Una tristeza decente empieza con dos hermanos en una terraza, una noche. El que cuenta es el menor, que está de visita en el departamento del otro. Han terminado de comer un asado y el anfitrión aprovecha las brasas para poner al rojo vivo un hierro del tamaño de un dedo. Toman vino: “Está bueno”, dice uno. “Está bueno”, dice el otro. Al poco el forjador, con una pinza, pone al hierro sobre un yunque y la emprende a mazazos: últimamente hace cuchillos. Debajo hay siete pisos: ¿se quejan los vecinos de los martillazos?, pregunta el que narra. Al hermano mayor se le ha ido la mujer y tiene al hijo viviendo en lo del abuelo hasta que pueda explicarle lo que sucedió (algo pasó, pero qué) con delicadeza. “Vos sabés bien lo que significa para un hombre tener una distracción en un momento de soledad”, dice. El cuento, el primero entre los once que componen este libro, se llama “Las formas del olvido”, un título precioso como el del volumen: cómo eran las cosas y cómo son, cómo han ido evolucionando, y eso abarca lo familiar y lo que se ha ido haciendo extraño entre los hermanos, el agujero que el mayor ensaya achicar con su pasatiempo, el hierro que se convierte en hoja de cuchillo, la impaciencia del menor cuando el otro le pide que carguen en la calle un tronco grueso de jacarandá que después se transformará en mangos para puñales. “Si querés, te puedo hacer uno”, ofrece el más grande.
Lo observado o caratulado como anómalo, como extraño, es una de las constantes que tallan en estos relatos de Salvador Marinaro, que nació en Salta en 1988, que se vino a radicar y a estudiar en Buenos Aires y que desde hace dos años se fue para Shanghai. Del forjador de cuchillos en un edificio de departamentos a “La Marilín”, título y protagonista del segundo cuento, una travesti en carne viva y en plena jornada de carnaval, el periplo desde el espejo al salir de casa, los comparseros que la pasan a buscar, el desfile preparado durante mucho tiempo, la admiración y los desprecios, los trompazos con los borrachos, la ansiedad por reencontrarse al final con el flaquito ricachón de familia ilustre. En “Un día de reyes”, el tercer relato, Marinaro arranca desde el amanecer en la casa de su madre de una mujer recién separada que se ha mudado allí, a su antigua casa, con sus dos hijos: quiere darles desde temprano lo mejor que puede, cocinarles pancakes, llevarlos al shopping. Las fisuras en las parejas como trasfondo aparecen pronto como tema, la vieja fórmula que puede fallar, que casi siempre falla (lo raro viene siendo que no falle) y propicia la emergencia de otros aspectos de la individualidad (herida y/o cascoteada muchas veces). En “Fósiles”, otro de los relatos, el que narra es un niño, las idas y venidas de la casa de su padre, un juez, los momentos memorables de felicidad, de aventura, de violencia.
“Viaje de vuelta”, el cuarto relato, explicita desde el título otro de los temas del libro. El narrador se reencuentra con un compinche de la secundaria que ahora es un guía turístico y le insiste para llevarlo de paseo a los cerros para mostrarle la ciudad desde los miradores, para visitar el santuario de la Virgen del Cerrito (en Salta), pero a este otro, un profesor universitario que da clases en la Capital, más bien le interesa charlar sobre los años en los que dejaron de verse, porque late entre ambos un episodio que de una u otra forma los marcó: la vuelta es también a ese suceso, además del desencaje entre el que se queda y el que emigra a la gran ciudad. “Cruzar la autopista”, el cuento que cierra el volumen, es el reverso: el que llega a Capital luego de semanas de viaje desde Tierra Adentro, tres micros, un tren rápido y un camión de carga hasta por fin ver la Torre Conectora, los innumerables ramales de autopistas, los autos y colectivos de varios pisos, los mapas para ubicarse en ese “infierno de la velocidad o el paraíso de la autosuperación de un muchachito débil, nervioso, que se perturbaba cuando un desconocido le preguntaba su nombre”. No es la única pieza fantástica: en “Los suplicantes” Marinaro cuenta de un cuarteto que se alimenta de metales, mendigos cuyas pieles dependen del metal que se manduquen. En contraste con los escenarios futuristas hay también un viaje al pasado en “La cacería”, y humor: en vistas del “encuentro de la ciencia y la poesía” que “requiere la joven Nación”, un expedicionario le escribe una carta con “palabras elevadas” a un doctor que encargó a un par de hermanos (otro) el rastreo de huesos en la pampa, y en la misiva van apareciendo las barbaridades, el choque entre los presuntos iluminados y “los lugareños” mamados en el bodegón: “En esa pocilga encontramos al encargado, que se reía diciéndonos: ‘En las cosas que anda el gobierno para mandar a un par de boludos a buscar huesos’. Sabe cómo es Tadeo, doctor, no pudo soportarlo”.
Son atractivos los diálogos (acá el comentarista puede delirarse, guarda) internos entre los cuentos del libro, y al respecto parece significativo que también aparezca el humor en el otro relato en el que la escritura está presente, “La obra de Mastroverdi”, cuyo protagonista es alguien que no escribe “desde hace años”, que ha pasado por los lugares comunes anti-bloqueo y que, invitado por el secretario de cultura de un pueblo, se encamina a dar una charla sobre bibliotecas barriales ante un puñado de jubilados. “La vida entre las piedras”, que tiene como protagonista a una pibita que incomprendida por su madre se escapa a un monte de nogales para hablar con un amigo imaginario, puede pensarse en tándem con el chico que narra en “Fósiles”: la soledad y cierta candidez ante los signos crueles de la matriz familiar.
En Una tristeza decente, la mayoría de sus piezas funcionan bárbaro y vibran, con diversos registros de prosa en los que a la vez se siente la voz narrativa lúcida y sutil del autor. Y esto, en sintonía con idas y vueltas, temas centrales comunes y personajes puestos en los bordes de sus encrucijadas, compone un libro de cuentos notable.