La oreja curiosa escucha las voces en un estado de asombro, como si cada frase revelara un mundo. “Yo soy como perro cadenero, me llaman para que atienda el corral y después me olvidan –dice Teresa Epuyén, descendiente de mapuches que vive a unas veinte cuadras del centro de Viedma–. Me duele la rodilla pero soy como las máquinas viejas que arrancan andando”. Ruperta Pérez, descendiente de toba que vive al sur de Rosario, cuenta que hasta los siete años no habló castellano. “Yo cuando llegué acá a Rosario extrañaba el monte, a mi familia, extrañaba cultivar zapallo, maíz. Y me asustó el apuro de la gente, todos iban apurados, yo soñaba con el apuro de la gente”, recuerda Ruperta. “El monte siempre dio de comer, frutos, huevos, pero ahora no tenemos más monte, si te ponés a pescar en un arroyo te bajan a tiros”, cuenta María Celia la cacica de la comunidad charrúa de Maciá (Entre Ríos), cuya abuela le prohibió decir que procedían de indígenas porque “nos iban a matar con la palabra y la discriminación”. Hebe Uhart anda, como el título de su nuevo libro de crónicas de viaje, De aquí para allá (Adriana Hidalgo), recuperando las vivencias y las memorias no sólo silenciadas sino nunca narradas de integrantes de diversas comunidades indígenas del país, Perú y Ecuador. 

De cada crónica de Hebe emerge un tesoro de relatos, uno más lindo que el otro. “Mi abuela tuvo como diez maridos sucesivos, allá la idea no es un amor para siempre, sino un compañero de vida. No había peleas de parejas, porque cuando el hombre se enojaba, ella le decía la respuesta cantada. Era música con contenido. Mi abuela decía que no había que gritar a la tarde, porque a la tarde los espíritus se molestan”, comenta Zacarías, el director de una escuela que está en el barrio toba de Resistencia. “Yo acá en Lima aprendí a mirar a los ojos a la gente, porque en la selva no se usa, se mira arriba o abajo, nunca de frente”, plantea Roger, líder shipibo de Ucajali. La voz de la narradora también teje su forma de percibir a cada una de las personas con las que se cruza en el camino. “Entre las alumnas con sus trajes típicos veo a una señora de más edad, también con su vestido blanco y negro, largo hasta el suelo, el pelo semicanoso recogido y pensé: ‘Tiene la mirada ática’. Así hablaba Aristófanes de los intelectuales atenienses. Es una mirada que no se posa en lo inmediato sino en lo que está por hacer o en lo que pasó antes. Es una mirada preocupada”, describe la escritora a la profesora Carmen Chuquin, de la Universidad de Otavalo (Ecuador).

Hebe contagia un entusiasmo vital cuando habla con PáginaI12 en su departamento de Almagro. “Date vuelta y agarrá el ñandú que traje de Amaicha (Perú), agarrá ese bicho que tiene plumas”, señala una pequeña repisa con algunos objetos que colecciona de sus viajes. El bicho en cuestión es una simpática artesanía que tiene un par de plumas de plumero incrustradas en una piña. El interés por las comunidades indígenas no es nuevo, ya estaba en su anterior libro, De la Patagonia a México (2015). “Todo empezó con la lectura de Una excursión a los indios ranqueles de (Lucio) Mansilla, cuando pensé que había una cantidad de historias sepultadas que no han sido contadas. Mis intereses no son cambiantes, no paso de un rubro a otro, sino que esto venía de antes. En el caso de las etnias indígenas me interesa un poco lo que traen con lo que adquieren, porque como bien dijo un exportador de Otavalo, que es donde están los indios que se han hecho ricos, la identidad no es una cosa fija sino una cosa que se va haciendo; por lo tanto tiene elementos ancestrales y otros que son de la cultura a la que pertenecen. La tecnología la tienen todos en todos lados. Los otavalos no recuerdan muchas leyendas de su cultura; los mapuches, en ese sentido, son más identitarios –compara la escritora–. Me sorprenden las mezclas. El director de la escuela toba de Chaco, que puede leer lo mismo que vos y que yo, hasta los 10 años vivió en la selva y no conoció los caramelos ni las malas palabras. ‘Mamá, ¿qué son malas palabras?’, le preguntaba cuando llegó a la ciudad de Resistencia porque ellos tienen palabras tabúes, no tienen malas palabras. Me interesa la mezcla y el choque que se produce entre la selva y la ciudad. Esa persona tiene componentes de las dos culturas”.

–¿Conservan las palabras de los idiomas originarios o los más jóvenes van perdiendo la lengua?

–Los más jóvenes van perdiendo la lengua porque los padres tienen aspiraciones para los hijos y piensan lo mismo que pensamos nosotros del inglés: que hay que aprender inglés para progresar en la vida. Para ellos hay que aprender castellano para progresar en la vida. En Corrientes, aunque no lo trabajé en el libro, ocurrió una cosa curiosa. En el campo de Corrientes durante veinte años estuvieron las maestras hablándoles castellano cuando los chicos hablaban guaraní. Las maestras les enseñaban todo en castellano y no había progresos. ¿A qué lo atribuían? Lo atribuían al déficit de comida o a la falta de estimulación de los padres. Se avivaron después de veinte años y pusieron maestros bilingües y los chicos aprendieron mucho más rápido y se soltaron mucho más. Hay casos notables de adaptación como la profesora de Otavalo, que es lingüista y estuvo diez años en Estados Unidos, que enseña inglés y quechua. El castellano que ella sabía cuando tenía 8 años era lo mínimo para comprar en el almacén; aprendió de memoria “véndeme sal”, sabía apenas diez palabras en castellano. Sí conservan palabras que tienen que ver con el nombre. El indio shipibo conserva su nombre de la selva, que es Ratón asustado, después en el registro civil le pusieron Juan, pero no podía llamarse Juan porque tenía un hermano que se llamaba Juan.

–En una de las crónicas en Morón intenta poder hablar con alguien de la comunidad y la mayoría niega ser descendientes de quechuas. ¿Por qué cree que no querían ser reconocidos?

–Yo creo que no quieren identificarse con los indios porque para ellos, que son urbanos, indio es sinónimo de pobre, de indio del campo. Si los indios fueran ricos, todos querrían ser indios. A los indios se los estigmatiza porque son pobres y piden tierras. Los bolivianos de Morón son urbanos de clase media. Aunque racialmente son indígenas, consideran “indio” un insulto porque para ellos los indios son los que viven en el monte o el campo. Ellos se consideran personas urbanas de clase media; por lo tanto están discriminando. Las clases medias urbanas en lo posible lo niegan y no se reconocen por un tema de prestigio. Me acuerdo que yo era muy jovencita cuando hice mi primer viaje a Perú y hablé con unos chicos que con orgullo decían: “nosotros somos descendientes de los Incas”. 

–En casi todas las crónicas aparece la cuestión de la tierra, incluso en la de Viedma y Carmen de Patagones.

–Viedma y Carmen de Patagones es una zona riquísima no solamente en historia indígena sino en historia argentina. En 1780 en Carmen de Patagones convocan a labradores españoles, les prometen objetos de labranza y no se los dan y los meten en cuevas. Y también hasta ahí llegó una goleta brasileña. Yo me entero de todo esto leyendo. Nosotros no tenemos la menor idea de que en Carmen de Patagones durante la guerra argentino-brasileña en 1826 llegó una goleta brasileña porque el puerto de Buenos Aires estaba bloqueado. En Carmen de Patagones está la zona de Salinas Grandes, que es donde buscaban sal blancos e indios. Y leí un hermoso libro que es la correspondencia de Cafulcurá con Mitre y Urquiza, que es muy interesante. Cafulcurá en 1840 pide un montón de cosas, entre otras botas y ron de Madeiras porque la caña le hace mal a la panza. Entonces le dicen que está pidiendo mucho, que tanto no le pueden dar, y Cafulcurá dice: “es menos que el arriendo de las tierras”. No te olvides que 50 años antes estaba el virreinato y el virrey le pedía permiso al cacique para entrar. O sea que estaba fresca la memoria de que la tierra era de ellos. Y en 1790 la tierra era de ellos. De ahí viene que los indígenas pidan mucho porque piensan que se les debe mucho.

–¿Por qué cree que en algunas comunidades hay tensiones y conflictos ideológicos fuertes, como con Los Quilmes en Tucumán?

–En Los Quilmes estaban en perpetua asamblea cuestionando convertir eso en un emporio turístico en el lugar donde están los huesos de sus antepasados. Es interesante el conflicto entre principios y necesidades o apetencias. En el micro que me llevó a Los Toldos, donde tuve una experiencia muy buena con Haroldo Coliqueo, tataranieto de Ignacio Coliqueo, iba un indio que tenía una identificación que decía “cacique” y pensé: esta no me la voy a perder, pero yo le vi cara medio turbia… y le conté a Haroldo Coliqueo que había visto a este cacique de Chacabuco, de un pueblo cercano, que me pareció medio turbio. “¿Y usted qué cree? Acá hay gente como en todos lados”, me dijo. Porque la otra cosa es idealizarlo: este señor que es cacique tiene que ser bueno y honesto. Y tampoco hay que caer en el combo racista: indio, pobre, ignorante, sucio y negro. La cosa es mucho más compleja.

–Hay un personaje con brillo propio en el libro: con Teresa Epuyén, en Viedma, se generó mucha empatía, ¿no?

–Teresa es muy simpática y me cayó muy bien. Teresa me dijo: “la placenta de mi mamá está enterrada en Treneta”, que es donde nació ella. En su casa hay televisor y teléfono, y la hija tiene celular; pero al mismo tiempo te dice: “¡el choique (ñandú), qué compañero era! (risas) Eso tiene de lindo hacer crónicas: que de repente te encontrás con un personaje que no tiene nada que ver con tu medio, con tu clase social ni con tu lugar de residencia y te sentís absolutamente afín. Que podés estar ahí y pertenecer al lugar de ellos.

–En una de las crónicas se pregunta sin son útiles para las comunidades las películas de matanzas en el pasado. ¿Tiene una respuesta? 

–No. En el caso de esa crónica, yo fui a dar una clase a la comunidad wichi cerca de Tartagal, pero parábamos en Embarcación, que queda como a una hora y media. Y fui con un grupo de gente que pasaba diversas películas a las comunidades. La película que pasaron en la inauguración a una comunidad muy aislada de wichis es sobre los experimentos que se hacían a fin de siglo XIX. Yo no digo que ellos no lo tengan que saber, yo digo que no era esa la circunstancia para pasar la película. Los que pasaban la película eran blancos y les pasaban la película de cómo habían sido matados y cómo se experimentaron con sus restos; cosas espantosas. Si yo fuera india y me vinieran blancos a mostrar lo que hicieron en una situación de fiesta, de reunión… no sé, creo que no era la ocasión para mostrarles eso. Era una ocasión para que la gente se conociera y hablara. 

–¿Recuerda refranes, dichos o expresiones que escuchó en las distintas comunidades que visitó?

–Lo que pasa es que no le podés preguntar a la gente por refranes porque en el momento de decirlo no les sale. El refrán es cuando sale. Refranes con animales hay en todo el país y son de origen criollo y por lo tanto también indígena. Por ejemplo: “más desconfiado que gallo de tuerto”, “más formal que burro en corral”… Algunos refranes criollos son muy sabios, como “de casi nadie se muere”, viste que se dice “casi” me enfermé, “casi” me caí, “casi” perdí el tren. Nosotros estamos hechos de criollos e inmigrantes con sus mezclas respectivas. El inmigrante es el que tiende a hacer más juicio de valor y decir, por si alguien se quiere entrometer, “no seas invasor, no seas entrometido”, que ya es un juicio de valor del otro que se metió. El criollo dice: “no te pases al patio que vas a pisar los pollos” (risas), es más lindo, ¿o no? Es más cauto, más diplomático. Lo mismo pasa en una pelea, cuando alguien le dice a otro: “esto es así, ¿tengo razón o no?”. El criollo, ante una pelea, dice: “No me parece Roldán que todas las vacas sean suyas”. No va a los puntos de tensión; en cambio nosotros tendemos a exacerbar los puntos de fricción. Cuando alguien que no es demasiado inteligente dice algo perspicaz, se dice: “Mi perro cazó una mosca”, porque los perros no cazan moscas. Los refranes son una fuente de saber.


La ficha

Hebe Uhart nació el 2 de diciembre de 1936. Estudió Filosofía en la Universidad de Buenos Aires y trabajó como docente primaria, secundaria y universitaria. Publicó varios libros de cuentos como El budín esponjoso (1976), La luz de un nuevo día (1983), Guiando la hiedra (1997), Del cielo a casa (2003), Turistas (2008) y Un día cualquiera (2013), entre otros títulos; novelas como Camilo asciende (1987) y Mudanzas (1995); y varios libros de crónicas: Viajera crónica (2011), Visto y oído (2012) y De la Patagonia a México (2015). En 2011 ganó el Premio de la Crítica que otorga la Fundación El Libro y dos Premios Konex diploma al mérito en la categoría cuento por el quinquenio 1999-2003 y 2004-2008. Colaboró con el suplemento cultural de El País de Uruguay con notas de viajes, crónicas de personajes y situaciones.