¿Cómo se resiste durante doce años la prisión irregular, el encierro en condiciones extremas, el aislamiento, la anulación de todo contacto con el exterior, la pérdida de referencias espaciales y temporales, el no saber cuál será el término del enclaustramiento (si es que lo tiene), el peligroso roce con la locura, el yo entregado a una nada que se prolonga para siempre? ¿Cómo se filma eso –años y años de soledad prisionera, el puro dolor de la deprivación, una persona con aspecto de hombre de Neanderthal dentro de un pozo oscuro y semiinundado, la capucha sobre la cabeza, el cerebro taladrado por ruidos que no se oyen– durante dos horas, y se logra que el espectador reflexione, se ponga en el lugar de esos personajes, se enfurezca, se conmueva? Esos son los desafíos que intenta responder el cineasta uruguayo Alvaro Brechner. La primera pregunta se contesta con los nombres de Eleuterio Fernández Huidobro, Mauricio Rosencof y José Mujica (sí, el mismo Pepe que fue presidente del Uruguay entre los años 2010 y 2015), los líderes tupamaros a los que la dictadura militar uruguaya tomó por rehenes en 1973 y mantuvo cautivos hasta 1985. La respuesta a la segunda pregunta son los 122 minutos de La noche de 12 años, opus tres de Brechner, seleccionada por Uruguay como representante en los Oscar y en los Goya. Tras su exitosa presentación en los festivales de Venecia y San Sebastián, La noche de 12 años se estrena hoy en Buenos Aires.
Un thriller político tradicional empezaría con un cartel negro en el que se leería: “Uruguay, 1973. La dictadura cívico-militar encabezada por el presidente Juan María Bordaberry clausura el Parlamento, etcétera, etcétera”. Este, que no es un film político tradicional y ni siquiera un thriller, empieza como una de acción: con una escena fuerte narrada in media res, con una virtuosa puesta en escena. La cámara, ubicada dentro del puesto de vigilancia de una cárcel, hace un par de lentos giros de 360º, que permiten ver, en profundidad de campo, de qué manera un grupo de soldados se lleva a unos prisioneros a palazos y a la rastra. El movimiento circular genera a su vez un fuera de campo (aquello que deja atrás, aquello otro que va a venir a medida que vaya recorriendo el círculo) y una mecánica de suspenso, en tanto el espectador quiere saber qué pasa con los personajes que van quedando fuera de campo.
Para respetar el punto de vista de los protagonistas, a quienes sus carceleros privan de referencias tal vez como modo de impulsarlos a la locura, el relato no recurre a ninguna indicación extradiegética que no sea la que marca el paso del tiempo, y que hace que el espectador vaya sintiendo ese paso físicamente. Al “Ñato” Fernández Huidobro (Alfonso Tort, que vuelve a estar tan notable como en la igualmente notable Las olas), Mauricio Rosencof (Chino Darín, que luce unos diez años menos que el personaje real) y Pepe Mujica (el andaluz Antonio de la Torre, mimetizándose asombrosamente con el acento rioplantense) se les informa que de ahora en más serán rehenes del gobierno (representado por el infaltable César Troncoso, que con bigotes tiene una pinta de milico que se cae) y que no podrán hablar entre ellos. Se los confina a celdas de aislamiento que carecen de camastro, inodoro, camilla o cualquier otra cosa. Aunque no se les informe, se los trasladará de forma incesante, para que tengan menos posibilidad de saber dónde están.
Durante su primera mitad, el de La noche de 12 años es el relato del encierro, la humillación, la privación total. Cómo convivir con la propia suciedad, como dormir sobre piso inundado y entre ratas, como soportar la reunión de toda una convención militar para poder cagar en una bacinilla (una escena digna de los hermanos Marx), cómo empezar a escuchar unos ruidos cada vez más insoportables y sin origen visible, en el caso de Pepe Mujica, que empieza a derivar insensiblemente a la locura. En esa primera mitad, Brechner no “airea” el relato con episodios-salvavidas, no introduce temas musicales, no rompe el pacto de no facilitar al espectador información externa al relato. Se arriesga al silencio, la oscuridad y la falta de peripecias.
Los episodios “externos” que aparecen sobre todo en la segunda parte, no son externos en realidad. Ya sean fantasías, recuerdos, visitas de familiares o una de Mujica a la psiquiatra interpretada por Soledad Villamil, no se trata de incrustaciones en el relato sino de acontecimientos que les suceden a los protagonistas. Más cuestionables son, en tal caso, cierta versión –muy bonita, por cierto– de “Los sonidos del silencio”, que convierte una escena en lo que podría llamarse videoclip carcelario, así como un par de frases grandilocuentes. La derivación final al emocionalismo y el triunfalismo in extremis es, a su turno, inevitable en una historia como ésta. Nada de ello mella los méritos de una historia que debía ser contada y que difícilmente pudo haber sido contada mejor.