Escritores como Amat-Piniella, Primo Levi, Jorge Semprún, Imre Kertész, Elie Wiesel y Paul Steinberg, entre otros, nos han posibilitado conocer el testimonio de las víctimas del Holocausto a través de producciones en calidad de sobrevivientes. Por su parte, Las benévolas, novela de Jonathan Littell (2006), compacta las memorias de un oficial de las SS, Maximilian Aue, un “hombre común” que relata su participación en esa tragedia en primera persona, con la singularidad y potencia que la fuente del relato es la voz del verdugo. En las primeras páginas, el protagonista es contundente en relación a su rol: “Lo que hice, lo hice con pleno conocimiento de causa, convencido de que era mi deber y de que era necesario hacerlo, por desagradable y triste que fuera”. Se describe a sí mismo como el último eslabón de una larga cadena e igual de culpable que tantos otros en las acciones de exterminio: la enfermera que desnudaba y calmaba a los seleccionados, el médico que formuló el diagnóstico, el operario que abrió la llave de gas, el guardia que custodiaba el procedimiento. ¿Quién es culpable?, se pregunta el narrador. El protagonista interpela a los lectores y les arroja la sentencia: “yo hice lo que ustedes también hubiesen hecho en esa situación, la inmensa mayoría hubiese cumplido las órdenes”. El personaje de Max Aue es un ser convencido de que existen categorías de seres humanos que es legítimo eliminar, no por lo que hayan hecho ni vayan a hacer, ni siquiera por lo que hayan pensado, sino por lo que son. Razas que deben ser arrancadas de raíz. Subespecies que es necesario combatir con la misma radicalidad que a los bacilos de la tuberculosis. El oficial SS afirma que no existía la posibilidad “de caer en la tentación de ser humanos”. “Una tarea tremenda y necesaria”, repite una y otra vez Aue. Cuando da cuenta de sus compañeros de matanza, es linealmente claro: algunos psicópatas, algunos oportunistas, algún que otro sádico, pero una gran mayoría de “hombres buenos, honrados e íntegros, que deseaban sinceramente el bien de su pueblo”. Los que golpeaban y mataban hileras interminables de judíos eran padres de familia y antiguos oficinistas de bajo rango, agentes de seguros, transportistas. Los altos mandos, antes de la guerra, eran respetables abogados, profesores universitarios y doctores de distinto tipo, muchos de ellos lectores empedernidos y amantes de la música clásica. En las memorias surge una observación de un posible mecanismo psicológico de algunos de los asesinos. El autor encuentra casos de una inaudita brutalidad y señala que justamente en esos verdugos, incluso más crueles que los demás, parasitaba en su conciencia una “monstruosa compasión” que, paradójicamente, potenciaba una rabia sin límites.
La maquinaria era tan refinada que la iniciativa personal de los verdugos, la eliminación de judíos en ausencia de una orden directa, estaba penada con arresto por “insubordinación”. Las tropas que llevaban a cabo operaciones masivas experimentaban tantos problemas psicológicos que fue una de las razones por las que se consideró necesario “profesionalizar”, “industrializar” las acciones de aniquilación. Aue detalla que médicos de las SS, entre los cuales estaba Mengele, se tomaban “de uno a tres segundos” en la rampa de entrada al campo de exterminio, para seleccionar si un prisionero recién llegado debía morir en ese mismo momento.
Littell, escritor norteamericano que se crio en Francia, es investigador y documentalista y ha dedicado parte de su vida al estudio de conflictos bélicos en Chechenia, Uganda y Siria. Un eje central en su obra ficcional y periodística es explorar el marco ideológico-político-filosófico en donde los hombres comunes toman decisiones, incluso extremas, pero amparados por una lógica sistematizada. Las benévolas, aunque escandalosamente bien documentada, no es un libro de historia sino una novela que alude a la condición humana y a la denuncia de aquellos crímenes perpetrados como estrategia de Estado. Lejos de ser una ficción caprichosa o banal, es un recorrido exhaustivo por los mecanismos del mal. Las ejecuciones de los Eisantzgruppen (grupos operativos) en el este, la demente batalla de Stalingrado, los continuos trenes que terminaban su recorrido en Auschwitz, la presencia impertérrita de Eichmann, son imágenes retratadas con una perfección escalofriante. Littell escogió la voz del verdugo, que está más allá de toda culpa o remordimiento, y el resultado es una obra enorme en su contenido y extensión. El lector tiene acceso a escenas y contextos con una perspectiva hasta aquí no explorada. O, por lo menos, no desde semejante detalle y profundidad.
En una de las escenas finales de la obra, con la guerra irremediablemente perdida, en el último concierto de la filarmónica, unos “Hitlerjudeng” (Juventud hitleriana) con uniforme reparten cápsulas de cianuro a todos los espectadores. En las calles de Berlín, niños de 16 años, soldados extenuados de la Wehrmacht y civiles recién llamados a las filas eran colgados de árboles y puentes con el mismo cartel en todos los casos: “Estoy aquí por haber abandonado mi puesto sin que me lo ordenasen”.
Las benévolas desde su edición ha tenido una notable repercusión, ganó en Francia el Premio Gouncourt y Nouvel Observateur la llamó “La Guerra y Paz actual”. Littell generó todo un debate en la propia Alemania y entre muchos de los que se oponen a hacer ficción sobre el Holocausto. La novela fue traducida a veinte idiomas, adaptada al teatro en España y en los próximos días se estrenará en Buenos Aires, con la dirección de Laura Yusem, en el Teatro Nacional Cervantes. Para Yusem trabajar con la voz de un verdugo no es algo nuevo desde el punto de vista dramático. Hace dos décadas dirigió el texto de Tato Pavlovsky Paso de Dos, donde un torturador realiza un monólogo acerca de los cuerpos, del amor, de la vida y de la tortura.