“Apagando la luz por última vez”, así títuló mi amigo Ramiro su posteo en Facebook el viernes 14 de septiembre de 2018, con una foto lúgubre de su salón comercial vaciado. Un bazar mayorista. No vacío, vaciado, fundido, ahogado por el tarifazo, la recesión, la falta de crédito, el brutal desfasaje de precios para reponer stock. El de Mariano era un emprendimiento comercial mediano, no tenía la envergadura de las grandes empresas que pueden poner su crisis en la tapa del diario. Pero de a miles de esas empresas se ha formado la Argentina. El 90 % del trabajo en este país lo dan esa clase de empresas. Las Pymes. Mi viejo tuvo una durante 40 años, 12 obreros metalúrgicos, una fábrica de repuestos de bicicletas. ¿Adivinen cuándo se fundió? En los 90. Adivinen quién traía en los 90 las bicicletas de China a treinta pesos (lo que acá costaba fabricar el manubrio). ¡Adivinen…! Franco Macri. La de mi viejo, como la de Mariano eran Pymes, el sostén de una familia y de otras 10 o 12 que eran empleadas.

Mariano es escritor, y del tipo realista sucio, con mirada social y una clara contundencia expresiva. Mariano es de esos escritores que no conciben la escritura sin la rabia. En este país para escribir bien hay que tener rabia, hay que estar enojado, resentido incluso. Así escribieron Arlt, Walsh, Castillo, Heker, Urondo, Benesdra.  Sin embargo, el post de Mariano fue lacónico, flaco, desnudo, como la foto del salón en penumbra, desarmado, enclenque, con restos de cosas, de embalajes, basura, o alguna pieza suelta. Pero no vacío, vaciado.

Como la imagen de un enorme saqueo implícito,  de algo violentado, engañado, como de alguien a quien le pidieron que se achicara, y luego que aguantara y mientras lo iban vaciando, cercando, hasta que un día vence todo y hay que terminar con lo que queda como si te mudaras, pero no como si te mudaras a otra casa, sino a la intemperie, a un banco de la plaza, al nicho que deja un cajero automático de noche, al alero de la galería comercial que también tiene los locales vacíos o al atrio de una iglesia o al foyer de un palacio, si es que queda alguno, porque en realidad, la intemperie argentina hoy ya está superpoblada. Cerrar un comercio  es como irte a vivir a una realidad paralela, es irte afuera de mundo, a un pasaje de impotencia, sin estima, sin esperanza, sin ilusión social.

La última mercadería casi a remate; de los muebles, instalaciones, te llevás algo a casa, a una compraventa, a precio vil, o le regalás a los amigos. Alguno te da algo en canje. Alguno finge necesitar esas banquetas, dos estanterías, los apliques de luz.  Y lo peor del hundimiento, la gente, despedir a los seres humanos, 6 o 7 personas con las que te hiciste amigo, compartiste diez o veinte  años con las familias, te hiciste primo, tío, padrino… creciste con ellos, enterraste a los padres de todos, sus divorcios, sus nacimientos, sus conquistas. ¿Y qué hacer con eso? ¿Qué piensa el capitalismo de los lazos humanos? ¿Qué sabe Macri, al cual todo lo humano le es ajeno…?

Y quedarse uno y todos en el desamparo, en la necesidad y en algo peor que se incuba, que enferma y se transmite al cuerpo personal, familiar y social: el fracaso, la honda pena y la rabia, esa con la que siempre ha escrito mi amigo Mariano. La misma que mató a Arlt de un síncope a los 40,  a Walsh y a Urondo de un balazo, a los 50, y a Benesdra desde un balcón a la calle.

Me acuerdo la escena de la película Novecento, en que el obrero sin pan y sin trabajo se corta la oreja como primer desahogo, brutal, de la rabia.  Por esa oreja cortada, a fines del siglo XIX, los anarquistas empezaron a pasar la voz de un mensaje que llevó la rabia a derribar la injusticia de una clase económica y política oligárquica, explotadora y voraz.   Con millones de esas orejas cortadas se hizo el campo social, nacional y popular argentino, anarquistas, socialistas, radicales, peronistas y varias relecturas de esas escasas y fulgurantes primaveras argentinas.

Muchos sabíamos la ignominia que iba a plasmar este gobierno de patrones brutales y de sus gerentes o capangas, sin embargo, la magnitud del desastre, la capacidad de destrucción social, económica y política, ha sorprendido incluso a los más avezados o pesimistas de nosotros.

Me acuerdo una frase del Negro Tomaso (obrero en la fábrica de bicicletas de mi viejo, a la sazón mi amigo, mi hermano), en 2015, antes del ballotaje, cuando nos sacamos una foto delante del grafitti que está en Laprida y Urquiza, y que dice “Macri No”. La pregunta de Tomaso aquella mañana: ¿por qué esperar que una familia que siempre quiso todo para ellos, vaya a dejar algo para nosotros?