Nicolás: Contame un cuento.
Yo: No, estoy cansado,
Nicolás: No importa que estés cansado. Contame un cuento igual.
Yo: Bueno, pero sería un cuento cansado.
¡Oh, el momento del cuento! ¿Qué padre, madre, tutor o encargado no lo ha vivido como una doble carga: porque está cansado, y porque se supone que no debería estarlo? Al uruguayo Mario Levrero también le pasó. Pero él transformó aquellos momentos con su hijo Nicolás en unos Cuentos cansados. Que años después el ilustrador Diego Bianki supo tomar para hacer un bellísimo libro de su editorial Pequeño Editor, de esos que están en la frontera: no fueron pensados para chicos, pero pueden ser disfrutados por ellos, tanto como por los adultos. Hoy a las 16, Bianki y uno de los protagonistas del libro – Nicolás Varlotta, hijo de Mario Levrero–presentarán el libro en el Museo Roca (Vicente López 2220), en el marco del ciclo Encuentros con Ilustradores Argentinos. Y si resulta imposible cansarse de leer y mirar estos cuentos, allí los chicos y chicas podrán, además, poner manos a la obra en un taller de dibujo. Seguro que no se van a cansar.
Levrero no escribía “para niños”, repasan Bianki y Valotta, reunidos para charlar con PáginaI12. Pero, igual que pasó con “El sótano”, de su libro para adultos La máquina de pensar en Gladys –que fue publicado ilustrado en una colección para chicos, en Uruguay– estos Cuentos cansados transitan una frontera posible de públicos. Entre bostezo y bostezo –y algún que otro sobresalto porque realmente se ha quedado dormido en la mitad–el narrador va desgranando historias desopilantes, todas protagonizadas por un señor que estaba muy muy, pero muy, cansado… tanto como el narrador. Son como pequeños cuentos dentro del cuento, hechos de un gracioso sinsentido, un poco oníricos, un poco perturbadores quizás.
El doble valor de este libro está, primero, en el rescate de este cuento, así ofrecido para un público amplio, en una bonita edición de tapa dura. Pero, sobre todo, en la lectura que hace Bianki desde sus ilustraciones, que a su vez disparan hacia mil y un lugares más. Comenzando por que el “yo” narrador y Nicolás –en ningún momento se explicita que se trata de padre e hijo– ahora no son seres humanos sino teros (el ave nacional uruguaya, explicará el ilustrador). Y como en una fábula al revés, las historias que se narran están protagonizadas por humanos, en medio de una nocturnidad paradójicamente muy luminosa, entre brillos de estrellas y destellos de ojos de animales.
–¿Por qué este libro, por qué Levrero (también) para chicos?
Diego Bianki: –Yo llego a este cuento por Helena Corbellini, una amiga escritora, directora de la Biblioteca Nacional de Uruguay, que estaba haciendo una investigación sobre la escritura autobiográfica de Levrero. A él lo había conocido como Jorge Varlotta: de cuando publicaba en la revista Fierro Los profesionales, una historieta que hacía con Lizán. Y en la última época de El Péndulo, donde escribía unos cuentos de ciencia ficción. El ironizaba sobre la canonización del escritor. Decía que había elegido tener un seudónimo –que no era tal porque formaba parte de su nombre, Jorge Mario Varlotta Levrero–para dividir todo lo que no fuera literatura: historieta, parapsicología, palabras cruzadas, que hacía en la revista de (Jaime) Poniachik. Porque si en el mundillo editorial uruguayo se enteraban, lo iban a ralear del entorno de la literatura de Montevideo. Cuentos cansados me pareció una historia especial. Nos ha pasado a todos como padres: venís del laburo, estás agotado, agobiado… Y los chicos piden lo que Nicolás le pedía al padre. ¡Contame un cuento!
–Se siente mucha empatía con el narrador…
Nicolás Varlotta: –Los padres se identifican fácilmente con este padre, pero a mí me causa gracia, porque en este caso curiosamente era un padre que no hacía gran cosa. No es que estaba cansado porque había estado todo el día laburando. Se levantaba al mediodía, vegetaba, escribía algo… ¡No era el típico padre estresado! (risas)
–Bueno, ¡pero estaba cansado igual!
N. V.:–Sí, y yo lo entiendo porque yo también me canso de no hacer nada. Pero es graciosa esa imagen que se transmite, que nada que ver. Mis padres estaban separados, así que por lo general él me iba a buscar a mi casa o al jardín y salíamos a pasear. En esos paseos yo quería entretenimiento: o jugamos, o me contás un cuento. El los iba inventando sobre la marcha. A mí me fascinaban, me desternillaba de risa, y siempre le pedía más. Ahí el logra algo que es una constante en su literatura: hacer del defecto, virtud. A la falta de inspiración, la convierte en el tema de la narración. Lo mismo hace en La novela luminosa o en El discurso vacío. Entonces inventa esta figura del cuento cansado: cuando estoy muy cansado y no se me ocurre nada para contar, cuento historias sobre un tipo que está muy cansado. Otra cosa divertida es que por lo general se imaginan la escena de noche, acostando al niño. Pero esto transcurría a la tarde, que es cuando nos veíamos más con mi papá. Sentados en el Parque Rodó de Montevideo, por ejemplo.
–¿Cómo trabajó las ilustraciones?
D. B.: –Cuando hago mi trabajo de ilustración me siento un intérprete, un intérprete privilegiado. Yo conocía a Levrero, me lo había presentado Elvio Gandolfo en Colonia. Pero no quería representarlo leyéndole a su hijo como tal, aunque él haya hecho escritura autobiográfica. Empecé a hacer dibujos donde lo retrataba de memoria, pero me trabé, no me cerraba. Y me vi en la necesidad de releer y adentrarme en su literatura, porque sentía que estaba en la superficie de lo que se podía contar. Me impactó en especial La novela luminosa, uno de sus libros icónicos, el de la beca Guggenheim, donde él se pregunta cómo el señor Guggenheim podía darle una beca para que escribiera eso. Es un diario, allí aparecen sus experiencias esotéricas, sus sueños… Es algo que hago siempre que ilustro a otros: me meto en su obra, en su vida. hasta que siento que llego a plasmar visualmente algo vinculado al imaginario del autor, en conjunción con mi imaginario.
–¿Y cómo llegó a los teros?
D. B.: –Me acordé de una parte de la novela luminosa donde Mario se auto describía como una persona muy berrinchosa, de poca paciencia, le molestaban los ruidos. Yo también soy así, molesto. Esa fue una clave. Y me acordé del ave nacional uruguaya: el tero. Un ave bella, elegante, ¡pero guay si te acercás al nido! Traté de buscar una metamorfosis entre la estructura física de Levrero y la del tero. Y propuse invertir la fabula, porque él en ningún momento dice en el cuento que son o no seres humanos: están “yo” y “Nicolás”. Y dije bien, hay animales que están contando historias sobre humanos, que pasan un montón de peripecias para poder abordar la cama y descansar hasta el día siguiente. Todo este proceso de investigación me llevo más de un año, y hacer los dibujos, otro año más.
–¿Qué técnica usó?
D. B.:–Yo no puedo ilustrar siempre de la misma manera, cuando la voz del texto es cambiante. Trato de buscar mi propia voz a partir de la voz del escritor, en alianza. Acá quería representar lo onírico de Levrero, su relación con la parapsicología, los signos, las constelaciones. Pero no quería ser literal, tenía que despegarme y encontrar el intersticio para narrar desde mi mirada. Y en pos de esa búsqueda de capas de sentido, se me ocurrió también trabajar con capas. Probé una técnica inspirada en el grabado por monocopia, una placa que se entinta y se pasa por una prensa. Yo sólo ejercía presión y usé viejas radiografías. Estaba haciendo una quimioterapia, entonces cada vez que iba a la clínica, me volvía con rollos y rollos de radiografías. Hay capa sobre capa para imprimir cada color, y cada parte del dibujo; hay un valor expresivo en esa técnica que me interesó explorar. Para mí esta profesión siempre es una búsqueda, sino es como leer siempre el mismo libro, no me interesa hacer algo que ya sé cómo va a quedar. Es un lujo poder investigar, conocer la obra de un autor y permitirme cambiar, moldear mi voz. Aunque para eso haya que tomar un riesgo.
–¿Qué destacan en la obra de Levrero?
D. B.:–Rescato su capacidad de observación de cosas mínimas, esas que no estamos acostumbrados a prestarles atención. Una paloma muerta, o las hormigas que se amontonan en un dulce, para él eran el principio de una historia con la que te captura por completo.
N. V.:– La parte más onírica de su literatura es una conexión directa con zonas de la mente y del disfrute. Cuando empecé a leerlo en la adolescencia, sentía que era como vivir otros sueños: describía situaciones, estados, atmósferas que yo vivía en mis sueños y las estaba leyendo. Esa cosa de aventura y angustia a la vez, que escapa a la lógica de lo cotidiano. Para mí tiene un valor agregado: yo no tuve mucho contacto con mi padre, y sin embargo a través de su literatura siento una conexión profunda. Y los libros que son como diarios, directamente me sirvieron para enterarme de qué estaba pasando en su vida en épocas que yo vivía en España, y no tenía mucho contacto con él salvo algunas cartas. Son una forma de comunicación.