En El mapa y el territorio, Michel Houellebecq se refiere a los niños y menciona “su egoísmo natural y sistemático, su desconocimiento original de la ley, su inmoralidad absoluta que obliga a una educación agotadora y casi siempre infructuosa”. En cierto sentido, su diagnóstico es convergente con el del psicoanálisis freudiano en varios aspectos. En” (1914), Freud se refería a esta particular coordenada de la vida psíquica infantil con las siguientes palabras: “…una sobrestimación del poder de sus deseos y de sus actos psíquicos, la ‘omnipotencia de los pensamientos’, una fe en la virtud ensalmadora de las palabras y una técnica dirigida al mundo exterior, la ‘magia’…”

En cierta medida, la descripción freudiana retoma puntos semejantes a los indicados por Houellebecq. A decir verdad, el inventor del psicoanálisis fue quizá el primero en insistir en que educar es una tarea imposible. Sin embargo, no se trata de extraer de esta circunstancia una conclusión pesimista o apocalíptica. En todo caso, la cuestión radica en cernir el alcance del narcisismo en la infancia a partir de sus modos de manifestación; en primer lugar, para no tildar de “egoísta” cualquier conducta que no se adapte a nuestras expectativas; en segundo lugar, para ubicar las condiciones en que es posible el diálogo con un niño (para que la conversación no sea una mera instancia de reconocimiento temeroso de la autoridad del adulto).

Por lo general, los adultos suelen hablar con los niños como si estos tuvieran una capacidad menor a la que realmente poseen. No me refiero solamente a que imposten la voz o afecten la gestualidad; incluso en los casos más atentos puede notarse que siempre se presupone que el niño no sabe: “¿Sabés cómo hacer X (lavarse los dientes, ordenar la cama, etc.)? Dejame que yo te muestro”. He aquí otro aspecto singular: los adultos acostumbramos asumir una actitud mostrativa frente a los niños, olvidando el peso que, para ellos, tiene la palabra. En la descripción presentada por Freud, el valor de esta última se expone casi en términos religiosos (“fe”, “virtud ensalmadora” –al estilo de “Una palabra tuya bastará para sanarme”–). En eso consiste la magia –y no en imaginar cosas que contravienen el sentido común–; por lo tanto, el egoísmo de los niños muchas veces es el efecto refractario ante el uso instrumental que los adultos hacemos de la palabra (dar órdenes, formular pedidos, etc.). En otras ocasiones, los “caprichos” no son más que lo que obtenemos cuando hablamos con un niño como si fuera una mascota que espera indicaciones. Todo niño quiere que se la hable en serio, en eso consiste lo infantil; de ahí que muchas veces nos devuelvan nuestro mensaje invertido, cuando ellos mismos comienzan a preguntarnos “¿Sabías qué había en el zoológico hoy?”, “¿Sabías que se me cayó un diente?”, etc. Por esta vía, en el tímido cambio del tiempo verbal (del “sabés” al “sabías”), nos destituyen de esa presunción de conocimiento que caracteriza al mundo del adulto.

Sin embargo, de un modo u otro, hay un hecho fundamental que se desprende de lo anterior: para los niños el mundo está estructurado en torno al saber. En ese aspecto los adultos no estamos del todo equivocados, así como en todo error hay algo de verdad: el lenguaje de los niños se habla según lo que puede aprenderse, lo que puede hacerse y quién lo permite (o lo prohíbe), lo que puede perderse (y ser recuperado). En definitiva, este lenguaje interroga posibilidades. La curiosidad infantil –su interés en el saber– apunta más a conocer cómo funcionan las cosas que a pensar si están bien o mal.

Asimismo, como último punto, cabe destacar lo que podría llamarse un “narcisismo del deseo” en la infancia. Esta observación también se encuentra en la referencia de Freud cuando habla de una “sobrestimación del poder del deseo”. La primera forma de este último, en los niños, se basa en el apoderamiento. Querer algo, para un niño, es querer hacerlo propio. De este modo, el deseo es posesión. Que esta actitud está destinada al fracaso no sólo se observa en que la vida con otros implica cierto margen de renuncia –en efecto, lo primero que se aprende en un jardín de infantes (cuando no hay otros hermanos en casa) es “a compartir”–, sino en la metamorfosis que el deseo experimenta cuando empieza ser vivido en función de los demás. Después de aprender a compartir, lo segundo que aprendemos es que queremos lo que el otro desea y, en otras oportunidades, que queremos desear junto con él.

Esta consideración es central, para no recaer en la idea –algo vulgar– de que es preciso frustrar a los niños para que crezcan –en lo cual, a veces, puede notarse una proyección sádica de los educadores–, como si la realidad misma no fuese frustrante; cuando, a decir verdad, el auténtico desarrollo infantil consiste en asumir nuevas formas de desear. Un deseo reducido a la posesión, por sí mismo lleva al desengaño, mientras que la posibilidad de tentarse, de asumir vías novedosas de desear con otros, a partir de los demás, es el destino fundamental de la infancia.

*Psicoanalista. Fragmento de su libro “Más crianza. Menos terapia”.