El primo Arón escribía apenas un poco mejor que los perros y pateaba una pelota apenas un poco peor que Pelé. Con eso, como cualquiera se da cuenta, podría haber sido perfectamente feliz. El problema era que le gustaba más la literatura que el fútbol y en la sala principal de su casa no lucía un póster de Pelé sino uno de Pablo Neruda. Por eso, cuando el 23 de septiembre de 1973 le llegó la terrible noticia de la muerte de Neruda, sintió que los nudillos le sudaban, que las uñas se le alborotaban, que las muñecas le dolían y le dolerían más. Que necesitaba escribir. Pero, como no sabía escribir, se calzó sus botines de jugador y pateó y lloró hasta el amanecer del día siguiente.
Además de sus frustraciones con la escritura, el primo Arón respiraba con cierta perplejidad cuando le contaban que Neruda, su ídolo, su poeta, su chileno entre los chilenos, nunca se había inquietado mucho por el fútbol. Estaban esa memoria que lo ataba con cierta simpatía por el club Magallanes, y el homenaje sin córners y con ovaciones que le tributaron en el Estadio Nacional en diciembre de 1972, y sus gestiones diplomáticas que habían ayudado a salvar gentes en el comienzo de la dictadura en España, entre ellas al niñito Paco Molina, que fue goleador internacional con las camisetas de Chile y del Atlético de Madrid cuando terminó de ser niñito y que jamás dejó de agradecerle a Neruda el haberlo sacado, como a cientos, del infierno. Y poquito más. Poquito más que el primo Arón casi no mencionaba porque el poema más futbolero de Neruda, Los jugadores, sonaba bello, pero lejos de estimular a una fiesta: "Juegan, juegan./ Los miro entre la vaga bruma del gas y el humo./ Y mirando estos hombres sé que la vida es triste".
La vida, a veces, es triste, concluía el primo Arón, pero, sobre todo, es incompleta. Un ejemplo: a Neruda se le había escapado el fútbol. Otro ejemplo: a él se le hacía esquiva la escritura.
Devoto de ese verseador crack, el primo Arón nunca dejó pasar de largo a las cosas vinculadas con Neruda. Resultó lógico, en consecuencia que en la mitad de los noventa marchara raudo a la primera función de la recién estrenada El cartero de Neruda. Se trataba de una película de Michael Radford que adaptaba la novela Ardiente paciencia, de Antonio Skármeta, otro notable narrador chileno. No hay casi nadie que no domine las razones por las que hubo multitudes deslumbradas con esa película: el contrapunto entrañable de Neruda y un cartero, las actuaciones exquisitas de Philip Noiret y Massimo Troisi, la música que se apoderó de un Oscar y (¿para qué ocultarlo?), tal vez en la cúspide, la presencia sin nada que no fuera una belleza de la increíble Maria Grazia Cucinotta. No obstante, casi desde la apertura de la historia, el primo Arón ni se distrajo con la sensualidad de la señora Cucinotta. Lo que lo cautivó fue que, transitando entre enamorarse de esa dama y llevarle sobres a Neruda, el cartero descubría una de las grandezas del mundo: las metáforas. Se empecinaba, se desvivía, se desesperaba para decir metáforas el cartero.
Igual que el primo Arón.
Partió, entonces, el primo Arón, tras la experiencia de la película, rumbo al libro. Cada sustantivo le pareció el más brillante de sus tiros. Cada verbo le recordó las jugadas más excelsas de Pelé. Cada palabra que ubicó Skármeta en el paladar de Neruda se le volvió un golazo. Y cada breve alusión al deporte le concedió una esperanza: si ese libro que reivindicaba a la escritura, incluía al deporte, él, que era alguien del deporte, podía empezar a incluir a la escritura.
El primo Arón lamentó que en el pueblo donde transcurre la novela no hubiera una cancha de fútbol, pero se recuperó con otra línea de Skármeta: "A falta de estadio en el pueblo, los jóvenes pescadores satisfacían sus inquietudes deportivas con el lomo curvo sobre las mesas del futbolito". "Algo es algo", pensó el primo Arón, tratando de evocar cuál había sido su último duelo de metegol, que es la denominación que adopta en cualquier bar de la Argentina eso que Skármeta llamaba futbolito.
Y justo cuando el primo Arón revisaba sus pasados de metegol y también justo cuando se regocijaba ante el dato de que las luces de pasión entre el cartero y la Cucinotta titilaban por primera vez cerca de un futbolito ("rey del futbolito", lo bautizaba ella para provocarlo), encontró lo que le hacía falta. Esto:
"Mustio, el cartero alzó la vista desde la pelota hasta los ojos de su nuevo rival, y, aunque se había definido frente al océano Pacífico como inepto para comparaciones y metáforas, se dijo con rabia que el juego propuesto por esa pálida pueblerina sería (...)". Y ahí seguía una serie de metáforas módicas, básicas, más dignas del cartero que de Neruda, más dignas del primo Arón que de Neruda. Y una, una solita, que resolvía todos los problemas. Esta:
"Más aburrido que domingo sin fútbol".
"Más aburrido que domingo sin fútbol", repitió el primo Arón en voz alta, en grito alto, en emoción alta.
Lo supo con la misma seguridad con la que admiraba a Neruda poeta y a Pelé futbolista. "Más aburrido que domingo sin fútbol". Ahí estaban la literatura y los goles. Ahí estaba todo.
No hay nada más aburrido que un domingo sin fútbol. Una certeza y una metáfora. Una metáfora del cartero de Neruda que, a la vez, podía ser una metáfora suya: si Neruda, y Skármeta, y el cartero -que, al cabo, debía tener un lado poético para formar parte de algo que tuviera que ver con Neruda- aceptaban que la expresión "más aburrido que domingo sin fútbol" merecía ser una metáfora, entonces el primo Arón podía seguir pateando una pelota apenas peor que Pelé y podía animarse a escribir ya no sólo apenas mejor que un perro.
La vida es incompleta, cierto. Pero lo incompleto a veces se completa.
Porque ahora, cada 23 de septiembre, el primo Arón se acuerda de Neruda, se calza sus botines, patea y llora.
Y, después de patear y de llorar, escribe.
Algunas de sus metáforas están muy pero muy bien.