Hubo una época en que escribíamos en blogs y con el tiempo algunos de esos blogs se convirtieron en libros, que no tendrían la forma de búsquedas en el lenguaje sin esa liberación completa del carácter definitivo y la seriedad que la escritura, por ejemplo, de una novela debería tener. Entre ellos se cuenta también Once Sur, de Cecilia Pavón, que empieza así: “Me voy a mudar a Once Sur y voy a escribir un blog.” Del blog, de su carácter provisorio, que era garantía de libertad (un cuaderno que se ponía a la vista de todos, apuntes pero no del orden del borrador: apuntes pulidos), Once Sur extrae su principal virtud, la de ser una superficie en la que se cruzan varios órdenes. En primer lugar, el de la vida cotidiana, y el arte de habitar una casa como si se tratara de un cuadro, un museo personal que exhibe una sola obra por día. Pero también el de la literatura institucionalizada, los libros, las lecturas de poesía y las lecturas en la soledad del living. Luego, el de los intercambios con poetas y escritorxs, pero a su vez eso también cruzado con aquello que el mundo literario expulsa: la vida cotidiana en su aspecto más banal, menos poético, la maternidad, lo doméstico, las peleas de pareja. 

En la escritura de Cecilia Pavón, incluso antes de Once Sur, no hay más que continuidad entre esos órdenes, como si se organizaran alrededor de un cuerpo salvaje (¿o inocente? ¿o esforzadamente ingenuo?) que opone una resistencia fuerte a la idea de una vida profesional separada del puertas adentro del departamento donde vive y trabaja, a una idea de intimidad que necesitara de la mediación de lo ficcional o lo poético para poder decirse. Claro que hay poesía en Once Sur, claro que hay relatos, pero a condición de que se presenten como ensayos: “Qué genial cuando se te ocurre la idea para un poema, como cuando en la cama pienso estoy encerrada en una bolsa de plástico, como un gato y después medito horas sobre si la bolsa tiene que ser blanca, negra, de qué color tiene que ser”. O también: “Mi hijo tiró todos los juguetes de la caja de juguetes en el living. No sé si está bien o mal vivir así pero el desorden tiene algo de llamativo, bello o potente, quizás potente, no sé.” “Una noche, otra noche, esa noche, y otra noche y una tarde y esa noche y aquella tarde y otra mañana y otra, y así. Yo sé que existieron.” O el texto que empieza: “El amor para mí es esto, por ahí me equivoco”.

La indefinición, que desdibuja los límites de las imágenes y las ideas, es importante porque de lo que se trata –y Pavón se vale una y otra vez de cuadros, fotos, imágenes del mundo de las artes visuales para pensar su poesía y la literatura en general– es de captar algo que tiende a la abstracción: “La emoción no tiene relato. Trato de recordar períodos de este año con emociones intensas, buenas o malas, y no logro hilvanar cómo se sucedieron los hechos. Imagino que el arte debe ser así. Me gustaría ser artista y vivir donde no hay relatos.” Por eso “La poesía es un gas”, como dice otro poema, y los textos son pequeñas configuraciones en las que un nombre y un concepto van unidos a una sensación material por un hilo muy fino, y en cierto punto aligerados de sentido: “No me importa sufrir. Pienso en algo rojo que atraviesa el tiempo lateralmente. Quiero entrar y salir libremente de la obsesión.” No es el peso de los nombres lo que organiza la escritura de Pavón, sino el dibujo sutil que se desprende de la sintaxis y sus variaciones. Y no es ninguna novedad que sea el cruce entre poesía y artes plásticas, entre Fernanda Laguna, Tracey Emin, César Aira y tantxs más, el que produce una escritura así. Es la pregunta por el arte (y la práctica) desde el espacio privado y doméstico la que da lugar a una variante novedosa y femenina de la relación entre arte y vida como legado del siglo XX. Afuera está el mundo de lxs escritorxs que se esfuerzan por ser escritorxs en una lengua estándar que atraviesa los idiomas y los países, consigue premios y prensa y le llaman “literatura”. Pero a Once Sur no llega todo ese ruido.