Más allá de su vagancia “proverbial” para escribir, el escritor, crítico y editor Damián Tabarovsky vuelve al ruedo de la controversia con un conjunto formidable de ensayos, que es una continuidad y profundización de los temas que le interesan, y que explicitó en ese polémico y excepcional manifiesto Literatura de izquierda, publicado en 2004 (que acaba de reeditar Ediciones Godot con prólogo de Martín Kohan). En los siete textos que integran Fantasma de la vanguardia (Mardulce), Tabarovsky propone seguir hablando sobre la vanguardia, pero invocándola como un fantasma, “una voz venida de otra parte, como una especie de monólogo exterior en el que se superpone el narrador, los personajes y la narración misma”. No es un juego de palabras; lo que provoca es la perturbación que implica deconstruir con saña cierta doxa literaria que satura el presente. “El trabajo bajo la invocación del fantasma de la vanguardia reside en asistir a nuestra propia ruina, o mejor dicho, devolverle a la literatura su condición de ruina: es un acto radical, extremo, sin retorno. Ese acto, esa sospecha ante el avance lineal de la narración, lleva otro nombre, la contracara necesaria de la ruina: digresión”, advierte el crítico en el primer texto que da título al libro.

Como director editorial de Mardulce, también reflexiona en su último libro sobre las tensiones en torno al mundo de la edición. “Escribir no es nunca un acto banal”, plantea Tabarovsky en la entrevista con PáginaI12.

–¿Qué consecuencias tiene el hecho de que se esté viviendo en una época de emprendedores en el arte y en la literatura?

–La consecuencia es el triunfo o cierta primacía de la industria cultural como horizonte de la época. Se necesita al artista emprendedor capaz de presentar proyectos, presupuestos, establecer cronogramas de trabajo, temas que puedan ser aprobados por jurados, mecenas o instituciones. Sería la forma mainstream de trabajar en la cultura. No quiero caer en ninguna magnificación del artista romántico y raro, pero (Gustave) Flaubert, (Franz) Kafka, (Antonin) Artaud, Raymond Russel, Henry James, (Charles) Baudelaire, (Marcel) Proust serían incapaces de llenar un formulario. Eso no te vuelve necesariamente buen escritor. Pero esta es la época de los formularios. Quizás adentro de los formularios pase un artista interesante, pero todo está armado para que el arte y la literatura sean como un rubro más en la industria del entretenimiento global. Casi todos los gobiernos progresistas crean una secretaría de industrias culturales. La literatura y el arte tendrían que tener una discusión con ese mundo. En la expresión “industria cultural” hay una tensión entre industria y cultura, que sería la cultura entendida como una mirada crítica, lateral, disconforme. Y la industria como todo lo opuesto, lo estándar, la cadena de montaje; en esa tensión hoy parece estar triunfando la industria, la idea de que estamos viendo lo mismo por todos lados.

–Podría decirse de manera un poco simplificada que hay una literatura globalizada, ¿no?

–Sí. Como justamente la literatura no es una disciplina que pueda ser pensada en términos románticos, las condiciones de producción para una teoría marxista sobredeterminan la escritura también. La escritura no es ajena a las propias condiciones de producción, al estado del mercado. Entonces, si el mercado favorece esta clase de emprendedores, aparecen escrituras emprendedoras. Todavía me gusta la idea del escritor como el idiota de la familia. El escritor es el raro y su propia literatura es difícil de encajar, porque ese escritor que me interesa vive bajo la utopía de que su texto no pueda ser convertido en mercancía. 

–¿Por qué “la literatura es el entretenimiento inteligente del presente”, como afirma en uno de los ensayos? ¿Sólo porque está entregada mayormente al mercado o hay algo más?

–Hay algo más en lo que incluiría a las series de moda, que junto con la literatura cumplen la misma función que es ser el entretenimiento inteligente del mercado, pero muchos piensan que esas series son cultura, son arte. Ahí estoy muy de acuerdo con lo que decía Lucrecia Martel, que esas series son solo producto de equipos de guionistas que trabajan como si estuvieran haciendo focus group para producir series estandarizadas que parezcan inteligentes. La vanguardia es una tradición que ya tiene más de cien años, y cien años después una persona más o menos inteligente y culta puede escribir una novela tomando las herramientas de la vanguardia para que parezca un poco experimental; toman las categorías de la crítica literaria y de la literatura proveniente de las ideas más radicales del siglo XX, pero pasteurizadas. A eso lo llamo “vanguardismo académico”. Esta es la época del vanguardismo académico, de textos inteligentes. Las series de televisión –que no están incluidas en el libro, pero es sobre lo que habría que avanzar– y la narrativa contemporánea cumplen la función de entretenimiento inteligente. Pero, como decía Proust, hay que sospechar de la inteligencia.

–Siempre pone la sospecha en un lugar central, pero esta parece una época que ha desplazado el valor de la sospecha. Parece más una época de certezas, de afirmaciones...

–De transparencia. La figura de la sospecha, la cual reivindico, viene de grandes maestros como (Friedrich) Nietzsche, (Roland) Barthes y (Sigmund) Freud. Hay que sospechar de lo que vemos porque hay algo detrás que esa verdad encubre y el trabajo del crítico es descubrir ese encubrimiento. Nietzsche dice que la historia avanza por combates en el que el bando ganador borra las huellas de que existió una batalla y aparece eso como doxa naturalizada; es decir, nos parece natural que haya que tener una familia monoparental, pero en la Grecia antigua no era así. Cuando el cristianismo triunfó, borró las huellas de que había existido una batalla con la tradición helénica, y lo que parecía normal y natural se convirtió en doxa. El trabajo del filósofo consiste en descubrir ese combate y traerlo al presente. No se puede pensar al mercado como único horizonte de la época. Entonces propongo esta idea de pensar a la vanguardia pero como un fantasma, con alguien con que se debe dialogar. Cuando la literatura no dialoga con este fantasma, no me interesa. Pero cuando dialoga, generalmente lo hace bajo el modo del malentendido: le hablamos y el fantasma no nos escucha, nos habla y nosotros estamos distraídos; pero ese malentendido es productivo.

–¿En la literatura argentina hay poco diálogo con el fantasma de la vanguardia?

–Sí. Hubo muchos escritores en la década del 90 y del 2000 que ponían el mercado como único horizonte, y todavía funciona un poco eso. Hay otra línea de “vanguardismo académico” en la que estaría (Ricardo) Piglia como escritor inteligente, y esta idea lateral, excéntrica, está un poco crisis, pero a la vez es la tradición más interesante de la propia literatura argentina. Si pensás en el escritor más importante del siglo XIX y el escritor más importante del siglo XX, Sarmiento y Borges, ¿qué género escribieron? Borges nunca escribió una novela, que es el género canónico, y en algún punto ni siquiera escribió cuentos sino ficciones, cómo el las llamaba. ¿Qué es Facundo? ¿Un ensayo? ¿Una crónica? Ese lugar de incerteza funda para mí la más interesante tradición literaria argentina, que incluye también a (Ezequiel) Martínez Estrada y en la década del 60 a (Osvaldo) Lamborghini, Copi, (Héctor) Libertella; es la tradición que dialoga con el fantasma. El progresismo siempre quiere crear un mercado. Una de las grandes discusiones que habría que tener con el progresismo es la idea del consumo. A veces pienso que la idea del kirchnerismo es “el consumo nos hará libre”. ¿Qué es lo que el kirchnerismo le reprocha al macrismo? Que han matado el consumo... Por supuesto que no quiero eso, porque matar el consumo tal como lo experimentamos hoy es matar de hambre, literalmente. Pero no se ha podido dar en toda la década kirchnerista una discusión sobre cuál es la tensión entre izquierda y consumo. No puede ser el mercado el único horizonte y mucho menos para la izquierda. El progresismo quiere fundar un mercado y yo vengo a decir, un poco como el molesto de la familia, que la izquierda debería discutir en otros términos. Una literatura de izquierda no puede poner al mercado como último horizonte ni tampoco hacer vanguardismo académico, sino repensarse en ese lugar lateral y de extrañeza. El texto clave de Borges es “El escritor argentino y la tradición”, donde define casi topográficamente dónde pone a la literatura argentina, que es cerca de la irlandesa, dentro de la gran tradición occidental, pero en la periferia, en lo que (Gilles) Deleuze después llamaría una literatura menor. 

–¿Por qué el kirchnerismo no dio la discusión entre izquierda y consumo?

–Habría que preguntarle a ellos... Desde el punto de vista político, está perfecto: como ministro de Economía, querés que todos los sectores populares consuman; es una mirada keynesiana que comparto. Habría que preguntarle a Horacio González, a quien quiero y respeto, y me he formado con él, por qué no se pudo plantear esa discusión. No lo sé... ¿Por qué no apoyé lo que pasó en 2001? Lo de 2001 estaba muy cercano a lo que ideológicamente pienso: un movimiento espontaneísta, de tradición anarquista libertaria, sin centro, asambleísta, que por lo tanto ponía en cuestión la idea de representación; esa figura maravillosa que extraño de la gente con martillos golpeando los bancos, de una potencia estética increíble, de las más fuertes del siglo XX. ¿Por qué no pude apoyar? Finalmente, la clase media decía: “pusimos dólares, queremos dólares”. No; ustedes pusieron pesos que el gobierno les dijo que valía un dólar. Lo que estaba diciendo esa clase media es “queremos que siga el menemismo, queremos que siga el uno a uno”; entonces, ese fracaso de la clase media en relación a cierta radicalidad del 2001 me parece que lo hereda en parte el kirchnerismo con la dificultad para pensar la relación entre izquierda y consumo.

–En uno de los ensayos del libro vuelve sobre una pregunta: ¿qué es ser de izquierda hoy?

–Esa es la pregunta que ha guiado mi vida. Ser de izquierda es no ser de derecha, porque la derecha no se pregunta qué es ser de derecha, lo tiene resuelto. La izquierda es aquella línea política y cultural que vive preguntándose qué es ser de izquierda, que vive en ese estado de incerteza. La izquierda que me interesa se está preguntando críticamente qué es ser de izquierda, que sería otra forma de preguntarse dónde está la injusticia. O dicho al revés: qué es la justicia. En un momento del libro hablo de la justicia radical, que es poder encontrar injusticias allí donde no se ven, hacer visibles aquellas injusticias que han sido convertidas en doxa. El trabajo de la literatura para mí tiene que ver con la injusticia en la lengua. Lo que vuelve política una novela no es que hable de (Mauricio) Macri, de (Carlos) Menem o de Cristina Kirchner, sino cómo se escribe una frase, qué palabras se usan y cuáles se descartan, qué palabras siguen a otras palabras hasta formar una frase, y cómo una frase sigue a otra y forman un sentido. Esas son las preguntas políticas de la lengua y nuestro trabajo sería poner en cuestión la lengua naturalizada, que es el habla de los medios de comunicación, el habla del deporte, el habla de la medicina, el habla de los políticos, que son hablas binarias de ganadores y perdedores, de sanos y enfermos. El trabajo de la literatura en relación a la lengua es volver a poner en valor la vacilación.

–¿Por qué no se habló de la “nueva edición argentina” como sí se habló del “nuevo cine argentino”?

–Lo que ocurrió con las editoriales llamadas independientes después de 2001 es algo que no había ocurrido antes en la historia de la Argentina. Las editoriales multinacionales como Random House o Planeta traducen en España al español de España. Si no estuviéramos las editoriales independientes, desaparecería la traducción con inflexión rioplatense. Eso solo ya fue un cambio cultural inédito que ameritaría otro estado de discusión y otra relación con el Estado, que ha vivido a espaldas de la edición independiente, la única que repone la discusión sobre el estado de la lengua. Los tres o cuatro libritos que hace Mardulce traducidos, los siete u ocho de La Bestia Equilátera, los ocho o nueve que hace Adriana Hidalgo, los seis o siete de Eterna Cadencia... Si no estuviéramos todos nosotros, lo único que leeríamos son traducciones españolas. Ellos tendrían la decisión de a quién se traduce y a quién no. Yo digo irónicamente que si hubiéramos tenido un gerente de marketing que nos hubiera puesto “nueva edición argentina” como se le puso al “nuevo cine argentino” estaríamos hablando de eso. Pero no estamos hablando de eso. Ese fenómeno editorial fue lo más interesante que ocurrió en los últimos quince años y ha publicado ocho de cada diez de los mejores libros argentinos. Quizá vivíamos tan en el día a día que no nos dimos cuenta de que ahí estaba pasando algo.

–Debería escribir sobre la nueva edición argentina, ¿no?

–El problema es que mi vagancia es proverbial; y está Víctor Malumián de Godot, que reeditó Literatura de izquierda, llamándome semanalmente para que escriba el libro de la edición. Yo les regalo todas mis ideas, pero que lo haga otro. Lo hablé con Alejandro Dujovne también. Si alguien tiene ganas de hacerlo, yo lo leo y se lo prologo (risas).