“El parecido en un retrato es necesario pero, aun siendo imprescindible, no es esencial. El parecido nos dice cómo es el objeto modelo, pero el retrato lo es si llega a expresar quién es ese sujeto”, sostenía Héctor Giuffré. Para llegar a ese quién, como un verdadero iconógrafo renacentista, el artista rodeó a sus retratos de todos aquellos atributos que sutilmente develaran su “esencia”. Pintó figuras universales en los retratos de personas tan locales como Ceferino Namuncurá, el crítico de arte Rafael Squirru, un “descamisado” anónimo, o a José Ignacio Rucci peinándose para salir a su destino final (foto). Así era su realismo, una mirada atenta, comprometida con su tiempo y que, como un Ingres criollo, no dudaba en evidenciar en las pequeñas inflexiones gestuales de sus retratados, la avaricia, la ambición o el desdén. Reflexivo, silencioso, agudo y de enorme maestría, Giuffré -quien falleció el miércoles pasado en Chicago, donde vivía desde mediado de los ochenta-, deja un legado pictórico que marcó a la década del 70 con su originalidad, paradójicamente basada en una de las reflexiones más antiguas del arte: la relación entre realidad y representación. Sus naturalezas muertas con animales brutalmente depostados, rinden homenaje a la pintura flamenca tanto como son un puñetazo a la mirada que tratara de evadir la violencia insoslayable de aquellos años. Argentino, rioplatense, nacional, son conceptos que rondan sus escritos porque, como aseveraba, sus modelos están simultáneamente en la realidad fenoménica y en la conciencia, no son entidades ideales, sino inmersas en su propia existencia.
María José Herrera: Historiadora del arte y curadora.