Los daltónicos hacemos todo lo posible para hablar en blanco y negro. Sorteamos sistemáticamente coloridas referencias. Preferimos recordar números de patentes y exactas direcciones antes que asaltar autos de extraños o golpear puertas de viviendas equivocadas. Desaparecemos literalmente de conversaciones en donde se pronuncian livianamente términos indescifrables como carmín, turquesa, rubio ceniza, verde oliva o piel marfil. Ignoro cómo nos trataron antes de Dalton, pero en la actualidad, los portadores de dicha enfermedad nos sentimos discriminados por una sociedad que se crea a la imagen de las mayorías. En tiempos en que la letra entraba con roja sangre y los azules se enfrentaban con colorados persiguiendo fantasmas en el seno de las Fuerzas Armadas, pasaba mis tardes sentado junto a Néstor en un viejo pupitre marrón mirando el negro pizarrón rayado con tizas multicolores. No había secretos entre nosotros. Mi amigo dibujaba como nadie todo aquello que se le ocurría y todo lo que reiteradamente le solicitábamos los compañeros del curso, animales, autos, jugadores de fútbol. Parecía haber nacido para dibujar, el problema era que lo hacía con la zurda. “Es por tu bien Nestitor, el mundo está hecho para los diestros. Te va costar al principio, pero después me lo vas a agradecer”, palabras que la señorita Zunilda le repetía diariamente mientras ataba su brazo izquierdo a la madera. Me sentí parte de la humillación, debía asistir al artista admirado pintándole en su cuaderno con mi torpe mano derecha los  irreconocibles dibujos con pinturitas que el alumno maniatado me indicaba. Un día de lluvia me sobró banco. Fue la tarde que dibujé en soledad un perro sentado pintándolo de verde. Negué enfáticamente la corrección de la maestra. Sostuve que se trataba de un marrón raro que portaba Tobi, la mascota de mi vecino. En los esperados viajes en tren con dirección al centro de la pampa gringa, me entretenía mirando por la ventanilla. Me imaginaba el mar frente a los campos de lino, fantaseaba con tormentas de soles al pasar junto a los girasoles, contaba vacas lecheras en el horizonte. Aunque ya derogada, mi padre seguía hablando desde el artículo 40 de la Constitución del 49. “Las vaquitas y el alambrado son de Anchorena, pero el verde campo es de todos los argentinos. Nunca nadie podrá ponerle ruedas a la llanura y robarse nuestros recursos naturales, nuestro paraíso”. Nunca fue fácil auto diagnosticarse. Lleva su tiempo. Es necesario vencer la propia resistencia, la de creerse que todos vemos al mundo con los mismos colores. En mi caso me quedé sin excusas en la adolescencia, cuando un primo tatengue me invitó a la cancha en la capital santafesina. Jugaron en aquella tarde  Unión vs. Banfield. Ambas escuadras con camisetas a rayas verticales, los locales rojas y blancas, los visitantes, blancas y verdes. Presencié en silencio un absurdo partido en el cual veinte jugadores vestidos con las mismas casacas se disputaban una pelota sin sentido. Después… todo se aprende en la vida. Aprendí a no comprar más ofertas en zapaterías desde aquella noche en que lucí orgulloso unos flamantes mocasines rojos creyendo que eran gris oscuro. Decidí no detenerme en descifrar las diferentes tonalidades de marrones en ojos femeninos, preferí abrigarme en el calor de sus miradas. Ejercité imitar los movimientos del automóvil detenido a la par frente a semáforos castigados por el sol de los atardeceres, rogando siempre que el conductor vecino no sufra de la misma afección. En la actualidad, por cuestiones de trabajo, salgo a la ruta tres veces por semana. La monotonía de la alfombra sojera me obliga a entretenerme filosofando en silencio entre hilachas de recuerdos macerados en el tiempo. En un país poblado de derechos, que de tanto en tanto queda atado de pies y manos a la voluntad de los Bancos extranjeros, ¿qué habrá sido de la vida de Néstor? ¿Habrá podido recuperar su siniestra manera de crear? Mi viejo, que nunca vio un dólar, ¿se habrá imaginado las ruedas virtuales carreteando en el asfalto hasta levantar vuelo para aterrizar en paraísos fiscales para pocos? Los que abrazamos una idea ¿tendremos que seguir arriando banderas con el único fin de sobrevivir, comprando papel moneda con rostros de próceres de países que planean quedarse con  nuestros recursos naturales? Ayer me pagaron con dólares. “¡Te conviene Flaco, te lo estoy cotizando un peso menos de lo que cuesta en la City!” sonaron metálicamente las palabras del almacenero de pueblo. Me quedé un instante mirando el billete extranjero. Dicen que es de color verde. Para mí sigue siendo un marrón caca, tono muy parecido al del perro sentado que dibujé hace una vida, en el medio de una tarde de lluvia.

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