Desde Río de Janeiro
Se trata de la disputa electoral para presidente más polarizada de los últimos sesenta años.
El aire está impregnado de incertidumbres y dudas. Y es en esa atmósfera enrarecida y preocupante que con visibilidad cada vez más acentuada surgió en las últimas semanas la peligrosa, tenebrosa sombra de los cuarteles.
Nunca antes un candidato ultraderechista como el capitán retirado Jair Bolsonaro encontró tanto respaldo popular en Brasil. En realidad, las de antes ni siquiera fueron candidaturas viables: se deshicieron por el camino.
Ahora la puerta se abrió y entraron las sombras: la posibilidad de que un candidato de extrema derecha se convierta en presidente es real.
Si antes eran meras quimeras malignas, con Bolsonaro, no: tiene prácticamente asegurada su ida a la segunda vuelta, muy posiblemente enfrente al candidato izquierdista Fernando Haddad, del Partido de los Trabajadores (PT) del ex presidente Lula da Silva, que lo nombró heredero luego de ser impedido de postularse.
Lula, como se sabe, está detenido, víctima de un juicio absolutamente manipulado que lo condenó, sin un mísero vestigio de prueba, por corrupción. Su impugnación como candidato ha sido el paso final –al menos por ahora– del golpe institucional que destituyó, en 2016, a la presidenta Dilma Rousseff.
¿Por qué al menos hasta ahora? Porque todo puede ocurrir en este país que busca ávidamente el fondo de un pozo sin fondo.
En las últimas semanas, y con mayor vigor en los últimos días, los militares brasileños volvieron a la superficie. El comandante del Ejército, general Eduardo Vilas-Boas, dijo con todas las letras: existe la posibilidad de que se elija a un candidato ilegítimo. Y el mismo Bolsonaro lo anticipó, al decir que, si pierde, perderá no por el electorado, sino por un fraude.
Si se suma eso a lo que dijeron antes tanto su candidato a vicepresidente, el general Hamilton Mourão, como otros militares de alto rango, está conformada la atmósfera para que tengamos malos presagios.
Para empezar, es raro que haya semejante inversión como en la postulación de Bolsonaro (un capitán retirado) y su candidato a vicepresidente, Hamilton Mourão (general retirado). O sea, una inversión algo insólita en términos de jerarquía: un capitán por encima de un general.
Además, toda o casi toda la coordinación de la campaña presidencial del capitán está en manos de generales. Todos retirados, es verdad. Pero es igualmente verdad que casi todos estaban, hasta hace algunos meses, en actividad, y que tienen fuerte influencia sobre los que todavía están activos.
Cuando se tiene un candidato que es militar, acompañado de otro militar, que dice barbaridades raciales, homofóbicas, machistas y a eso sigue una larga, larga lista de posiciones clásicas de un troglodita, y lo que dice ese militar es repetido o escuchado en sacrosanto silencio por sus compañeros de caserna, algo raro pasa.
Un tipo que le dice a una colega diputada “no te estupro porque no lo mereces”, o que defiende como forma de combatir la mortalidad infantil que “las mujeres cuiden mejor su salud bucal y las vías urinarias”, que se refiere a los negros descendientes de esclavos diciendo que “pesan al menos veinte arrobas (la arroba es como en antaño se pesaban los cerdos y las vacas) y no sirven siquiera para la procreación”, y que se vanagloria de haber tenido tres hijos varones aunque lamenta que en la cuarta ha sido flojo y le nació una hija, o sea, semejante imbécil no merecería un minuto de atención si no fuese candidato, y con posibilidades reales de lograr la presidencia del país más poblado y de la economía más fuerte de América Latina.
Más grave es saber que el candidato a vice, el general Mourão, defiende la posibilidad de que, frente a una situación de anarquía, el eventual presidente declare un “autogolpe”. Y que a la vez diga que los hijos creados por madres y abuelas son figuras desajustadas, listas para ser cooptadas por el narcotráfico.
O que el general que comanda el Ejército se sienta sueltito para decir que, acorde al resultado, las elecciones de aquí a dos semanas podrán resultar en un presidente “ilegítimo”, lo que presupone su destitución.
Todo eso es, desde luego, espantoso.
Como espantoso es confirmar, en términos concretos, que el golpe institucional, respaldado por la farsa jurídica que contó con la cobarde omisión –y, por lo tanto, complicidad– de la Corte Suprema de Justicia resultó en algo que nadie sabe bien en qué dará.
Y confirmar que parte substancial del electorado brasileño es capaz de optar por semejante troglodita mental, ético, moral.
Son tiempos tenebrosos, sombríos. Son tiempos de horror.
Y de asco.