El mérito de El último Hammett de Juan Sasturain no reside en los años de trabajo y la voluminosidad del texto como en su experiencia de lenguaje puesto a prueba, un experimento que da que pensar, por ejemplo, en la fascinación de una generación por la narrativa negra, generación a la que pertenezco y pertenecen los escritores contemporáneos que el escritor suele citar generosamente entre sus pares, y todos, quien más quien menos, hemos incursionado en esta clase de literatura. Es sabido, en los 70 el género proporcionaba un prisma para leer una realidad social ensangrentada por la violencia política. Novelas sangrientas y baratas, rescatadas a la luz de los análisis de la literatura de masas, generaban un nuevo público y producían nuevos escritores. Sus lectores ya no eran los que habían leído en años anteriores a Goodis, Mc Coy y Ballinger en las colecciones Cobalto o Pandora. Se trataba ahora de lectores de una clase media más o menos culta que apreciaba la marxista y exquisita Serie Negra de Tiempo Contem-poráneo creada por Ricardo Piglia. En superficie y no tanto, se leía una literatura de otra parte que traducía los conflictos locales. Pero la nueva traducción no era un asunto sencillo. Recuérdese, por ejemplo, la traducción de Walsh de los cuentos de Chandler recurriendo al voseo, sonaba ortopédica, más ajena que la convención del tú, enfriaba la temperatura de los textos. Los enrarecía mal. Tal vez valdría preguntarse cuánto había de populismo y demagogia en ese gesto.
El protagonismo de la traducción no es nuevo en Sasturain. En Los sentidos del agua,una novela anterior, ya se metía con la cuestión envolviendo a una pareja de exilados uruguayos que puchereaban en la España editora de novelitas bélicas de kiosco. Ahora, en El último Hammett,vuelve con el tema de la traducción pero desde el corazón del problema: la lengua. Lo primero que llama la atención en su relato –con sus tramas y subtramas– es que está escrito de tú, se lee como traducción cuidada, que quiere ser neutra, y a medida que se avanza en la lectura, el efecto de traducción se naturaliza, se torna en la única forma apropiada en su ajuste formal al propósito de la historia. El relato, documentadísimo, dueño de giros y modismos, en nada afecta su lectura y resulta consecuente goce para quienes, por supuesto, son lectores del género y han transitado las huellas de, en este caso, Samuel Dashiell Hammett. Es curioso el efecto que causa. Nada que ver, en su registro de traducción, con las inflexiones paródicas de Fontanarrosa. Tampoco su objetivo es el de Pierre Menard. Ninguna duda, Sasturain, con sagacidad, procura un elaboradísimo tributo a la escritura de su escritor fetiche. Lo que logra, que se escuche a Hammett. La trama, compleja y archielaborada, centrada en el período final y de bloqueo del escritor acosado por el macarthismo, se convierte en una vuelta de tuerca y resignificación de lo que Cervantes buscó al cargarse la novela de caballería. Lectura irónica de la escritura de un estilo, El último Hammett deviene rendevú brechtiano, distanciamiento pero no tanto. Se trata, por cierto, de un artefacto excéntrico que opera como composición post-deconstructiva de un andamiaje literario-ideológico que, un lector nada inocente de los pulps, recurriendo a esa lengua traducida, arma un tratado narrativo que funciona como arte poética e indagación de las sucesivas instancias de luces y sombras de un escritor que ya dio todo lo que podía dar o casi. Y es acá, en la escritura tributaria de la recepción del noir donde Sasturain pone en tela de juicio la dialéctica entre lo leído y lo que se escribe. La profusión de citas y comentarios, parafraseando a Gelman, siempre como al pasar, convierte el relato en autobiografía intelectual y confesión de fervores acuñados en un período temprano de su formación de lector (no es casual que Sasturain escribiera alguna vez un poema dedicado al Sargento Kirk donde enuncia el cambio de los tiempos y la degradación de los códigos de heroísmo y solidaridad). En ese mismo sincro, el del acercamiento al maestro, debería tenerse en cuenta Triste, solitario y final, la primera novela de Osvaldo Soriano. Allí, el encuentro del joven periodista con Philip Marlowe. Acá, en la novela, hay un argentino que acude con una nouvelle a ver al autor de El halcón maltés tratando de resolver el conflicto del padre. En tanto, Sasturain, explora cuál era el sentido de lo que se leía en los pulps norteamericanos en un país sudamericano arrasado por la violencia política, la mecánica del capitalismo en la sociedad colonial de esos años 70 en que leíamos la Serie Negra en simultáneo con el Fanon de Los condenados de la tierra.
Artificio, de acuerdo. ¿Acaso toda literatura no lo es? Este es el punto: una escritura que, en su reconocimiento a un estilo de narrar, alude a otra y, en un movimiento doble, se juzga y da a entender las claves de una generación que formó su visión del mundo leyendo estas novelas una ética que, traducida, motorizaba el impulso a luchar por una sociedad más justa en un país dominado por el gangsterismo y una justicia corrupta. (Todo parecido con la actualidad es pura coincidencia.) Es que él último Sasturain no puede aislarse de aquel contexto de nuestra iniciación literaria y política cuando el crimen estaba a la orden del día. Por tanto, la historia que ahora nos trae el escritor viene con otra por debajo, no menos crucial que aquella visible en la parte de arriba del iceberg. Por supuesto, El último Hammett es una pieza literaria sobre el arte de escribir. Pero no sólo. No sólo.