que la votación del presupuesto será el mapa político real de la Argentina: los que convaliden el brutal ajuste que entraña la propuesta oficial estarán aceptando que no son la solución sino parte del problema. Todo lo que se disputa en la discusión es el realineamiento de la superestructura política ante el desguace neoliberal del Estado y la profundización de las desastrosas políticas de estos últimos años. La aprobación  o no de la propuesta del ejecutivo tiene menos consecuencias materiales que relevancia simbólica: el gobierno puede gobernar sin un presupuesto aprobado por el Congreso pero lo que no puede es mostrarle “al mundo” su propia solidez política. En la práctica, el resultado de lo que se va a discutir equivale a lo que en algunos regímenes parlamentarios se llama “voto de confianza”. Ciertamente la diferencia es que el rechazo del presupuesto no provocaría la caída automática del gobierno como en esos regímenes. Pero la consistencia del gobierno aparecería seriamente lesionada. 

Llegado a este punto, hay que reconocer que sobrevuelan el aire muchas reminiscencias del pasado. Las más cercanas son el tiempo inmediatamente anterior a las elecciones de 1989 y el inmediatamente posterior a las legislativas de 2001. Es decir al proceso que desembocó en la renuncia anticipada de Alfonsín y al que se cerró con la fuga de De la Rúa en helicóptero. Todo gira en torno a la razonable reivindicación de que los presidentes duren todo el mandato que la Constitución les asigna. Una abundante literatura sostiene que la rigidez temporal del mandato presidencial tiene en su interior el embrión de la crisis y por eso es aconsejable un régimen parlamentario que permita el acomodamiento del gobierno a las cambiantes relaciones de fuerza políticas. Quien escribe este comentario descree de las determinaciones institucionalistas: las crisis no se gestan ni se solucionan desde las reglas escritas en un papel (aunque estas puedan ayudar a prevenirlas o a agravarlas). Las crisis y sus soluciones no son estrictamente institucionales sino, ante todo, políticas. Dicho de modo sencillo, el modo de evitar, atemperar o resolver las crisis es ni más ni menos que el buen gobierno. Y un buen gobierno es aquel que en una etapa histórica determinada logra guiar a la nación por el camino que mejor corresponde a sus necesidades. Claro que esa correspondencia no es un algoritmo matemático sino una cuestión de hegemonía. Buen gobierno en la Argentina será el que desempate la vieja querella histórica entre el proyecto de la dependencia, el atraso y la injusticia social y el rumbo de la soberanía y la justicia social a favor de este último. Ese desempate no se garantiza con ningún armado electoral aunque este aspecto no pueda soslayarse. Se lo construye con una amplísima política de alianzas institucionales, sociales, culturales, regionales y mundiales. Con un liderazgo a la altura del desafío y con la capacidad de movilizar todos los recursos en esa dirección.